Un cuento de Ayari Velázquez

Presentamos un cuento de la narradora mexicana Ayari Velázquez. Es maestra en Biología Molecular. En 2015 fue becaria del Festival Interfaz ISSSTE – CULTURA ACAPULCO representando al estado de Querétaro. En el 2016 participó en la Convocatoria Editorial por parte del Instituto Queretano de la Cultura y las Artes obteniendo el primer lugar, producto del cual se deriva la obra El Diablo, siendo ésta su primera publicación. En la Feria del Libro 2017 del Palacio de Minería en la Ciudad de México, la Maestra Marcela Eternod, directora del Instituto Nacional de las Mujeres, presenta El Diablo de manera oficial, siendo ésta la obra más vendida del Fondo Editorial del Estado en dicho año, Querétaro fue el estado invitado. En el período del 2019 al 2022 Ayari Velázquez escribió para El Universal Querétaro una sección de cuento y ensayo. En el Centro de Cultura del Estado de Querétaro “Manuel Gómez Morín”, impartió un taller de creación literaria llamado Letras a Granel del 2018 al 2021. En el 2021 ganó una mención honorífica en el primer concurso de novela Elena Poniatowska, con la obra Volátil. Durante el 2021 estudió el diplomado “Narrativa de la No Ficción” que imparte Jorge Volpi a través de la Cátedra Extraordinaria José Emilio Pacheco en la Universidad Autónoma de México. Durante el 2022 estudió un diplomado de Lengua y Literatura Española de la Universitat Autónoma de Barcelona. Actualmente es parte del equipo Escritores Mexicanos Independientes.

 

 

ESCOPETA

por Ayari Velázquez

 

Acabo de cumplir 15, no quise fiesta, mis papás dicen que es como gritarle al mundo que estoy en edad de merecer y que eso solo es de niñas busconas… de merecer ¿qué? No hubo regalos, solo la noticia de irnos a vivir un tiempo al rancho de donde es mi mamá,  una comunidad pequeña al norte de Veracruz, Rancho Abajo. Dice mi papá que él seguiría trabajando en la CDMX, pero que ya no le alcanzaba para mantenernos en la vida citadina. Les hará bien vivir aquí un rato, ya que tenga algo mejor regreso por ustedes.

La idea de vivir en el Rancho no me parece tan mala, es el lugar de mis vacaciones de verano, del día de muertos y diciembre, en donde se celebra el año nuevo a punta de balazos. Mi papá es el encargado de tirar primero y después nos forma por edades para que cada uno de nosotros dispare. Mi papá no tuvo paciencia para enseñarme a andar en bici, pero si para usar armas, uno nunca sabe, decía.

–¿Por qué está tan larga esta pistola? – le pregunté el año pasado

–Es una escopeta, tiene balas diferentes, se llaman perdigones y cuando las disparas ¡tras! no solo estás tirando una, sino varias. Así tienes más oportunidades de herir a la presa.

–No puedes fallar entonces.

–A menos que seas muy mal tirador, agárrala con fuerza, muy bien – la potencia del arma casi me tira– ¡Eso! Órale, a la fila que siguen tus primos.

Seguro vivir aquí sería igual de bueno que mis vacaciones.

Vivimos con mis abuelitos, la más feliz de estar de vuelta es mi mamá, cuando ella tenía quince se fue a estudiar a la Ciudad de México solita, hizo dos carreras y luego se casó con mi papá. A veces cuando se enoja con nosotros nos recuerda lo feliz que era antes de casarse, antes de ser madre, el error tan grande que cometió por amar de más.

Te voy a decir un secreto –dijo cuando tuve mi primera menstruación– los hijos, son como el cáncer, no se quitan hasta que te mueres, así que piensa muy bien lo que haces a partir de hoy.

En el Rancho mi mamá puede ser todo aquello que dejó por irse a la ciudad, parece que recuperaba el tiempo perdido. No recuerdo haber visto a mi mamá así de feliz antes. Tengo dos hermanos más chicos: Alfredo, de seis, a quien me tocaba llevarle el lunch de taquitos de frijol y huevo con tortilla recién hecha a la hora del recreo, y Federico que está en la secundaria y me enseña las cartas que recibe cada semana por parte de las chavas de la escuela, me acostumbré a leer los finales repetitivos en el que explican su disposición al matrimonio, porque hasta ahorita, lo que hemos visto desde que llegamos es que es el ciclo natural de la comunidad: Las Yenys, Silvanas, Belindas, Leidis, Candys y Marías buscaban marido y pronto, se llenan de hijos y su vida está hecha.

