La poesía mexicana y su régimen de historicidad: 1980-2020
Según el puesto de observación, suele decirse que los Siglos de Oro inician con Garcilaso y concluyen con Calderón o con Sor Juana, que arranca el Barroco con el Concilio de Trento (habrá quien sostenga que con “El juicio final” de Miguel Ángel), que el Modernismo va de Darío a López Velarde o que, en español, Huidobro inaugura la Vanguardia. El establecimiento o determinación de periodos estéticos responde a la elección siempre arbitraria de acontecimientos de inicio y término que resultan significativos para una comunidad lectora. Se trata de una especie de acuerdo tácito que ha sido firmado en virtud del sentido social del gusto.
Reinhart Koselleck, desde la historia conceptual, supone que el tiempo histórico es la distancia que existe entre el espacio de experiencia y el horizonte de expectativa. En el caso de la poesía, la particular tensión entre esos dos polos moldea el rostro de una época, es su rúbrica y su sello. Un periodo estético, entonces, podría describirse a partir de las prácticas de los poetas (que van del empleo del código al habitus), el modo en que estas son entendidas o interpretadas pero también a partir de la introducción de nuevos valores que comienzan a incidir en la definición del género y, por tanto, en la forma en que se leen y se escriben poemas. Es así que, en el presente, lo mismo late con fuerza el pasado que irrumpe el futuro. “La experiencia es un pasado presente, cuyos acontecimientos han sido incorporados y pueden ser recordados (…) la expectativa se efectúa en el hoy, es futuro hecho presente, apunta al todavía-no, a lo no experimentado, a lo que sólo se puede descubrir” (Koselleck, Futuro pasado 338). Espacio de experiencia y horizonte de expectativa son dos categorías de análisis que están imbricadas y cuya descripción, en diferentes niveles, puede arrojar datos muy significativos para pensar la poesía mexicana del periodo 1980-20201.
Rémigen de historicidad
En mi conjetura, lo que experimenta la poesía mexicana de los últimos cuarenta años es un cambio de regimen de historicidad que se opera en un marco muy particular, en el estado de cosas social, económico y político que conocemos como neoliberalismo. Régimen de historicidad es un concepto acuñado por François Hartog para analizar el modo en que se articulan y son significativas las relaciones de una sociedad con su pasado, el presente y su futuro2.
A inicios de los años ochenta, la poesía mexicana miraba excesivamente el pasado inmediato, estuvo acaso demasiado anclada en la tradición. Solía orbitar en torno al trabajo de Contemporáneos, de Huerta, Sabines, Bonifaz o Lizalde. Por supuesto, todos los caminos conducían a Octavio Paz. José Emilio Pacheco, como en una suerte de signo de los tiempos, ingresó al Colegio Nacional en 1986. Ninguna buena poesía puede ser escrita en un estilo de hace veinte años, pensaba Ezra Pound. En 1980, Zaid afirmó que el mapa planteado por Poesía en movimiento en 1966 seguía vigente (12)3. Y al comentar la Asamblea de poetas jóvenes de México, Huberto Batis y Emmanuel Carballo dijeron: “Van muy sobre seguro. Son poetas muy mexicanos; el poeta mexicano nunca ha sido muy audaz” (Batis 283). Al pensar la poesía de esos años, Víctor Manuel Mendiola daba cuenta del “apego obsesivo a la forma, con su aferramiento al significado” (Tigre la sed 10). Hablaba, además, de una poesía mexicana “sumida en la continuidad y en la reflexión” (13). Afirmó, finalmente, que “había algo arcaico o regresivo en la mayor parte de los mejores poetas mexicanos del siglo XX” (10). Quizá lo que Mendiola llama regresivo o arcaico se vincule también con la impresión que tiene Marco Antonio Campos sobre la poesía de ese momento: “Desde los años 80 del siglo XX, no sólo en América Latina sino en Europa, empieza el verso libre a dar signos de agotamiento, y las vanguardias, como escribía Paz hacia finales de esa década, eran ya anacrónicas” (Indicaciones 33). Probablemente, es por ese motivo que escuchamos en la poesía de estos años, de José Rivas y Efraín Bartolomé a David Huerta o Vicente Quirarte, no solo la música del endecasílabo, sino especialmente de la silva4. Otros signos claros de apego a la tradición son el empleo de un léxico absorvente, la predilección por el desarrollo de anécdotas y pequeñas epifanías, el tono meditativo y aún la extendida presencia de la intención epigramática. Estos son, en resumen, elementos constitutivos de lo que Charles Altieri (2009) llama modo escénico, o panorámico y que, asimismo, podríamos entender como estilo de época. Y esta manera de abrevar de la tradición, este modo de interpretar el momento en que se escribe poesía quizá tenga que ver justamente con un régimen heroico de historicidad, con escribir orientado por el Gran Otro, por los poetas cuyos procedimientos codificaron el género y mostraron qué es lo ejemplar5. Este modo escénico es lo que Eduardo Milán llama poesía de restitución o de la lengua, “que supone una vuelta al pasado poético” (Prístina XI). Restitución o mejor decir asidero. Un régimen de historicidad vuelto hacia el pasado encuentra en el espacio de experiencia todo lo que necesita para darle sentido a sus prácticas. Los valores y esquemas de la tradición dan solidez al quehacer poético y ayudan a interpretar lo que se hace. Al respecto, Jorge Esquinca dice:
son tiempos que nos invitan a reflexionar, a estudiar, a analizar de manera muy cuidadosa la teorización de lo poético, no podemos ignorar a pensadores tan importantes del siglo XX como T.S. Eliot, como Octavio Paz, para dar un ejemplo nuestro, o como Paul Valéry, para ver tres ejemplos en los cuales se asientan, a mi manera de ver, las bases de la reflexión sobre lo poético que actualmente ejercemos, en mayor o menor medida, quienes estamos escribiendo. (Venegas II, 54)
Este andar en un espacio estético de coordenadas más o menos claras, prestigiosas y lejanas en el tiempo no deja lugar a dudas. En un régimen de historicidad orientado al pasado, el horizonte de expectativa se aleja del espacio se experiencia. El poeta se siente cómodo en el ejercicio de las prácticas que conoce, hay criterios de valoración que le indican dónde está parado, cuál el sentido de lo que escribe y de lo que lee. “El ejemplo relaciona el pasado con el futuro a través de la figura del modelo por imitar” (131), recuerda Hartog. En este caso, estamos ante las coordenadas de la poesía heredada de los movimientos de Vanguardia, la poesía pura y el coloquialismo, integrada por “características semánticas comunes, mínimas, pero que son estructuras permanentes de la autointerpretación” (Koselleck Historias, 84).
