Esquemas para construir una ventana, nuevo libro de José Antonio Banda

José Antonio Banda (Coatzacoalcos, 1982) ha publicado recientemente Esquemas para construir una ventana (Ediciones La Rana, 2023), libro catalogado como novela pero que, dada su naturaleza anfibia, híbrida, fronteriza, puede ser vista también como un conjunto de fragmentos líricos. Leemos aquí un par de textos del libro. Banda vive en Irapuato y ha recibido el Premio Nacional de Poesía Bartolomé Delgado de León 2014 y el Premio Ramón Figuerola en 2016.

 

 

 

 

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… un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas

Piedad Bonnett

 

 

En la galería de mi teléfono, Google Fotos me muestra imágenes capturadas hace tres años. Sara y yo sonreímos frente a la cámara. Ella usa el vestido verde que le queda de maravilla. Yo traigo lentes negros, pantalón azul y camiseta gris. Detrás nuestro, sobre el pórtico de la casa, pareciera que mi mascota también mira hacia la cámara.

Esa tarde de abril celebramos una pequeña comida familiar en el jardín. Vino tinto, carne, quesadillas y helado de fresa fueron la delicia. Cuando los demás decidieron entrar a la casa, ahítos de los manjares, Sara y yo permanecimos afuera, tomándonos fotos con alegría. Días atrás habíamos sembrados unas plantas de jitomate, que dos o tres meses después se secarían, anunciando quizá lo que sobrevendría luego de esa tarde para nosotros. El destino posee formas extrañas de anunciar sus intenciones.

Hoy siento la nostalgia de aquellos días, cuando comíamos a la sombra de los árboles del jardín familiar, despreocupados, pensando sólo en el presente. El pasado ya no importaba en nuestras miradas. El futuro era sólo un pensamiento sin rostro. Toda imagen trágica se había alejado de nosotros. La vida transcurría ahí, en el jardín, mirándonos de frente, reflejándose en nuestras sonrisas, en los ojos soñolientos de mi mascota que descansaba sobre el pórtico de la casa.

Reviso las demás fotografías en mi teléfono. En unas aparecen dos vasos de cristal, iluminados por una tarde de agua tónica y ginebra. En otras, mi padre usa una resortera. Estira con suavidad el elástico, lo estira hasta colocar el brazo derecho a manera de escuadra. Como un niño le dispara proyectiles a las palomas que se acurrucan en el tejado.

El futuro no puede conocerse con antelación. Nadie puede anticipar los acontecimientos venideros. Pero alguien no dudaría en decir que todo el ambiente descrito en nuestras fotos anunciaba tormenta, que en esas imágenes de abril se vislumbra el final de una época, que la alegría de ese momento era sólo un tránsito, una suspensión de los hechos dolorosos que pronto bajarían a nuestro jardín durante los próximos años.​​ 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Mi único augurio fue la adivinación racional del futuro

Ovidio.​​ Tristes.​​ I, 9

 

 

Casi desde el inicio de la pandemia, por la aparición mundial del virus SARS-CoV-2, caí en una especie de sitio poblado por el miedo y la alegría. ¿Qué pasaría en el mundo? ¿Al fin tendría la oportunidad de recomenzar de nuevo todo? Por otro lado, no entendía bien las fases epidemiológicas de las que se habló tanto en los medios al inicio de la crisis. Ante el estrés, a veces no comprendo del todo el lenguaje burocrático. Además, en la televisión y en el radio sólo se transmitían chismes, rumores, noticias vagas y prejuicios ideológicos disfrazados de críticas sesudas. El problema sólo sucedía en China. Allá, en el espacio imaginario, aún a inicios del confinamiento, es donde ocurrían los hechos más aterradores desde la gripe española. Allá, en ese espacio mágico, difuso en sus fronteras racionales, distante de nosotros, no proliferaban los tesoros de Golconda —como escribió con dulzura Rubén Darío—, sino una jauría digna del final de los tiempos. Se habían desatado los demonios en la lejana China, en el Oriente exótico. Pero acá, en México, en donde los gobiernos municipales desoían las advertencias y planeaban ferias comerciales y festivales de música, nos hallábamos en territorio sacro y seguro. Por supuesto, esa seguridad era falsa y denigrantes los calificativos hacia la comunidad asiática por parte de algunos comunicadores. Todos los niveles de gobierno no tenían el mínimo pudor en mentirnos. Ya en 1664, según Daniel Defoe, en su​​ Diario del año de la peste, los poderosos acostumbraban a emitir noticias falsas, a pesar de contar, por aquel entonces, con informes precisos de lo que ocurría en Europa y celebrar reuniones secretas para evitar la propagación de la enfermedad por las islas británicas. Ante lo inminente siempre insistimos en mentirnos.

