Poesía cubana: Giselle Lucía Navarro

Leemos poemas de Giselle Lucía Navarro (Cuba, 1995). Poeta, escritora y artista visual. Licenciada en Diseño Industrial por el Instituto Superior de Diseño de la Universidad de La Habana. Ha obtenido diversos premios, en los géneros de poesía, narrativa, literatura para jóvenes y ensayo

 

Giselle Lucía Navarro (Cuba, 1995).​​ Poeta, escritora​​ y artista​​ visual. Licenciada en Diseño Industrial por el Instituto Superior de Diseño de​​ la Universidad de La Habana. Ha obtenido diversos premios, en los géneros de poesía, narrativa, literatura para​​ jóvenes y ensayo, entre los que destacan Pinos Nuevos, Edad de Oro, Calendario y el David que otorga la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Ha publicado​​ Contrapeso​​ (Colección Sur, 2019),​​ El circo de los asombros​​ y​​ ¿Qué nombre tiene tu casa?​​ (ambos por Gente Nueva, 2019),​​ Criogenia​​ (Ensemble, Italia, bilingüe, 2021),​​ La Comarca Silvestre​​ (Loynaz, 2021),​​ La Habana me pide una misa​​ (Extramuros, 2022).​​ Su obra se ha traducido al italiano, inglés, francés, turco,​​ portugués,​​ alemán, griego,​​ serbio​​ y tamil.​​ Como artista visual ha participado en diversas exposiciones colectivas, entre ellas​​ Disonancias​​ (14 Bienal de La Habana) y una de sus obras fue mención del Premio Post-it de Arte Cubano Contemporáneo en 2022.​​ Codirige el proyecto Poetas en Paralelo, con el apoyo del Instituto Cervantes y la Casa de la Poesía de Milán.​​ Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.​​ 

 

 

 

 

MANOS DE POETA

 

Todos los días un anónimo me incendia las manos,

cartas manchadas de poco valor.​​ 

Para un poeta son peligrosas las palabras falsas,

las amistades falsas,

las guerras falsas,​​ 

las vidas falsas.

Un poeta necesita inscribirse un dolor o un amor​​ 

si no tiene uno propio,

pero el dolor del poeta debe ser siempre real.

Las palabras del poeta​​ 

deben estar manchadas de valor.

Las palabras del poeta​​ 

no pueden ser incendios anónimos.

 

Todos los días un signo incendia mi mano.

Dicen que van a crucificarme.

Dicen que voy a ser la cabeza superior​​ 

de todas las cabezas.

Contemplo mis manos:

no tienen sangre

ni tierra

ni cicatrices,

ninguna de esas cosas que marcan valor.

 

Todos los días una palabra me pesa.

Un incendio se me acomoda en el estómago.

Siguen sin construirme la cruz o la corona.

El país es un estómago​​ 

que pesa sobre nuestras cabezas,

y seguimos sin saber

si los hombres que acaban de llegar​​ 

serán nuestros héroes​​ 

o nuestros futuros asesinos.

 

 

 

VIENDO ARDER LAS CABEZAS

 

Los hombres de nuestra tierra,

soportan sobre sí piedras deformes,

hambre de asfalto

y papel pulido por el tiempo.

 

Los hombres de nuestra tierra​​ 

se niegan a la costumbre de dormir​​ 

con las patas boca arriba​​ 

encima de la hierba mutilada.

La calle coagula una belleza etílica.

En julio el útero de mi madre​​ 

abrió para mí el mundo

y mis pulmones aprendieron a madurar la filtración.

Los niños de nuestra tierra​​ 

deberían tener pulmones como los míos.

 

Era julio, la mujer sostenía un mazo​​ 

para machacar ajos

mientras el niño​​ 

agitaba chivichanas en la orilla

con el gesto de las curvas genuinas

y el viejo contemplaba faldas.

Era tan verde la cabeza

tan verde el pensamiento

que cerrar los ojos​​ 

traía un pasaporte inesperado.

 

Los hombres de nuestra tierra están malditos,

siguen gritando en la calle,

alcohol y bergamota,

realidades anochechidas

en la mano del obrero​​ 

que aparta la espátula para marcar.

Imagino que han aprendido a envejecer​​ 

de un modo único

al margen de la realidad posible.

Viendo arder la piel del otro​​ 

descubro mi propia piel.

 

Sigue lloviendo.

Palabras incineradas

sobre cabezas incineradas.