Sin embargo, como pensaba Michelet, cada época sueña a la siguiente. “Los estados de experiencia se desplazan y abren nuevos horizontes de expectativa” (Koselleck Futuro pasado, 210). Esto se logra porque la incorporación de significados particulares a la definición del concepto poesía registra, reconoce y otorga valor a otras prácticas. Esas prácticas están marcadas por otra relación con el tiempo, están determinadas por la aceleración y, en virtud de la curiosidad estética, de la experimentación, del malestar frente al estado de cosas, abren el futuro. Es lo que Hartog llama un “régimen de historicidad moderno”, en el que todo lo domina el punto de vista del futuro, “la historia se hace entonces en nombre del porvenir, y debe escribirse de la misma manera” (Hartog 134)6.
Ese tipo de relación con el tiempo fue fundamental para la poesía mexicana a partir los años noventa, probablemente debido a la difusión y aceptación del trabajo crítico de Eduardo Milán. Pero lo nuevo no irrumpe de pronto. “Sólo sobre un fondo de condiciones repetitivas es posible registrar y captar las modificaciones” (Koselleck, Historias 30). Desde principios de los años ochenta, Milán introdujo en México otra manera de pensar la poesía7. Entendió que “el arte actual vive un momento de retroceso acrítico, una suerte de olvido de su pasado inmediado más importante y se entrega a una estética de la repetición sin antecedentes en el arte occidental” (Resistir 60). Visto desde un régimen de historicidad moderno, todo pasado que no apunte hacia el futuro, es abominable. Por ello, cuando Eduardo Milán nos desvela el secreto de la poesía dice: “se trata de la capacidad de alejamiento del modelo, del tiempo del paradigma” (Prístina XVII). Ver la tradición y el pasado, en tanto repetición acrítica, como loci horridi fue una postura compartida por autores que podían percibirse totalmente alejados unos de otros pero que, sin embargo, eran movidos por la misma pulsión de futuro. Gerardo Deniz dijo que: “no hay diferencia entre lo que se escribía en 1960 y lo que se escribe en 2000. Han pasado cuarenta años y todos siguen haciendo el mismo galimatías de palabras. Todo está basado en vocabulario básico de palabras prestigiosas” (Leyva 267). Luis Felipe Fabre, citando El manantial latente, enfatiza el carácter conservador de la poesía mexicana, del poema mexicano promedio, caracterizado por ser “solemne, formalmente impecable, aséptico, apolítico, pretendidamente atemporal y sublime, tradicional con uno que otro detalle moderno: bellísimas aves surcando el eter” (11). Heriberto Yépez, en otro lugar político, alejado de los autores de la élite criolla, pensaba algo muy semejante. En 2004 se preguntaba: “¿Cuántos años vamos a seguir utilizando el mismo tipo de verso? ¿Cuántos años vamos a seguir rellenando las ya cansadas variantes del verso libre o los versos retro? Libre o retro, en México practicamos un tipo de verso que forma Mcpoemas, es decir, compuestos serialmente: verso estándar” (141)8.
No puedo dejar de pensar, en este punto, en Jorge Valdés Díaz-Vélez, acaso uno de los poetas más artificiosos de México. Ganó el Premio Aguascalientes en 1998 y su trabajo ha sido recogido por prestigiosas antologías como Tigre la sed. Antología de poesía mexicana contemporánea 1950-2005 de Víctor Manuel Mendiola, La poesía del siglo XX en México de Marco Antonio Campos, Vientos de siglo. Poetas mexicanos 1950-1982 y Jinetes del aire. Poesía contemporánea de Latinoamérica y el Caribe, coordinadas por Margarito Cuéllar, o la Antología general de la poesía mexicana de Juan Domingo Argüelles. Su nombre es habitual en los índices recopilatorios de la poesía mexicana9. Pienso en uno de sus poemas, “Ishmar”:
La manera de peinarte desnuda
ante el espejo húmedo del baño,
de apresar en la palma tu cabello
para escurrir el agua y agacharte
en medio de palabras que no entiendo;
el acto de secar tu piel, la forma
de sentir con las yemas una arruga
que ayer no estaba, o de pasar la toalla
por la pátina oscura de tu pubis;
el modo de mirarte a ti contigo
tan cerca y tan lejana, concentrada
en una intimidad que a mí me excluye,
son gestos cotidianos de sorpresa,
ritos que desconozco al observar
las mismas ceremonias que renuevas
al calor de tu cuerpo y que dividen
un segundo en partículas: espacios
donde la vida expresa su sentido
posible y que se afirman al peinarte
desnuda en las mañanas, como un fruto
que yo contemplo por primera vez.