Me gusta pasar esos momentos con mi hermano, nos reímos mucho, sobre todo cuando en el cuerpo de la carta está lleno de besos impresos, de alguna manera siento que yo también puedo pertenecer al medio, a diferencia de la camaradería que les ofrecen a mis hermanos todos y todo el tiempo, yo resulto ser la foránea la extraña, la invasora. No encajo porque me visto diferente, porque no me trenzo el cabello, porque hablo distinto, porque no sé cocinar, porque no sé trapear, porque no sé barrer, porque me gusta salir sola, porque me siento más cómoda entre hombres que entre ellas, siempre juzgando, siempre midiendo el largo de mi falda con la mirada.

Mamá me inscribió en el Telebachillerato, que es una modalidad de bachilleres en el estado de Veracruz, en el que se aprende a través de videos educativos. Spoiler: ni siquiera hay televisión. El lugar es una galera, el salón de usos múltiples. Aquí se hacen bodas, bailes, quinceañeras, aprendes a andar en bici, en patines, aprendes a besar, a fumar, a esperar. Dividieron la cancha en dos, del lado izquierdo a los de primer año y los de segundo del otro lado; solo teníamos un profesor para ambos grupos. Ya tengo el uniforme, la prepa donde iban a inscribirme en un principio llevaba una falda y chalecos iguales, aquí lo voy a combinar con unas botitas Jeep y voy a subirle el dobladillo un poco a la falda, siento que aquí en el Rancho mi cuerpo no es el equivocado, como mi mamá a veces me lo hacía notar.

Recuerdo unas vacaciones de verano que pasamos con la familia de mi papá, fuimos a un balneario en Cuernavaca, yo tenía doce años, chingao no pusimos tu traje de baño, dijo mi mamá; yo recordaba perfectamente haber puesto uno de color rosa, un bikini de Hello Kitty que por alguna razón ella no me dejaba usar. Ven, vamos a tener que comprar otro, llegamos a la tienda y al parecer solo había trajes de dos piezas y de tallas mucho más grandes que la mía. Siempre fui muy delgada, no medía más allá de los 1.40, cualquier cosa se me vería enorme. Pues a ver cómo te quedan, no hay de otra, dijo con cierto hartazgo.

Me llevó a los vestidores, mis tías y primas también estaban ahí, ya todas con sus bikinis, mis primas mayores tendrían 15, las más pequeñas éramos las de 12. Todas salieron corriendo para ir a nadar, todas bonitas, repletas de seguridad, “qué bonitas se ven, ya todas unas señoritas”, decían sus madres y la mía.

–¿Qué pasó con tu hija Tere? ¿No trae traje o qué? – preguntó la tía Martha.

–Se me olvidó meterlo en la maleta, le compré este, pero a ver si le queda.

–Pues a ver pónselo, ya si no vemos qué hacemos.

Recuerdo que intenté cerrar la puerta para poder cambiarme y que mis tías no me vieran. Mi mamá de un golpe dejó la puerta abierta y me ordenó: quítate la ropa y cámbiate. Tres mujeres adultas observaron mi cuerpo desnudo, que al colocar el traje de baño solo obviaba sus pequeñas dimensiones. Las tres señalándome se carcajearon.

–¿Pues de dónde vas a llenar eso mija? – reía Martha sin dejar de señalarme.

–Perdónenla, salió con cuerpo de nadadora: “¡nada por aquí, nada por acá!” Jajajaja – reía mi madre mientras manipulaba mi cuerpo como el de una muñeca para evidenciar su afirmación.

–Mírale las chichitas, ya es para que tuviera algo por lo menos, no llena ni un corpiño – dijo otra de mis tías.

No sabía que algo estaba mal con mi cuerpo, ese día lo entendí, supe que mi cuerpo avergonzaba a mi madre… Una manita llegó a mi auxilio, Valeria mi prima me sacó de aquel vestidor del que salí desnuda porque el traje ya se me había caído. Me metió a un baño, se quitó el trajecito que llevaba puesto y me lo dio.

–Ten prima, ponte el mío, yo traigo otro.

–No Vale, no voy a llenar eso… – y me puse a llorar. Ella me abrazó y me ayudó a ponérmelo.

Mira qué bonita te ves, deja voy por el mío.