La edad de la ceniza​​ 

sobre la memoria

que no sabe crecer

que no sabe obedecer

que no se educa.

La generación de la ceniza

no es una multitud silenciada

sino una multitud aprendiendo a hablar.

Hágase la palabra en el interior del fuego.

 

Nadie quiere​​ 

que sus hijos sean incendiarios.

Nadie quiere​​ 

que sus hijos sean incendiados.

Mejor el verde.

El diablo del futuro debe ser verde,

así nuestros pecados

estarán obligados a reciclarse​​ 

y abonarán la tierra de un modo útil.

 

Sigue lloviendo rojo

y mi cabeza apesta a árbol en extinción.

La mujer tritura el ajo con las manos.

El niño regresa sin las ruedas.

El viejo cierra otra vez los ojos,​​ 

con más fuerza,​​ 

y el prisionero se masturba en su celda

del mismo modo que Dios

le enseñó a crear fuego con las manos.

El país del ciego

es siempre más hermoso

que aquel que ven nuestros ojos.

 

 

 

VÓRTICE

 

Las mujeres musulmanas aprendieron a cubrir su cabeza.

Solo los ojos podían exponerse al desastre de las calles.

Sus ojos, única brecha posible​​ 

entre el blindaje de la carne y el hiyab.

 

La tela es la circunstancia de estar muda.

Pareciese que el silencio es una marca del miedo.

Una mujer que calla no es una mujer que acepta,

sino una mujer que piensa.

A las mujeres, como a los hombres

se les debe indagar siempre a través de los ojos.

 

Las musulmanas​​ 

saben cómo cuidar la nitidez del kohl

alrededor del iris.

El acto de purificación

va en los colores y palabras duras.

En las madrugadas sus cabezas se encendían.

A veces fue necesario

evacuar los pensamientos

para llegar a equilibrar el sueño,

estampar desasosiegos

y disfrazar los versos en masnaví.

 

La verdad es sagrada,

por eso debe ser cubierta con metáfora.

No conviene que el cerebro inoculado la trastoque.

Los papeles deben ser cubiertos del esposo.

La cabeza es un órgano valioso

que debe ser protegido del hambre y los disparos.

Una mujer sabia es más peligrosa

que un arma en las manos de un loco.

 

 

 

YO NO TENGO LAS MANOS DE LENA BÁLCRICH

 

Yo no tengo las manos de Lena Bálcrich

pero aprendí a sostener la pólvora​​ 

entre los dedos con el tiempo.

Vi a tantos jóvenes de mi generación perforarse,

embalsamados en el dolor de madurar rebeldías​​ 

y edificar elitismos

a golpe de sequedad y otros demonios adquiridos.

Vi tantas cosas que ya todo me parece nuevo.

La novedad es un cerebro-esponja​​ 

dentro de un cuerpo joven,

reflejando de formas diversas

aquello que ya existe.

 

Sigo contemplando mis manos.

Percibo que a muchos poetas de mi generación​​ 

solo le importan sus manos.​​ 

Manos para trenzar la víspera a golpe de escalpelo.

Manos para masturbar al futuro​​ 

y alimentar al pulmón con nicotina.

Manos para sostener los órganos habituales.

El desmembramiento del esquema​​ 

convertido en el esquema de una nueva generación.

Quizás mi diferencia​​ 

es que no solo me importan mis manos

y por mucho que las contemple

sus líneas vuelven a pulsar.

El índice y el debo del medio:

silogismos inútiles​​ 

del placer de llamar las cosas por su nombre.​​ 

 

Yo no tengo las manos de Lena Bálcrich,

pero pude sostener la suyas​​ 

el día que nos conocimos.

Era una muchacha parecida a las muchachas felices,

sin el esquema de las generaciones.

Podría tener mil años o un cuarto de siglo.

A nadie le importa​​ 

las formas que el tiempo encuentre para instalar conciencia.

Si el cerebro es espina,​​ 

deberá aprender a envejecer.

Si el cerebro es coágulo,

deberá aprender a destruirse.

Si el cerebro es arcilla,​​ 

irá rejuveneciendo mientras crece.

 

Todavía existe la silla de madera donde se balanceaba

en las horas que no volverán,

la misma silla donde se sentarán mis hijos

a preguntarme por la muchacha sonriente,

y tendré que sonreír también​​ 

para que nadie me vea llorar.