¿Cómo se lee poesía desde dos regímenes de historicidad encontrados? Podemos apelar aquí, en primer lugar, a una categoría propuesta por Tony Hoagland: poemas con apetito de perfección formal, “forjados al modo clásico, bien portados, artificiosos” (Hoagland 107). Lirismo crítico, voz media, tono meditativo. Se trata de un poema que podría leerse también desde las claves de lo sublime contemporáneo, según lo piensa Adam Zagajewski, es decir, como “experiencia del misterio del mundo, escalofrío metafísico, sorpresa, deslumbramiento, sensación de estar cerca de lo inefable” (44). Hay en el poema una plasticidad luminosa, encabalgamientos suaves y juego con las cesuras del endecasílabo que evitan el sonsonte. La palabra no alza la voz y tersamente nos conduce hacia el final del poema, hacia el momento epifánico. Es un texto que sobresale, a todas luces, por su hechura. Y es seguro, entonces, que los antólogos hayan leído a Valdés Díaz-Vélez desde un régimen de historicidad orientado hacia el pasado en el que más o menos se entiende qué es la buena poesía.
Desde otra posición crítica, desde un lugar de enunciación volcado hacia el futuro, por el contrario, se entenderá que la melodía que establece el poema, su en todo momento control sobre la forma, no deja lugar a dudas: “el metro es trivial, es una idiosincracia fonológica que funciona como símbolo de orden” (Rumsey 109). Y ese orden es sintomático. Piensa Heriberto Yépez que lo que hay es un “regreso a las formas neoclásicas evidente en la poesía mexicana, y es patente también que se está haciendo eso cayendo, otra vez, en el ejercicio, en las viejas manías que usan el poema como una fábrica de delicia” (143). Vista desde un régimen moderno de historicidad, la poesía debe ser algo distinto a lo que ha sido10. Esta sensación puede resumirse quizá en una suerte de breviario de la poética de Rocío Cerón: “Dudar, inestabilizar, cometer parricidios poéticos y volver con piel transmutada a la tradición” (“Rocío Cerón…” Web).
Pareciera que el régimen de historicidad moderno colonizó la poesía mexicana, al menos en un periodo, quizá durante un arco temporal que va de la publicación de Alegrial (Premio de Poesía Aguascalientes 1997) de Eduardo Milán a la aparición de antologías como Nosotros que nos queremos tanto (El billar de Lucrecia, 2008), Divino tesoro. Muestra de nueva poesía mexicana (Libros de la meseta, 2008) o La edad de oro (UNAM, 2012). No por nada, en A contra luz. Poéticas y reflexiones de la poesía mexicana reciente (Tierra Adentro, 2005), Luis Armenta Malpica escribía:
En México, de un tiempo a la fecha no hay más poética (reconocida, premiada, beneficiada por los protectorados oficiales) que la que viene del sur del continente, vía los grandes santones y uno que otro poeta. Esta “nueva” poesía, afianzada con garras a las viejas vanguardias, mira con malos ojos lo que no ocurre en ella (…) son jóvenes que arrastran los vicios y prebendas de sus propios padrinos y hacen del centralismo y de las becas una forma de vida. Se ramifican en los medios impresos para cubrirse entre ellos y a veces detrás de estos políticos hay un poeta en cierne (…) No hay encuentro o concurso en donde no converjan los mismos manantiales latentes y la soberbia es superior a la edad en que naufragan. (“Cartas…” 169)
Detrás de esta pugna aparente por los enjeux, por los objetos en juego por los que vale la pena luchar y que constituyen la illusio que moviliza a un autor, late el modo de ser de la poesía mexicana de las últimas décadas11. En este caso, una escritura y una poética volcadas hacia el futuro producen ciertas “marcas de distinción”. Estas no son inocentes. Forman parte de la disputa por la legitimidad cultural en una operación de doble faz. Jorge Mendoza, en El oro ensortijado. Poesía viva de México (Eón, 2009) la explica. Esta poética, “en un sentido se sitúa en la periferia de sistema estético, en el espacio de “transgresión”, mientras que en el nivel político se ubica en el centro del poder cultural” (El oro 21). Se vueve imposible entonces soslayar el carácter fetichizado de la poesía mexicana12.
En la última década, sin embargo, ha irrumpido otro régimen de historicidad. Hay claros signos de que el futuro ha sido deslizado hacia el pasado y de que otra categoría rige buena zona de la poesía contemporánea: el presentismo13. En esta modalidad de conciencia, la novedad deja de ser el motor de toda escritura y, por tanto, la obsesión por alcanzar el horizonte de expectativa se diluye, pierde intensidad. Se habita de otro modo el estado de experiencia, no en una vuelta acrítica hacia el pasado, como pensaría Milán, sino desde la conciencia de proceder y actuar en virtud de las múltiples tradiciones que cruzan el ahora. Es lo que Haroldo de Campos llama poesía del tiempo post-utópico o que incluso puede vincularse con la sensación de liquidez de la modernidad. De hecho, Bauman, a partir de su análisis del Angelus Novus de Klee y reformulando la idea de Benjamin, ha escrito:
Es ahora el futuro, cuya hora de ser sometido a escarnio parece haber llegado tras haber sido ya tachado en su momento de poco fiable e inmanejable, el que asignamos a la columna del debe. Y le toca el turno al pasado de ser clasificado en la del haber, pues tiende a ser situado en un contexto (real o supuesto) de verdadera libertad de elección y de esperanzas todavía no desacreditadas. (12)
El prestigioso futuro, en el presentismo, se somete a examen y es objeto de escarnio. Esto resulta muy significativo a la luz de un ejercicio que, en diciembre de 2011, cimbró el día a día de la poesía del país: “Los cien peores poemas mexicanos de autores vivos”. Se trató de lo que su compilador, Mario Bojórquez, llama una “antología del error”. Exhibía textos de autores que tienen por patrimonio los enjeux del campo de producción cultural y que blanden la bandera de la audacia y la poesía del riesgo. Era un riesgo cómodo que, banalizado el futuro, y ya dentro de otro régimen de historicidad, podía sentirse ridículo o poco eficaz en tanto mala affectatio. Quizá por eso, Marjorie Perloff recuerda que “la experimentación no es, ipso facto, algo bueno (…) En este momento la cosa más “experimental” podría ser la negativa a escribir en estos modos cansados y encontrar nuevos modos de producción” (“Una conversación”)14. Pienso ahora en un poema de Mónica Nepote incluido en la antología de Bojórquez, “Poética II (Instalación in situ)”:
“Ah… poetry”
(Tilda Swinton como Orlando)
Acabas de leer el pronóstico para tu signo
Solar tú.
