Enna Osorio Montejo estudió la Licenciatura en Humanidades en la Universidad de las Américas, Puebla. Egresada del diplomado en Escritura Creativa con la Universidad Veracruzana y NOX Escuela de Escritura Creativa. Sus textos aparecen en revistas y suplementos culturales de México y Latinoamérica, y en varias antologías, como: Desde el fondo de la tierra, poetas jóvenes de Oaxaca (Praxis, 2012), Cartografía de la Literatura Oaxaqueña Actual II (Almadía, 2012), Asamblea de Cantera 25 años (Cantera Verde, 2014), XXXIV Selección Voces nuevas (Torremozas, 2021) y Escribir es lo desconocido (1450 Ediciones, 2022), entre otras. Fue becaria del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) en el Programa Jóvenes Creadores 2011-2012, en la disciplina de poesía. Beneficiaria de la Convocatoria CurArte es Guelaguetza con la propuesta Torceduras, bajo el Programa de Apoyo a las Instituciones Estatales de Cultura 2020. Autora ganadora en el XXXIV Concurso Voces Nuevas 2021, convocado por la editorial española Torremozas. Autora del libro La edad terrible (Universidad Autónoma de Sinaloa, 2024).
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Del libro La edad terrible (UAS, 2024)
La perla
Entre anzuelos y redes
llegué al primer año de mi vida;
el Casino Naval fue el arrecife
para el banquete,
los colores se vistieron en peces pequeños
y un molusco
dibujó en rocas las formas de mi fiesta.
Me regalaron
un pez payaso,
un pez globo,
un hipocampo.
Papá me dio un libro
con una gota de hiel al centro.
En el cofre
conservo una ostra.
Mi boca tiene la perla
que depura el habla.
Argumentos para mudar de piel
Acoger animales era asunto de mi hermano.
Su compañía, pensaba, lo llevaría por buen rumbo.
Adoptó un renacuajo con patas crecidas,
rabo fugaz,
y ojos;
ojos que mudan la piel cuando nos miran.
Una tarde de lluvia Maya
absorbió del todo su cola
y en un brincovuelo
estrelló sus deseos contra las piedras.
Carlos amparó lagartijas,
arañas con seis patas
y cuanto perro hambriento se encontraba.
Sería investigador de animales
y coleccionista de insectos, dijo.
Papá le propuso ser un hombre de negocios.
La molienda
Soy vela abandonada en el altar,
canica que rodó más lejos
para perderse entre la hierba,
palillo chino bajo la cómoda de ébano,
resignación de piedra.
Una tarde tuve que rescatar
el dedo índice de mi hermano
enredado en la cadena de un columpio;
lo hice desde el miedo porque con él
señalaría su mundo.
Soy vela que se extingue.
Mi nombre era mafia de mujeres que sabían del polvo
por la molienda de huesos para la porcelana.
En el juguetero las figuras de bone china
descansan.
Salí de la casa al olvido de las muñecas
tras cortarle la frente a mi hermano con unas tijeras
(se movió cuando quise emparejarle el flequillo).
Soy humo de una vela.
En este mundo
Si fuera Angela Rosengart sería hija de Siegfried Rosengart y una mujer transparente. Compartiría con mi padre la pasión del coleccionista de arte. El desenfrenado deseo de poseer y nunca sentir que se tiene suficiente. Con ojos de gato (no de vidrio y fuera de este mundo, sino dos gatos de verdad en la cara) lo acompañaría a todos sus viajes de recolección y descubrimiento: Matisse, Chagall, Léger, Paul Klee, Braque; Picasso compondría mi rostro en retratos. Ellos, los artistas, dirían que soy bella. Siegfried y yo haríamos de nuestra pasión un museo. Mas no soy su hija ni mi sombra es rosa; ni siquiera me llamo Ángela.
Mi padre es un hombre solar que vive con una mujer de humedad,
i n v a s i v a.
Yo, montaña con tolvanera por falda, testifico:
−No es posible el museo, pero sí una pasión:
l e v a n t a r m u r a ll a s.
Señales del desprendimiento por heridas medulares
I
Trazo una línea de agua en la gaveta del ropero donde guardo las ausencias de mi padre. Asear este espacio es limpiar la memoria.
II
Papá comienza con un cinturón fino, siempre fino, seguido por blanco, rojo, gris, cualquier camisa de algodón que se extiende en los flancos, a veces para abrazarme, a veces apartándome para que no le toque el corazón. Su cara tiene una línea rosa deshojada bajo el bigote; dentro, la lengua es mimo y sentencia. Para sus ojos ninguna luz es suficiente; poco a poco la córnea se le ha empañado, como el cristal de un reloj cuando las horas son turbias. La nariz que le perfila huele mi condición y no perdona. Las orejas son columpio para mi captura o campos baldíos para el destierro.