También, antes de iniciarse la emergencia sanitaria, yo sufría —mejor dicho, todavía sufro— de precariedad laboral. Con dos, o en ocasiones, tres empleos distintos como profesor y, en poquísimas ocasiones, como corrector​​ de estilo o consultor, mi salario apenas alcanza a cubrir las cuentas por pagar a fin de mes. Ahorrar, es justo decirlo, antes y después de la emergencia sanitaria, es un sueño posible sólo en las primeras semanas de diciembre, cuando las prestaciones laborales se apretujan en uno de mis recibos de nómina. En muchos casos, además, antes del periodo pandémico, yo andaba a la caza de una hora libre de pendientes, o de plano, como suele decirse, le robaba “tiempo al tiempo” —como si me fuera posible usurpar la identidad de Marty McFly y subirme sin restricciones a un hipotético DeLorean— para cuidar de mí.

Así, durante la primera semana oficial de pandemia, me lancé en picada hacia mis actividades más gozosas, a olvidar por fin mis privaciones horarias para cumplir placeres siempre pospuestos por una razón u otra: correr por las mañanas, leer, escribir sin apuros, oír música, tomar café con Sara, mi pareja desde hace años. La pandemia abrió un espacio propicio para reflexionar en la soledad de mi cuarto como un émulo tardío del pintor y escritor Xavier de Maistre. No niego que me sentí feliz por la llegada del virus a México. La pausa tan anhelada por años ya no pertenecía al futuro, sino que era presente, un regalo del tiempo. Ya no tenía que despertarme tempranísimo con el usual agotamiento físico de las mañanas; ducharme con agua helada y preparar a la carrera un frágil desayuno que engullía en cuestión de minutos. Ya no tenía que salir a toda prisa hacia uno de mis lugares de trabajo y enfrentarme a la rudeza del tráfico, a los accidentes viales, al frío, a las miradas largas de los estudiantes que no desean apoltronarse en aulas heladas a esas primeras horas del día. Ahora comprendo la naturaleza de esas alegrías quizá escandalosas: había llegado a un punto vital en donde el estrés me estaba ahogando.

Al inicio de la pandemia nunca me detuve a pensar cuánto duraría la situación, si sería posible volver a la normalidad, qué pasaría con la economía, o cómo sería la dinámica de la educación en línea y muchas otras cuestiones.​​ Yo estaba feliz. Todos los días corría por las avenidas de la ciudad que de un día para otro se quedaron paralizadas, libres de los molestos conductores que gritan idioteces o te echan el auto encima. Al principio corría unos treinta minutos a ritmo de trote. Después aumenté el tamaño de mis zancadas y la velocidad de mis pasos hasta alcanzar las casi dos horas de entrenamiento. Aprendí a saltar la cuerda y me compré un reloj inteligente para monitorizar el gasto calórico de mis rutinas. Leí varios libros de poesía y otros tantos de cuento y ensayo durante la semana santa más larga de la historia. Junto a Sara conocí los viveros de la región, en donde compramos rosales, fresas, anturios y margaritas; arreglé el jardín de mis padres, removiendo la tierra y arrancando la mala yerba que lo estaba consumiendo; recuperé el césped de la casa paterna, repoblándolo con nuevas raíces; sembré un aguacate, un par de enredaderas y un mamey. De nuevo me pensé en ese espacio familiar donde pasé gran parte de mi infancia, de nuevo lo pensé mío.

 

 

 

 

 

 

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José Antonio Banda (Coatzacoalcos, 1982). Premio Nacional de Poesía Bartolomé Delgado de León 2014 y Premio Ramón Figuerola 2016. Becario del PECDA en el 2013. Autor de​​ Cuaderno en ruinas​​ (Plataforma, 2011),​​ Teoría de la desolación​​ (Azafrán y Cinabrio, 2012),​​ El Pozo abierto​​ (Cartonera La Cecilia, 2014; Quemar Las Naves, 2016), y​​ Río interior​​ (Ediciones Atrasalante / ISC, 2016). Aparece en​​ El fragor de otras voces. Diez poetas jóvenes guanajuatenses​​ (UNAM, 2018) y en​​ Las avenidas del cielo. Muestrario poético de Aguascalientes y Guanajuato​​ (UAA/UG, 2018). Asimismo, aparece con un trabajo crítico en el libro​​ Erradumbre​​ (Mantis, 2021), como ganador en el Certamen de Ensayo Luis Alberto Arellano, convocado por Mantis Editores, con motivo del XXV aniversario de la​​ editorial​​ jalisciense.

 

 

 

 

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