puede que
puede que
puede que
otros factores
. . . . . . . . . . . . . .del cielo estén/ influyendo ahora, tu carta
Para una lectura
. . . . . . . . . . . . . .completa,
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Cuando el horizonte de expectativa se codifica y resulta poco atractivo ocurre una desaceleración. El encuentro con el futuro deja de ser una prioridad y es entonces que se produce el movimiento obvio: “la subversión herética se proclama como retorno a las fuentes, al origen, al espíritu a la verdad del juego, contra la banalización y degradación de que ha sido objeto” (Bourdieu 115). “Los 100 peores poemas mexicanos de autores vivos” fue un ejercicio que ridiculizó esa pulsión de futuro y que hizo cuestionar a autores y lectores sus coordenadas de concepción y valoración del poema15. Así las cosas, tanto el pasado canónico como el desesperanzador futuro comenzaron a iluminar el ahora de la escritura con su brillo mortecino16. Fue entonces cuando “el presente se convirtió en el horizonte. Sin futuro y sin pasado, el presentismo genera diariamente el pasado y el futuro de quienes, día tras día, tienen necesidades y valoran lo inmediato” (Hartog 140-141). Se trabaja entonces el espacio de experiencia de otra manera: sin adscripción a poética alguna y con la opción de utilizar sin rubor todos los procedimientos y temas que están disponibles y al alcance. La poética de la libertad de elección.
Estaríamos entonces ante una modalidad de conciencia que privilegia la yuxtaposición de tres regímenes de historicidad: heroico, moderno y presentista. De este panorama, en mi conjetura, se desprenden algunas actitudes muy reconocibles:
1) Vuelta al orden en la que autores de talante experimental moderan su búsqueda y se vinculan de nuevo con la tradición. Pienso en este punto, por ejemplo, en los epigramas que Inti García Santamaría ha publicado en Évelyn (2018).
2) Hibridación del discurso. Hay autores que, con la intención de meditar, construir epifanías o contar anécdotas, echan mano de los recursos de una poesía composicional. Es un estilo que en la tradición norteamericana se ha llamado hybrid o elliptical poetry y, en la francesa, lyrisme critique17. Quizá pueda ser definida esta actitud con las palabras de Marjorie Perloff: “una poesía a la vez en consonancia con el presente, con la complejidad de las cosas hoy, y sin embargo consciente de la tradición” (“Una conversación”). Quizá este tipo de poesía esté convirtiéndose en el estilo dominante de la década. Recuerdo, con esta temperatura de lenguaje, entre muchos otros, Borealis de Rocío Cerón (2016), El canto y la piedra (2016) de Mijail Lamas, Dogma (2020) de Iván Cruz Osorio o Mi osadía, mi osamenta (2021) de Víctor Hugo Piña Williams. Este último es singular porque vuelve a la estrofa manriqueña, a la copla de pie quebrado, pero lo hace en torno a un registro léxico no absorvente del todo que valora la exploración de la vecindad sonora, el empleo de neologismos y la búsqueda de una música intrincada:
Si la osamenta no miente,
debajo del alma un pelma
se prepara.
Constante y constituyente,
se sustancia y se cogüelma
en su tara.
Acicala un sí en mi nombre,
y yo bien roído
en silencio.
Hueso duro, un no de hombre,
verbo en el fruto prohibido
que licencio.
3) Olvido de la forma. Quizá unos de los rasgos más relevantes de un régimen de historicidad presentista en relación a otras modalidades de conciencia sea el modo de valorar la poesía. El criterio formal, determinante en los otros regímenes, pareciera haber perdido protagonismo de cara a otros modos de recibir y enfrentarse al texto. Abundan las lecturas de carácter ético-moral, denuncia o de reflexión histórica. En los últimos años, por ejemplo, han aparecido libros que responden a la coyuntura, a las presiones sociales a las que se está sometido en el país. Hay libros que se leen en clave conceptual como Antígona González (2012) de Sara Uribe y Anti-Humboldt (2014) de Hugo García Manríquez o poemas que requieren ser leídos atendiendo ya sea una alegoría como en el caso de El memorial de Ayotzinapa de Mario Bojórquez o bien los códigos de la poesía documental como en Texas I Love you (2018) de René Morales. En otros poemarios, pareciera de primera importancia el tema social por encima incluso del trabajo constructivo. Eso podría peribirse en Te diría que fuéramos al río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto (2013) de Jorge Humberto Chávez, Bitácora de mujeres extrañas (2014) de Esther M. García o el Libro centroamericano de los muertos (2018) de Balam Rodrigo. En la poesía en lenguas originarias sucede el mismo fenómeno. Basta leer los poemas de Florentino Solano, Hubert Matiúwàa o Martín Tonalmeyotl. Después de todo, lo aconsejaba ya Héctor Carreto en “El poeta regañado por la musa”: no escribas más como geómetra abstraído, / en un lenguaje de cristales que entrechocan, / capaz de pintar una batalla como un ramo de madreselvas18.
En la poesía mexicana, decir presentismo es decir polifonía o decir pluralidad. En 59 Declicados con filtro, Pedro Serrano y Carlos López Beltrán proponen una metáfora de la orografía para definir el panorama actual: Sudd, un espacio de experiencia en el que se diluye la tendencia principal, la línea dominante de la tradición, y se favorece la presencia de múltiples poesías, de estilos divergentes y heteróclitos. Sudd: un espacio de experiencia en el que no se silencia o hace vacío a las muchas posibilidades de la poesía sino que se les observa y se les da un lugar19.