Salimos de la mano, pero la mirada de mi madre permeó más allá de mis veintes. Crecí con la sensación de que algo me hacía falta, rellenaba mi brasier con calcetines, cuando supe que existían brasieres con relleno, los compraba a escondidas y si mamá los descubría, los tiraba a la basura, sin articular palabra solo aquella mirada, entre el asco y la vergüenza que permanecen hasta el día de hoy.

Esta idea de tener un nuevo inicio no está funcionando, cuando el maestro me presentó frente al grupo como “la nueva”, una voz al final de la galera gritó “ni tan nueva”, entre risas se detuvieron a observar el largo de mi falda. Entre todas las miradas, reconocí una, la de María. Fuimos a los mismos cursos de verano juntas cuando éramos niñas y tal como había sido en el pasado, no existía empatía entre nosotras. María también me reconoció, lo supe por su sonrisa torcida. Ella era bonita, pero de esas bonitas que te caen mal. Otra mirada conocida, Dante, mi amigo de la infancia, cuando reparó en mi presencia se cambió de lugar para ponerse detrás de mí.

–¿Güey qué haces aquí? ¿Te vas a quedar? – me pregunta emocionado.

–Unos meses yo creo, pero está chido ¿no?

–Muy chido.

Pasó un mes y no tengo otro amigo más que Dante que me sigue como perrito faldero.

–¿Por qué nadie quiere hablar conmigo?

–Porque eres diferente y aquí a la gente le espanta eso, a mí me gusta que seas diferente.

–Estaría padre tener una amiga por lo menos.

–Esas viejas no quieren ser tus amigas, para ellas eres competencia, el peligro de que sus vatos se fijen en ti y las dejen, y ya no les hables a los cabrones tampoco, si les hablas van a pensar que te gustan…

–Guacala.

–Entonces ya deja de insistir machi.

Un día mi papá llegó de visita en una Jeep Cherokee blanca, me dijo que era para que me enseñara a manejar, pasó unos días con nosotros y se fue.

Hoy es lunes y quiero llegar en la camioneta, el fin de semana estuve practicando y por lo menos sé llegar a la galera. Las del salón salieron a verme.

–¿Es tuya? – pregunta María.

–Sí… – y ya no sé qué más decir.

–Casi todas vivimos lejos, no como tú ¿para qué la traes? – sé que todas ellas vienen de comunidades diferentes y que para llegar a la escuela tienen que caminar poco más de una hora.

–Las puedo llevar a su casa de regreso si quieren – se me ocurrió como un recurso desesperado, ya no quiero estar sola.

–Mira que atenta, suena bien.

Me agregaron a su grupo casi con la condición de fungir como chofer. Cuando se juntan para platicar e intento ser parte de la conversación, no duro mucho, todas hablan de lo que harán de comer, de lavar la ropa de sus hermanos, de atender a su papá y a las visitas, de sus novios y los permisos o mentiras que tienen que figurar para verlos un ratito y si se puede, darse una escapada. Todas teníamos 15 y no me considero tan “productiva”, creo que tal vez hay algo mal conmigo, si soy un poco más como ellas no me sentiría tan sola.

–Le gustas a Dante – dijo una de ellas, las demás sorprendidas me miraron.

–Ah, no creo, somos amigos desde niños, cuando venía de vacaciones jugábamos. A él le gusta María.

–Le gustaba, hasta que tú llegaste – dijo María molesta sin mirarme

–¿Gustarle? Puede ser.

–Me dijeron que te gusto.

–Eso lo sabes desde hace mucho.

–No sabía, jajaja qué chido.

Nos hicimos novios, un tema más de conversación con las muchachas, que si los besos, que si las caricias, ellas ya tenían sexo con sus novios, si una no sede, se van con otra, para que estés atenta, me explicó María alguna vez. Lo que no sabía y nadie me explicó fue que los novios podían lastimarte y que en el Rancho las cachetadas, los golpes, los jalones de cabello, eran normales.

Mamá seguía siendo feliz, tenía a sus padres con ella después de tantos años y a sus hijos creciendo en un ambiente que consideraba “más saludable que el da la ciudad”. Cuando supo que tenía un novio, no le gustó mucho de quien se trataba, pero yo le hice ver que todo estaba bien y que no era nada serio.  

