Alejandra Echeverri (Tuluá, Colombia). Autora del libro La niña que nunca ocupó un columpio, publicado por la Universidad Central del Valle (UCEVA) en la colección Canta Rana, poemario que fue reeditado y publicado por la editorial española Turpin Editores en la colección Palabra de Johnnie Walker, también publicó la Plaquette autodiagramada Los retornos de la carne.
***
Las muertes
…cuando alguien se nos muere,
no hay un lugar vacío”.
Olga Orozco.
A Joel Arturo Echeverri.
Cuando alguien se nos muere,
puede bajar un pájaro y atravesarnos con su pico.
Cuando alguien se nos muere,
Dios habla muy bajo, tan bajo que no se escucha.
Cuando alguien se nos muere,
suena un estruendo que nos hace eco
en donde se aloja el alma.
Cuando alguien se nos muere,
el sol parece incendiarnos más fuerte.
Cuando alguien se nos muere,
caen cenizas en nuestras casas.
Cuando alguien se nos muere,
son los lamentos las canciones de cuna.
Cuando alguien se nos muere,
el rostro de niño huérfano se nos encarna.
Cuando alguien se nos muere,
la lucha parece perderse.
Cuando alguien se nos muere,
podemos ser todos los muertos del mundo.
Cuando alguien se nos muere,
llevamos piedras en el estómago.
Cuando alguien se nos muere,
hay un código encriptado que funciona como poema.
La niña que nunca ocupó un columpio
Qué dolores,
qué tristezas estoy engendrando.
Silvia Plath
Nadie sabe qué es ver a los amigos
jugar bajo la sombra de la muerte,
jugar con una ruleta que decide
bajo la mordaz discordia
qué es la vida.
Ana,
despierta,
eres solo una niña
y ya tienes la marca de la derrota
en tu frente de huérfana,
en tu frente de dolor,
porque fuiste hija de la madre
que nunca fue madre
y del padre que se quedó
sin esperma para ser tu padre.
Ana,
fuiste la mayor,
fuiste la primera,
y a todos nos dio miedo seguirte
en tu eterna pesadumbre,
y todos fuimos ajenos
a tu esperanza absoluta.
Ana,
fuiste la única,
pero nadie te siguió.
Ana,
fuimos los cobardes
los que te despedimos.
Tengo una herida en mi rostro, es mi madre
Antes,
cuando tenía quince o algo menos,
me miraba al espejo
y encontraba los rasgos de nadie.
Era la hija de la mujer sin rostro
o quizás de la mujer sin nombre.
Hoy que mis ojos pesan un poco más,
que mis grietas
son mucho más largas y peligrosas,
me veo de frente, espejo-persona,
y me doy cuenta de que mi madre
se ha reposado en mí.
No solo tengo sus cabellos tristes,
también su boca llena de dolor,
de palabras a las tres de la mañana
y de humo fácil de odiar.
Hoy tengo todas sus mentiras en mi boca,
toda su música en mis oídos,
todos sus sueños en mi pecho.
Comprendí que mi madre pudo ser yo
o quizás el reflejo de su espejo clavado
en mi propio rostro.