Pero la ruptura de una monolítica poesía mexicana implica, además, el trastocamiento y la revolución del habitus. Aparecen editoriales independientes, revistas que muestran otra poesía, encuentros y festivales a lo largo del país. Internet permite una circulación distinta de los poetas y se construyen circuitos con muy diversas educaciones literarias. A pesar de que una élite criolla sigue controlando la distribución del capital social (becas del SNCA y de Jóvenes Creadores, publicación en colecciones del estado, acceso al FCE, etc.), resulta más complicado sostener una palabra que intente, en nuestros días, ser canónica. Quizá los últimos ejercicios de imposición autoritaria en la poesía del país hayan sido las antologías El manantial latente. Muestra de poesía mexicana desde el ahora: 1986-2002 (2002) y México 20, la Nouvelle Poésie Mexicaine (2016) de Jorge Esquinca, Tedi Lopez Mills y Myriam Moscona. Quizá este nuevo tiempo, esta modalidad de conciencia que llamamos con Hartog presentismo o que desde Haroldo de Campos puede llamarse tiempo post-utópico, es lo que haya intuido Octavio Paz a mediados de los años ochenta cuando, en una conversación con Miguel León Portilla, dijo: “México no tiene que ser un país de monólogo, el monólogo de un solo grupo, de una sola clase o de un solo hombre. México tiene que ser el diálogo de muchos mexicanos, de muchos pasados”20. No existe la poesía mexicana. Hay, en cambio, múltiples poesías mexicanas. Poesías de distintos grupos, de distintas lenguas, búsquedas que problematizan una posible imagen estática del espacio de experiencia.
En los marcos de la historia intelectual, Reinhart Koselleck se plantea una pregunta: “¿Qué ha cambiado realmente, cuándo, cómo y por qué?” (Historias 300). En mi conjetura, las poesías mexicanas contemporáneas son, más que espacios de invención, laboratorios de libre utilización, de la combinación y mezcla de motivos y maneras. Esto se ha perfilado en virtud de un doble cambio de régimen de historicidad, del tránsito de un régimen heroico, a uno moderno, y de ahí a la yuxtaposición de ambos en una modalidad de consciencia de carácter presentista. Tal es la densidad del ahora.
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Zagajewski, Adam. En defensa del fervor. Barcelona: Acantilado, 2005.
Zaíd, Gabriel. Asamblea de poetas jóvenes de México. México: Siglo XXI, 1980.
La elección de este marco temporal responde a la descripción de un estado de cosas, un conjunto de experiencias de diversa índole, que determina tanto el signifcado del sintagma “poesía mexicana” como sus prácticas. Ningún acontecimiento puede tomarse como punto de arranque para una nueva época pero aquí conjeturamos en torno a la poesía que se ha escrito a partir de los años de la implementación del modelo neoliberal en México. Pensamos el periodo que va de la crisis económica iniciada por la caída del precio del petróleo en 1982 a la contracción de la economía debido al covid-19 en 2020. Se trata de la poesía escrita entre los movimientos sociales que inician con los damnificados del sismo de 1985 (además de la aparición de la corriente democrática de Cuautémoc Cárdenas en el PRI) y el cambio de régimen con la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador. Es un periodo que, en materia de poesía, podría tener un umbral de entrada: no solo la publicación de la antología Asamblea de poetas jóvenes de México (Siglo XXI, 1980) de Gabriel Zaíd sino de libros individuales como Donde habita el cangrejo (1980) de Eduardo Langagne, El ser que va a morir (1982) de Coral Bracho, Tierra nativa (1982) de José Luis Rivas, Ojo de jaguar (1982) de Efraín Bartolomé o Chetumal Bay Anthology (1983) de Luis Miguel Aguilar. Es el tiempo que Haroldo de Campos ha llamado post-utópico.
Acuñado en 1983, régimen de historicidad es un concepto útil para “aprehender mejor no el tiempo, ni todos los tiempos ni el todo del tiempo sino, principalmente, momentos de crisis del tiempo, aquí y allá, justo cuando las articulaciones entre el pasado, el presente y el futuro dejan de parecer obvias” (Hartog 38). Se trata, en realidad, de “una modalidad de conciencia que evidencia diversos modos de relacionarse con el tiempo” (25). Dicho de otro modo, la legibilidad de una época depende de la manera en que se interpreta el tiempo histórico. La producción de sentido deriva del modo en que se propone el corte al continuum. En el caso de la poesía, esa relación con el tiempo orienta de algún modo las prácticas de los poetas: determina su anclaje en el espacio de experiencia, es decir, se escribe echando mano de los procedimientos y temas que, por decirlo de alguna forma, fueron heredados por la tradición, están al alcance y constituyen un estilo de época. Por otro lado, hay una relación con el tiempo en la que se escribe pensando en el futuro. En ese caso se privilegia el horizonte de expectativa, la tendencia a la experimentación y el riesgo formal. Los poetas introducen nuevos valores, promueven su repetición y, de ese modo, logran incorporar otros rasgos distintivos al concepto poesía. Es entonces cuando el cambio semántico permite una nueva pragmática.
Habrá que recordar que, en la construcción de Poesía en movimiento, se enfrentaron dos maneras de entender la poesía: la estética del cambio (impulsada por Paz y Aridjis) y el decorum (que tenían por piedra de toque Chumacero y Pacheco). Se impuso este último criterio (Orfila, Paz 2016). En 2012, Carlos López Beltrán y Pedro Serrano dirán en el prólogo de 359 Delicados con filtro, una antología de poesía mexicana publicada en Chile, que las coordenadas y corrientes establecidas por Poesía en movimiento “siguen fantasmalmente afectando una vaga idea colectiva de lo que es la poesía mexicana” (9). Al hablar de los poetas de su generación, en La esponja y la lanza, Arturo Trejo Villafuerte decía: “estos poetas recurren, en mayor o menor medida, a quienes les precedieron, o a las sombras bienhechoras de los maestros, mientras pasan los temporales de las modas” (112).