Una tarde Dante me dijo que había encontrado un conejo en la cocina de la secundaria y que si lo ayudaba a sacarlo porque era muy pequeñito y se podía lastimar, ya habían cerrado las instalaciones. Me tomó de la mano y nos escabullimos, una parte de mí sabía que probablemente no era nada, que solo quería besarme, acariciarme. Entré y cerró la puerta de la cocina, le dije que no había nada y él se rio. Nos besamos como los adolescentes se besan y se tocan, hasta que llegó un punto en el que las caricias eran toscas y comenzó a quitarme la ropa, le dije que no…

No recuerdo cuántas veces grité que no, porque era todo lo que alcanzaba a decir durante esos minutos. Él era mucho más alto y tenía más fuerza, le supliqué llorando que no quería y él dijo con toda tranquilidad “que ya era tiempo, que ya estaba bueno de que yo solo estuviera calentándole los huevos” me dio dos golpes en la cara y uno en el estómago. Me doblé de rodillas y fue ahí cuando por primera vez sentí lo que era el dolor, todas las enfermedades, todos los golpes de mi infancia, no podían compararse con el de aquel día. Y yo suplicaba “no, no por favor, no, no, no…” Terminó, me abrazó, abrió la puerta de la cocina para asomarse, al no ver a nadie me ordenó que me saliera. Como pude me paré, subí mi ropa interior y de mis piernas un hilito de sangre delator se escurría. Me llevó al baño, todo con un trato indiferente, ya su mirada no era curiosa, me miraba con asco. “Lávate ahí” me ordenó y salió del baño, no quise mirarme en el espejo, no quería ver lo que había hecho conmigo, no quería ver reflejada mi culpa, la culpa, aquella culpa que no tenía y que aun así la hice mía. Cuando salí del cubículo, ahí estaba María, me observó y noté que su primer impulso fue el de ayudarme, pero algo la detuvo, cambió el semblante, y me llamó zorra.

Dante me llevó de la mano hasta la puerta de mi casa: “No le digas a nadie, no quise lastimarte, me gustas mucho y pues se me pasó la mano, pero solo es porque me gustas mucho, no quería quedarme con las ganas, perdóname ¿sí?”

Llegué a bañarme. Nadie notó nada.

No he ido a la escuela en dos días alegando que me siento mal, mi mamá me dijo que ya estuvo bueno de huevonadas y que mañana ya tengo que ir para ponerme al corriente. Llego a la escuela y en el receso salgo a comerme un sándwich.

–¿Por qué ya no me hablas?

–Ya no quiero ser tu novia.

–¿Por lo que pasó la otra vez? – suelta uno de esos gritos agudos que lo caracterizan del resto. –Pero si era lo que querías, o ¿por qué te pones la falda tan cortita? Eso es lo que te gusta y

ahora me quieres tachar de culero, total, pinche vieja plana sin chichis, sin chiste – esto último lo dijo intentando agarrarme los senos, lo empujo, él ríe y grita – Pinche puta.

Han pasado casi seis meses, he sobrevivido al medio y constante acoso de Dante. Me siento enferma de soledad, sigo siendo el chofer de las muchachas, pero lo hago para no volverme más loca, para llenarme de sus historias y vaciar las mías en silencio. Una de ellas me dice que Nabor, el bibliotecario, está buscando quien le ayude por las tardes, que hay estudiantes que necesitan ayuda para sus exámenes y no se da abasto. Me presento por la tarde con Nabor y le explico que puedo serle de ayuda. El acepta.

Ha pasado una semana y me siento tranquila, aquí es un lugar seguro. A mi mamá le da gusto que haga algo con mi tiempo, que no solo esté flotando por la vida, como ella dice. No he querido decirle que ha sido un reto pasar desapercibida, que me siento acechada, que soy una presa.

–¡Qué onda Nabito!

–¡Qué milagro! ¿Qué te trae por aquí? Estos no son tus rumbos.

Es Dante. Agarro mis cosas y las guardo en la mochila. Tengo que salir de aquí. Se acerca a Nabor y veo que le da un billete de 50, “Aquí te cuido Nabo”, el bibliotecario me dirige una mirada lastimera y burlona antes de irse y cerrar con llave.

–Ayuda.

–Tuve que ir por un mandado, pero te quedaste en buena compañía.

Lo miro sin saber qué contestar, tomo mi mochila y salgo sin decir nada, llena de vergüenza.

Decido tomar el camino largo para llegar a la casa, hago un hoyito en la tierra y pongo mis calzones ahí. Ya en casa, voy al baño, quito los rastros de sangre, no me baño, me llaman para cenar.

Entro a la cocina, mi madre me mira y nos quedamos en el silencio de quien lo sabe todo, pero teme escucharlo en voz alta, aún así pregunta:

–¿Qué tienes?

–Nada, sueño.

–¿Te hizo algo verdad?