III
A este hombre hoy lo parto en dos:
La mitad transida cae
y el desamparo pierde su dominio.
Otoño fincado
Amanecí en un árbol de trépano
para perforar al viento.
Quizás el fuego,
devastar mi bosque,
arrancarme.
¿Qué sería de las aves en mis ramas?
Me quedé con el temblor de la hierba,
en octubre.
Síndrome de la niña invisible
Quiero beberme un río
y anegar el bosque
hasta no ver los muertos de la fe en el amor.
Disparar al cielo
y que la ley de la gravitación
responda.
Quiero la justa dimensión del cero
para las monedas falsas.
Sólo quiebro el vaso
con las piernas encogidas sobre el pecho,
la cabeza,
pitahaya entre las manos.
¿Me han robado a todos los padres?
¿Mis mujeres
hablan sólo con la nota más baja de las tumbas?
Mi nombre
debió haberse proscrito en un barco
hasta el fondo del océano.
Poemas que forman parte de otros proyectos:
El Pequeño Joe
Buster Keaton ríe, ríe, ríe…
Silencio.
Se pobló de arrugas.
Fuera del set, los licores erizaban sus días con personas torpes de torpes noches y caldos de láudano para el sueño. Su cara de vela auguraba sonrisas ensartadas en hembras confeccionadas con púas sobre tacones de aguja.
Buster Keaton hablaba y apostaba en el póquer y en el bridge, de vez en cuando, también fracturaba su cara de piedra para reír.
A este niño nacido del vodevil no lo dañó el golpe mal hallado del señor Keaton. Fue su padre precisamente quien le enseñó a volar y a tomar tierra. Resolvió la dimensión de la existencia como un proyectil. Luego se fue a Francia a hacer el teatro durante la Primera Guerra Mundial, así corresponde a los espíritus sin guion. Con los huesos blandos de un recién nacido y los ojos más tristes de los hombres, era el único que soportaba bailar al ritmo de las catástrofes. Un loco del dolor pierde la cabeza en el vaho de la hilaridad ajena, porque todos ríen a carcajadas cuando a otro
se le viene el mundo encima.
¿Qué significa ser en este mundo?
Sospechó bien la Tierra:
El viento,
bajo los pies precisos del hombre doble de sí mismo,
es un baile de sombras
dentro del set.
Las niñas del fuego
El fuego era una canasta de mariposas.
Yo tomé una astilla y saqué una mariposa colorada.
La puse sobre el hombre. Saqué una mariposa verde
y la posé sobre el hombre. Y luego, otra mariposa colorada.
Las mariposas revolotearon y proliferaron.
Marosa di Giorgio
–Mi madre y yo somos las caras de la vehemencia
jugando a la ronda en el griterío de la fogata–
Rastro
Nuestra casa –mina de sal entre casas– fue el ladrillo más tibio
de tantos pasteles horneados y noches sobradas frente al mosquitero
entre el humo del tabaco y el sereno
Mamá ardió en la estufa con el amor puesto en la carne
Le dije estúpida porque no dejaba de esperar
¡Papá vende cerveza y te ama!
Me tomó por la nuca
Acercó mi boca a la parrilla encendida
Absorbí de la lumbre su forma imprecisa
Desasosiego
En los barcos militares nadie a bordo tiene tiempo libre para mecerse en una silla
y cantarle al puerto de Veracruz como Agustín Lara
Mamá [nacida rumbera y jarocha] me contaba en las tardes de lluvia que
los barcos de piratas en altamar eran fiestas de Saturno
y ebrios de lunas los hombres tocaban puerto
para mitigar el deseo de amor en amores de arcilla
Pero algunos marineros eran mujeres vestidas de ellos
En el mar – en todos los océanos
sin piedad ni melancolías quemaron embarcaciones
Con toneladas de oro y ojos de calamar
algunas murieron de viejas en sus castillos
lejos lejos y libres de las coronas
Mi madre [nacida con alma de pirata] fue hija de marino militar
El abuelo un día trajo a un niño de arena con dos bolas de cañón en la mirada
Otro hijo pero a la medida de los nietos
Mamá quemó los mapas de navegación
fundió los silbatos
e hizo arder las naves
La fuente
El curso y dibujo de las nubes, la anticipación de las tormentas,
la amenaza de nieblas repentinas pueden descifrarse
en el múltiple alfabeto de la calle.