Escribir es, entonces, la actualización de la memoria polibiográfica, un aguzar el oído interno para captar los ecos del pasado. Quizá por ello, un poeta como Javier Sicilia declara: “no conozco algo más espantoso y caótico que una pasión y una imaginación a la deriva. Yo no he conquistado la libertad, por eso me someto a la ascesis de la métrica. Siempre he creído que para llegar a la libertad del verso hay que pasar por la mediación de la academia y de la tradición” (Venegas Conversaciones II, 45).
Se trata de una manera de entender u orientar la práctica poética siguiendo (o actualizando) lo prestigioso del pasado. Es el modelo de la historie. “La Historie sería una especie de receptáculo de múltiples experiencias ajenas de las que podemos apropiarnos” (Koselleck, Futuro pasado 42). François Hartog dirá que “estructuralmente esta historia es producto de grandes hombres” (48). Es así como el poeta se mira en el espejo de el Gran Otro, “lo que anterior y exterior al sujeto, lo determina a pesar de todo” (Chemama 488), la historia de la poesía, lo prestigioso de la tradición. Eduardo Hurtado explicita esta confianza que han tenido los poetas de su generación en el Gran Otro y dice: “los poetas debemos asumir que pertenecemos a una tradición. Eso, estar conscientes de que trabajamos en un territorio largamente explorado, nos da la certeza de poseer unas raíces. Nos da, también, una tranquilidad: la de saber que como autores individuales tenemos detrás todas esas voces que conforman el mapa de lo que llamamos poesía mexicana, o española, o universal, y que a partir de ellas es que cada poeta puede hacerse una voz propia” (Venegas Conversaciones I, 106). Efraín Bartolomé lo dirá de otro modo: “a medida de que mi conocimiento de la poesía se fortaleció, comencé a desconfiar de lo novedoso y de los vanguardismos autocomplacientes” (137). Max Rojas, por su parte, escribió: “Los poetas muertos son como los custodios de los poetas vivos. Los cobijan, los cuidan, amorosos; les enseñan, más o menos, los conjuros precisos para que llegue la poesía o les soplan, al oído, los misterios y las artes del oficio” (90). Tener una particular relación con el tiempo es tener una forma particular de interpretar la realidad. El régimen de historicidad es esa modalidad de conciencia que, en este caso, orientada hacia la tradición, determina o incide en las prácticas y en la interpretación del ejercicio poético.
En el régimen de historicidad moderno, “el futuro es la principal categoría y es lo que domina. El futuro ilumina el presente y el pasado: en función de él se actúa, para ir hacia él lo más rápido posible, a lo que se suman las temáticas de la aceleración del tiempo para así lograr lo que en el vocabulario marxista llamábamos un futuro radiante” (Hartog “Ya no se puede prever el futuro”.). La definición de los conceptos, que determina las prácticas en torno a ellos, proyecta una transformación y participa de una apertura al futuro. Una nueva definición “permite comprender lo antiguo de otro modo y sin la cual lo nuevo no podría comprenderse” (Koselleck, Historias 26). En este modo de interpretar la realidad, el espacio de experiencia se estrecha y se acelera el encuentro con el horizonte de expectativa. La novedad es el Mesías. No sin ironía explica Meschonnic que “lo nuevo es real y mítico a la vez. Necesita de lo antiguo, pues se le opone. Su surgimiento es glorioso a la medida del prestigio del otro. Movilizador, es heroico. Se espera lo nuevo como se espera a un héroe. Su acogida comienza en su espera” (73). La poesía orientada al futuro aspira a escribirse en la frontera semiótica. Para dar cuenta de ese horizonte de expectativa quizá valgan las palabras de Edgardo Dobry sobre la poesía de Eduardo Milán: “una zona casi irrespirable, algo que está antes o después del placer del verso dado o descubierto, un campo que entiende el poema como un desbrozar de extensiones áridas para que la poesía del futuro pueda ser escrita” (242).
Durante cuatro décadas, Milán ha organizado su pensamiento desde un régimen de historicidad moderno que supone que la buena poesía tiene que ver con “la realidad artificial que genera construir universos verbales que no tienen viabilidad en el presente” (Resistir 57). Cuatro décadas de propaganda estética que han modificado la poesía mexicana. Milán explica: “cuando llegué a México, por razones de trabajo comencé a hacer crítica literaria, cosa que yo no hacía en Uruguay, pues escribía poesía. Fue en La Letra y la Imagen, un suplemento que todavía circulaba en 1979, donde comencé a hacer crítica. La iniciativa fue de Eduardo Lizalde, director de la publicación, quien me pidió que trabajara en ese campo porque nadie hacía dicha labor. Me inicié pues en la crítica literaria como una forma de ganarme la vida (…) Octavio Paz tuvo una buena intuición cuando permitió mi columna sobre poesía en Vuelta. Se trataba de mostrar lo que no ocurría allí. Eso era la poesía conosureña, la poesía brasileña, la poesía -una cierta- poesía española” (“Camino a Milán” Web). Por otra parte, la actividad crítica y editorial de Hugo Gola a través de la revistas El poeta y su trabajo y Poesía y poética ratificó la sensibilidad del momento: la necesidad de entender la poesía desde el punto de vista del futuro. No por nada dice: “En El poeta y su trabajo, en la vieja edición de la década de los ochenta que hice en Puebla, se publicaron fundamentalmente trabajos de poética norteamericana. Ahí aparecieron trabajos de Robert Creely, William Carlos Williams, Denisse Levertov, Charles Olson –“El verso proyectivo”, un trabajo fundamental que no se había publicado en México–. La propuesta de aquella revista, de alguna manera, se prolongó en Poesía y Poética y se prolonga ahora en El poeta y su trabajo (…) Nos importa una renovación formal, es decir, que los poemas publicados impliquen una actitud de renovación, apertura, cambio formal” (“Una dimensión interior”).