–¿Quién mamá?

–El pendejito que escogiste por novio.

–No es mi novio ya.

–Pues por la cara que traes seguro algo te hizo, pero bueno eso te pasa por andar eligiendo ese tipo de hombres. Cuando un hombre de esos te hace algo es tú responsabilidad porque tú lo escogiste, así que ya quita esa cara porque pones de malas de solo verte.

No dije nada. (Nota para mi madre: … chingada madre)

Vivir en el Rancho es sobrevivir. El lugar está hecho para que todos los días transcurran igual, ahora entiendo a las muchachitas que se escapaban en los bailes, más que por amor lo hacían por calientes, como las juzgan las señoras, yo creo que tienen hambre de mundo, de que las saquen de aquí cómo fuera y quién fuera, pero lejos, muy lejos de aquí. Los bailes se hacen una vez al mes, toca el grupo de moda: Selva Negra, Hugo Ruiz o Nelson Kanzela y la mecánica es la misma siempre: el grupo llega, se asigna a un conjunto de madres de familia de alguno de los niveles escolares para que hagan la vendimia de antojitos, las parejas bailan, se pelean, puede que hieran o maten a alguien, todos aprovechan la ocasión para embriagarse, arrimarse a la comadre, fajar entre los callejones y al día siguiente una pareja de enamorados huye.

Mi papá llegó y esta vez no es solo de visita, dice que ya tiene un hogar para nosotros.

Voy a la escuela para pedir mis papeles y necesito que todos sepan que a diferencia de ellos, solo estoy de paso y que ellas en específico están atrapadas entre sus escobas, trapeadores, ollas sucias e hijos no deseados. Me siento poderosa, por primera vez desde que llegué los miro como lo que son: nada. Puedo ver en sus miradas lo mucho que desean irse también, María tiene los ojos cristalinos y Dante me mira con angustia. Salí de la asquerosa galera.

–¿A poco si te vas? – reconozco su voz, me siento en una de las piedras del patio para acomodar los papeles en un folder.

–Si, ya vino mi papá por mí.

–Te voy a extrañar.

Me pongo de pie y antes de llegar al portón de la galera, me alcanza.

–Tengo unos tenis tuyos en mi casa, ¿te acuerdas que una vez que fuiste a ver una película se te llenaron de lodo y te presté unas chanclas? Pues bueno ahí siguen tus tenis ¿No los quieres de vuelta?

El cabrón me pregunta que si quiero los tenis de vuelta ¿tan pendeja cree que soy? Compara mi inteligencia con la de todas las mujeres que le rodean.

–Son los que te regaló tu papá, yo creo que se va a enojar si no te los ve puestos.

¿Sabes qué hijo de tu puta madre? Sí quiero.

–¡Ah, tienes razón!

–Te los doy de una vez.

–Ándale pues, te veo afuera de tu casa, solo dejo los papeles y llego.

Dante sale corriendo con esa sonrisa estúpida que la vida y las mujeres le hemos puesto en la cara. Paso a casa, dejo los papeles, tomo las llaves de la camioneta, ¿a dónde? Pregunta papá, no me tardo, le contesto, antes de que me cuestione de nuevo, la enciendo y me voy. Él sale sin mis tenis, pregunto por ellos, están acá pásale. Abro la guantera, bajo de la camioneta, camino hacia el umbral de la puerta, lo miro buscando debajo de la cama, saca una caja y sí, ahí están mis tenis. Se levanta y me ofrece la caja. Ponla en la mesa, me mira extrañado, ¿a poco te ibas a ir sin despedir? Pregunta. No, le respondo. Me mira cómo me ha mirado las veces anteriores, con hambre, con celo, es repulsivo ver como su erección crece y como se golpea la entrepierna mientras saca la lengua para saborearse. No repara en mi cadera, en la que reposa la pistola que guarda mi papá en la guantera. Le apunto, se paraliza ¿Qué haces pendeja?, disparo a sus pies, ¡pinche puta!, grita, disparo en los genitales, se retuerce y brama, saliva y sangra. Lo contemplo, así como cuando él me miraba también retorciéndome y bramando, llena de saliva y sangre.

Regreso a la camioneta, la gente sale de sus casas. María es vecina, ella escuchó todo, por primera vez me ve con miedo, ¿quién fue? Preguntan. María guarda silencio.

Perdigones, pienso, con los perdigones no podrías lastimar a nadie más.

No aprendí a andar en bici, pero los tiros de año nuevo me enseñaron a castrar cerdos.

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