Luis Arturo Ramos
I
Cada que llego a la ciudad percibo la fricción de cuchillos contra los cristales de las ventanas. Aturdida, como criatura de isla, busco agua y aves. Me gusta el jardín Antonia Labastida, que está a unos pasos del lugar donde trabajo. Me sitúo en la orilla de una jardinera desierta y espero a que se desconecten mis alarmas primitivas. Cuando el miedo cede, la confusión también; entonces descubro estampas bajo una luz tan buena que estimo todo en Oaxaca viene del cielo, hasta los infortunios.
Vendo antigüedades. Una mañana entró a la tienda una familia de cigüeñas. Se cree que el veinticinco por ciento de la población mundial de estas aves está concentrada en Polonia. Wislawa Szymborska dijo en una alabanza que “Hay pájaros cuya existencia la poesía calla”. Mamá cigüeña, a la punta, decidía sobre papá y los cuatro críos. Noté su interés por adquirir algo importante, pero económico. Pájaros como peces, les atrajeron los brillos y les vendí unas piedras de cuarzo y obsidiana.
II
El miedo es la canción de piedra que me ha roto sin oportunidad para la ternura. Lo terrible es el olvido absoluto con el que llego, así, colmada de figuraciones, a la noche. Y la noche me extiende sin sueño hasta el mediodía.
Durante los últimos diez meses he salido de mi isla para cansarme, porque la rutina fortalece el esqueleto de los días. Pero no he dejado de mirar desde los huecos de la vida, y ahora me interesan. Camino afilando mi aliento para las fisuras de las calles. Por ellas atraviesan las historias a toda hora, múltiples, y se desordena la sinopsis del tiempo bajo control.
Entre Murguía y Tinoco y Palacios hay una calle breve de dos cuadras: Jesús Carranza. Ahí la historia inició antes de las parvadas de turistas. Al general, hermano de la constitucionalista barba con bigote de Venustiano, la Revolución le hizo justicia en Oaxaca, de alguna manera, pues no quedó en la loma de la desmemoria, allá, donde lo fusilaron a traición. Su calle tiene una fuente pública, en la que el agua vierte coplas sin repetirse y el sol también es manantial para los ojos que nombran el mundo.
Nombrar el mundo es transformarlo, no sólo es decir: “esto es una fuente de piedra en una calle empedrada”. Sin engreimientos, bajando un poco a tierra, hago que la memoria marche hacia adelante; reconozco que la más grande extrañeza es la más clara realidad; levanto la vista del polvo y reclamo por la sumisión del mundo. Pero el miedo está habituado al oficio de la piedra y la carne no está en la carne cuando no se vuela.
III
Un día, de camino al negocio de lo viejo, me detuve frente al surtidor de agua. Creí que ya no existían los prodigios y que cualquier cosa tenía precio. Un ave flaca con la mugre solidificada en el cuerpo, tres o cuatro plumas con sebo y una bolsa de plástico llena de objetos, que yo tiraría a la basura, se paró a un metro de mí. De la bolsa sacó la mitad de una botella de refresco y la sumergió en la fuente. Se vació el líquido en el cuerpo. Vi que era joven y que era un pájaro de existencia callada. Este hijo de la calle se despojó del plumaje raído y se metió en la poza e hizo de la fuente su piscina. Lo escuché cantar. ¡Vaya ave digna del sonido! Era un cenzontle. No tuve miedo. No tuvo miedo. La manera en la que fue río y luego viento modificó las piedras, la voz del agua, la incidencia del sol en las historias para mis ojos
Esta voz no alucina
sólo es poeta aquel que siente que la vida no
es natural
que es asombro
descubrimiento revelación
que no es normal estar vivo.
Cristina Peri Rossi
A es un fonema franco en las lenguas de viento.
Ajmátova, Espanca,
Alejandra, Virginia, Anne, Teresa
y un pariente de bostezo que le dijo a Peri Rossi:
“Las mujeres no escriben. Y cuando escriben,
se suicidan, Cristina”.
A descubre toda la boca.
Desde el cielo hasta la faringe
un arco comienza a resquebrajarse,
a ser una puerta.
A quiebrahuesos domino las rutas del viento y sé
que la luna no gira sobre un punto, baila.
Ah, maté hasta la calma,
mis plumas guardan el ocre de esos cuerpos
[amadísimos–astrales].
Yo no alucino. Veo dos caminos:
aire en una habitación sin ventanas
sola con el ruido del alma;
aire de agua entre montañas
para volver en mi lengua,
como sangre después del miedo.
Porque la intimidad parece más cueva
cuando empuña el silencio,
¡ah!, las plegarias se murmuran;
pero, en el vuelo,
sin la esperanza del milagro
bajo las contracciones del rostro
hasta desfallecer,
se navega con la voz bien puesta
[ah / A]
y se escribe.