En el régimen de historicidad moderno se enfatiza el malestar ante el estado de experiencia. Es por ello que “la extensión del espacio semántico de cada uno de los conceptos centrales que se han utilizado pone de manifiesto una alusión polémica referida al presente” (Koselleck, Futuro pasado, 109). Así, no es extraño que Yépez escriba respecto al McPoema: “Este poema se trata de una estrategia para utilizar estilos y ritmos consagrados –los derivados, digamos, de Marco Antonio Campos, Octavio Paz o cualquier otro poeta del pasado inmediato– para reproducir el sujeto poético tradicional y su mundo de pequeñas cosas. En valiosas recopilaciones como Manantial latente o Generacion del 2000, sin embargo, hay mucha mcpoesía” (142). Y concluye: “virtualmente no existe el experimentalismo” (142). En Milán, Fabre o Yépez, el futuro es la razón de ser del presente. Y volvemos a Meschonnic: no sólo “la modernidad se define por la ruptura” (61) sino que “la modernidad es la utopía: por lo que no tiene lugar” (10). Quizá por ello, un crítico como Evodio Escalante, en 2008, al referirse a la poesía de Milán dice que “puede irritar a un lector demasiado apegado a su costumbrita. Yo diría que esta incomodidad es una prueba de que Milán sigue dando en el blanco”, (“Los problemas…”). En otro momento, Escalante, quizá mostrándose demasiado entusiasta, celebra un concepto de Antonio del Toro que “define de cuerpo entero a un poeta que se disloca de la tradición, que salta por encima de toda herencia” (“Los problemas…”). Luego leemos en Alberto Blanco: “para crear uno tiene que olvidar la tradición” (Venegas Conversaciones I, 49). Es el espíritu del tiempo. Se entiende la práctica literaria desde un régimen de historicidad moderno que percibe la tradición como insuficiente y el futuro como fundamento de todo posible valor.
Más allá de las peculiaridades de la antología (y su travestimiento en la muestra, el panorama, el mapa o la asamblea) como dispositivo crítico, vale la pena recordar la importancia de estos ejercicios en México. Escribía Christopher Domínguez en 1995: “La crítica literaria no ofrece guías competentes. Mientras la hojarasca de las reseñas se pierde con el viento, quedan las antologías como el único mapa accesible” (241).
Este tipo de poema, piensa Sandeep Parmar, “conservador, común y corriente, se comportó como si la vanguardia nunca hubiera sucedido” (“Not a British Subject…”), debido a “su juego de verdad y significado de bajo riesgo” (“Not a British Subject…”). El poeta y crítico inglés Robert Sheppard dirá sobre este tipo de texto: “una poesía de clausura, coherencia narrativa y cohesión gramatical y sintáctica, que concuerda con los procesos de naturalización (…) poesía que favorece un lirismo empírico de momentos discretos de experiencia”. (citado en Not a British Subject…”). Estamos, por supuesto, ante otra definición de poesía que deriva de los movimientos de Vanguardia y que pone a la desorientación como punto nodal de la escritura.
No sería aventurado decir que la poesía mexicana del periodo 1980-2020, concretamente, el modo de ser de la poesía mexicana actual, se moldeó durante el salinato. A partir de entonces se tiene una literatura de Estado. Quiero decir que, en ese momento, de algún modo, se establecieron los enjeux que dan pie a un nuevo habitus y que permiten el tránsito definitivo a una nueva praxis. No es un fenómeno nuevo. Al comentar la Asamblea de poetas jóvenes de México, Batis y Carballo decían: “nuestras luchas por conseguir más presupuesto en la Universidad o en Bellas Artes para las revistas, los teatros, los programas de radio, las ediciones y para las casas de cultura y todo eso, para las becas y los premios con todo y sus errores, vulgaridades, naqueces, corruptelas, etc., está rindiendo entre otras cosas el que los muchachos puedan encontrar una salida vital trabajando en la cultura” (281). Como puede verse, el patrocinio estatal no es un fenómeno exclusivo del salinato pero es a partir de entonces que se vuelve determinante, que marca los límites del espacio en que los poetas pueden moverse, actuar, pensar, existir. Son los años en que se funda el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (1988), se crea el FONCA (1989), se instala el programa del Sistema Nacional de Creadores de Arte, se apoya el programa de becas para Jóvenes Creadores y sus encuentros. El Estado financia premios, paga jurados, talleristas, festivales y publicaciones. El poeta es independiente. Puede escribir lo que le venga en gana pero su estructura estructurante ha sido diseñada por el Estado. El poeta se parece a la marioneta que encuentra su razón de ser únicamente en el teatro de cartón, en el marco de madera al que fue conferido. Quizá por ello, el prólogo de 359 delicados con filtro tiene la necesidad de decir: “ese es el triste panorama que el país vende, es un sistema aceitado de elaboración de prestigios y de arrinconamientos silenciosos que no sólo los escasos críticos, sino incluso los poetas, dócilmente parecen aceptar” (24). Otra consideración: el dinero estatal va de la mano con el prestigio. La distribución de capital social es a la vez distribución de capital económico. La escritura de poesía, la lectura de poesía, la valoración de la poesía, están fetichizadas porque encubren una madeja complejísima de relaciones sociales.
Los conceptos (por ejemplo poesía) son polémicos y desatan en torno a ellos una batalla semántica por su definición. En el caso de la poesía mexicana, esa tensión moviliza el campo de producción cultural porque, en un régimen moderno de historicidad, quien monopoliza la novedad, quien “controla” el horizonte de expectativa, controla el campo. Recuerda Bourdieu que imponer “un nuevo producto y un nuevo sistema de gustos el deslizar al pasado el conjunto de los productores” (El sentido social 225), es decir, a los poetas anclados en el estado de experiencia y que “basta, para desacreditar a un artista, para descalificarlo como artista, con remitirlo al pasado, mostrando que su estilo no hace sino reproducir un estilo forjado en el pasado y que, falsario o fósil, sólo es un imitador” (Cuestiones 167).