 

Lena Bálcrich,​​ 

la madre de mi tatarabuela alemana,

tenía 23 años cuando le cortaron las manos,

en el último vagón del tren donde huía,

mientras abría un libro que le enviaban de regalo.

Ellos querían madurar el terror

para que nunca volviese a escribir,

pero las muchachas felices no contemplan esquemas,

apenas pueden reconocer una certeza.

Las muchachas felices​​ 

no necesitan cortes, durezas, cigarrillos,

no necesitan madurar​​ 

en la punta de una élite rasurada​​ 

por convicción política​​ 

y destinada al culto intermitente.

 

Los poetas naturales​​ 

no necesitan manos ni lenguas ni ojos​​ 

ni afeitar sentimientos mientras crecen.

Tienen espinas, coágulos y arcilla al centro del cráneo,

pero no llaman nunca a las cosas por su nombre

ni estimulan el futuro con el dedo del medio

ni abren las ventanas al filo del desmembramiento,

ni le importan demasiado esas cosas necesarias

como las manos propias.

 

Yo no tengo las manos de Lena Bálcrich.

No tengo nacionalidad alemana.

No viajo en trenes. ​​ 

Ni huyo de ningún lugar.

Aunque mis manos ya no me pertenecen,​​ 

siguen ocupando su sitio

con cierta resistencia al dolor,

pero como parezco una muchacha feliz

debo tener cuidado.

 

 

 

COAGULAR

Otro canto nos brota en la garganta

Desplegamos las banderas rojas

Manchadas con la sangre de los justos

JACQUES ROUMAIN

 

Para Tumbá.

 

Se censura el bermellón de lo disperso​​ 

y mi espalda

es el papel que se escalda en medio de la oración.

Vuelvo a doblar el horcón de tu ley con mi rodilla.

Soy el cuerpo que se astilla al centro de tanto fuego,

la veta negra,​​ 

el trasiego de abulia hasta la semilla.

 

Me quemarán por mi boca.

Es hereje mi palabra

y aunque no quiera relabra

la textura de esta roca

que en sus cerebros trastoca la razón sobre la arena.

No cultivaré la obscena gratitud​​ 

del que presume la duda​​ 

como perfume de sabiduría en vena.

 

Vengo a cultivar lo negro en medio de tantas cruces.

En lo negro hay también luces que pocas veces reintegro.

Nuestra verdad es lo negro.

Hay un cuerpo que se quema en busca de un falso lema.

La esclavitud no es azote sobre la piel

sino el brote de una razón que se crema.

La esclavitud es pared que te ennegrece el pulmón,

la falta de convicción sobre el destino y su red.

Esclavitud, la merced de tu cerebro en un plato,

ajustado al desacato de oxidada dentadura.

Esclavitud, la fisura que nos contempla,​​ 

el ingrato límite que porta el miedo

sobre el cuerpo que no accede a endurecerse.​​ 

Me agrede la culpa entre tanto enredo.

Sobrevivo cuando accedo a cristalizar mi vista.

Palpo una falsa conquista entre el tiempo y mi ademán.

La historia parece un pan,

un trozo que nos alista a deglutir cada clavo.

No es rebelde quien sostiene.

No es culpable quien se abtiene.

Mientras más duele, más cavo,

pero el destino es esclavo de la palabra.​​ 

Se quiebra el vaso​​ 

sobre la hebra del barracón y la soga.

Mi cuello negro dialoga con la asfixia,​​ 

nos celebra

la incapacidad del mundo para tambalear su esquema.

Celebra lo que se quema entre el golpe​​ 

y el segundo de respiración.​​ 

Transfundo mi energía hacia las moscas.

Mi raza lleva las toscas herencias del desarraigo.

Mi país es lo que traigo rasurado,​​ 

eso que enroscas con el temblor de mi sien.

El látigo no calcina mi lengua contra su espina.

La construcción del jején sobre el rostro​​ 

es el retén de mi memoria silvestre.

Hay un mapa en el alpestre del río.​​ 

Mientras conducen mi cabeza​​ 

me seducen los peces de Dios.​​ 

 

Adiestre,​​ oloku mi, su cabeza

para que nada la pode

para que solo incomode con injertos de belleza,

pero espere a quien despieza

con salmuera​​ 

y otros cantos necesarios,​​ 

tras los llantos de la estirpe sobre el cuero.

Cuando esté listo el acero

volverán a arder los santos.

 

 

 

 

Esta muestra es una colaboración bajo la curaduría de Karel Leyva Ferrer  ​​ ​​​​ 

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