María Inés Mudrovcic explica esta categoría y dice: “Según Hartog, son varios los factores que confluyen, desde los años setenta, para que las demandas recaigan sobre el presente: el crecimiento de la desocupación en masa, la caída progresiva del Estado de bienestar —construido en torno a las ideas de solidaridad y del que el mañana será mejor que el hoy—, el aumento de las demandas de una sociedad de consumo, en la que las innovaciones tecnológicas y la búsqueda de beneficios producen una obsolescencia cada vez más rápida de cosas y personas. La productividad, la flexibilidad y la movilidad han llegado a ser los nombres maestros de nuestros administradores, lo que ha conducido a desear y valorizar lo inmediato” (Pos. 1394).
Para ponerlo en términos de Marjorie Perloff, en la poesía del riesgo, “la mayor parte del trabajo es muy trivial. La experimentación nunca puede significar sólo hacer collages, o apropiarse de sonetos de Shakespeare, o hacer poemas con noticias del periódico, etc. Eso se ha vuelto bastante aburrido” (“Una conversación”). Se trata, en realidad, de que los procedimientos que pudieron percibirse como novedosos en otro tiempo, de tanto repetirse se han codificado e incorporado al espacio de experiencia. Son predecibles. Para Hartog, este sería un fenómeno más que da cuenta de “una configuración que se caracteriza por la máxima distancia entre el campo de la experiencia y el horizonte de espera, distancia que linda la ruptura. De modo que el engendramiento del tiempo histórico pareciera suspendido. De allí, quizá, la experiencia contemporánea de un presente perpetuo, huidizo y casi inmóvil, que intenta a pesar de todo producir por sí mismo su propio tiempo histórico” (40). La tensión entre experiencia y expectativa, aunada al particular régimen de historicidad, pueden ser explicadas de otro modo. Charles Bernstein, por ejemplo, dice: “Pero igual de preocupante es que debas mostrar tu desafío a las expectativas, a menudo de una manera bastante codificada. Es difícil salir de esto. Lo que fue disruptivo hace una generación ahora se vuelve prescriptivo. Pero al mismo tiempo, lo que era convencional hace una generación, bueno, nos resulta tan “de ayer”. La poesía es situacional, no universal. Creo que me he pasado la vida consternado por cuán bajas son las expectativas para la poesía” (“Alí Calderón conversa con Charles Bernstein”).
“Los cien peores poemas mexicanos de autores vivos” ha sido una de las publicaciones más leídas de la revista Círculo de Poesía. Quizá ese éxito pueda ser interpretado como un cambio en la sensibilidad de los lectores que también percibieron como ridículos algunos de estos textos. Para Perelman, “lo ridículo es lo que merece ser sancionado por la risa, lo que se ha calificado de rire d’exclusion. Esta última es la transgresión de una regla admitida, una forma de condenar una conducta excéntrica, que no se la juzga bastante grave o peligrosa para reprimirla por medios más violentos. Una afirmación es ridícula en cuanto entra en conflicto, sin justificación alguna, con una opinión admitida” (321-322). El deslizamiento de estos poemas a la zona de lo ridículo es signo también de la reconfiguración del espacio de la experiencia.
El propio Eliot recordaba que “no sería deseable, aun cuando fuera posible, vivir en un estado de permanente revolución: el anhelo de continuas novedades en la dicción y la métrica es tan malsano como la obstinada adhesión a la lengua de nuestros abuelos” (248).
En México, Cristina Rivera Garza ha problematizado, también desde un régimen de historicidad presentista, el concepto hibridación y ha propuesto un término acaso más rico en connotaciones: de(s)generamiento. Dice: “La armonía subrepticia y engañosa que se cuela debajo y a través del concepto hibridación delata la vocación unívoca e imperial del término. Contraria a la hibridación, pues, la idea de de(s)generamiento enfatiza la irresoluble y constante tensión que se produce en la colindancia de lo distinto. El término no invita a hacer como que los géneros no existen o aspirar a que no existan, sino a colocar su compleja existencia en esa continua confrontación que todo es diálogo” (“La escritura…” 156).
“Se escribe poesía como si se estuviera en Suiza”, rezaba un lugar común entre los poetas. Otro más: “a la poesía mexicana le falta calle”. Quizá este desplazamiento hacia poemas que invocan la realidad sea parte de un cambio de sensibilidad. El caso de la obra de Balam Rodrigo es interesante porque testimonia este tránsito de una poesía preocupada en primer término por la forma (de Hábito lunar, 2005, a Bitácora del árbol nómada, 2011) a una de carácter social (El libro centroamericano de los muertos, 2018). Por otra parte, de modo más radical, el fenómeno de un cierto “olvido de la forma”, muy vinculado a la poesía de redes sociales, especialmente de Instagram, quizá pueda etiquetarse con lo que Eduardo Milán ha llamado “cualquiercosismo”. Dice: “una poesía problemática hoy día está reservada sólo para una media docena de interesados. El facilismo y el cualquisercosismo priman en nuestras culturas poéticas latinoamericanas” (Venegas, Conversatorias II 74).
Según explican Lopez Beltrán y Serrano, cuando el Nilo “en su transcurso, enfrenta una orografía peculiar en la que se desordena y al perder sus bordes se pierde a sí mismo. Esa zona dispersa recibe el nombre de El Sudd. En árabe esa palabra quiere decir barrera, y refiere a un ancho tramo pantanoso, insalubre y prolífico” (13).
En una carta de 1985 a Pere Gimferrer, una vez quemada su efigie por ciertos grupos de izquierda, dira: “La única manera de curarlos y desarmarlos es dialogar con ellos. ¿Es posible? Tal vez mi misión –o más bien dicho: mi función– en la historia de la cultura moderna de México ha consistido en preparar ese diálogo. No me tocará participar en él pero lo habré hecho posible” (Paz 279). Lo que Paz pensaba como concesión fue, al paso de los años, una conquista de los poetas que no pertecen ni se formanron o aspiran a ser clientela de la casta intelectual de México.