Poesía peruana: César Calvo

Leemos al gran poeta peruano César Calvo (Iquitos, 1940). Leemos dos textos pertenecientes a Pedestal para nadie (1970). Para el crítico Ricardo González Vigil, "con un extraordinario sentido del ritmo y la belleza de las imágenes, Calvo es uno de los mejores poetas de la generación del sesenta".

 

 

 

 

 

 

 

 

A manera de prólogo o ciudad de los virreyes, mil novecientos y tantos

 

Pero esta noche Clayton es tan solo una carta

entre cuyos renglones deambulan

tres o cuatro carajos, referencias

más o menos precisas al por qué y para qué

y la sueco-rumana descarada

que hizo de mi vida el paraíso

más negro de que tengo memoria.

 

Ingenuamente Clayton

quema sus naves en la quinta página

y habla de la vida

que puede terminar en el amor, aunque se supone

que hemos de estar en pie toda la noche

para alcanzar esa aurora.

 

Carta la suya que no leí antes

debido, me imagino,

a un sorprendente instinto de conservación

(y también, aceptémoslo, a que ignoro el inglés)

ya que se insiste en ella

sobre lo que subyace debajo de los muertos:

el arte no es el mar sino tan solo

lo que sostiene al mar y flota en él,

y me pregunta Clayton, se pregunta

por qué no es tan duro vivir en este mundo

y luego de maldecir la reputación

“maidenform” de las limeñas,

a fin de cuentas qué sentido tiene,

por qué debo morir.

 

Entretanto es de noche, no hace frío

y han pasado tres años.

Puedo decir que vivo, que he vivido

como un condenado,

que escribí unos poemas aceptables

y mandé traducir

el postergado y largo mensaje al buen Clayton.

Tres años han pasado, se han pedido refuerzos,

distintos personajes dicen las mismas cosas,

la sueco-rumana fornica en la platea,

alguien grita y se arroja desde un palco,

llueve en el escenario,

el público cansado de aplaudir y pifiar

se entretiene en desvestirse mutuamente

como quien quiere la cosa.

Y yo dale que dale, impenitente,

cubierto de basura, preguntando

por qué debo morir.

 

Cosa grave, dirás,

cuando ya no se busca el famoso sentido de la vida

y se rastrea en cambio

una razón para irse al otro mundo.

De allí que esto no sea

sino una piedra para romper semáforos,

una señal de alarma:

nada de soluciones

aunque alguna palabra por su cuenta

se lance a quitar hierbas del camino,

puesto que no hay camino,

puesto que mi camino son mis pies

y sus pies son el tuyo.

 

Aquí entiendo por qué te hablé al comienzo

de Clayton y su carta:

todo este ansioso tiempo que pasé sin leerla

he caminado sobre el mismo sitio,

como suele decirse

estuve cavando mi propia tumba.

 

¿Tú podrás explicarme

cómo fue que concebimos la peregrina idea

de vivir, la pendejada del amor eterno,

destinos reducidos a saliva?

 

Séame permitido recordar, ya en escena,

la platea colmada de verdugos,

oír sus manos rotas aplaudiendo

la caída del telón sobre nuestras cabezas,

la triunfal seda de la guillotina.

 

Séame permitido recordarte antes de ello:

vasto gemido de oro

en hoteles cubiertos por la nieve,

y recordarme, verme: zapato desconfiado

dibujando tu nombre entre las hojas

de la Place des Peuplieurs.

Creía, entonces, cosas.

Buscaba una palabra para sobrevivir.

Era Paris entonces un altillo

del Hotel des Nations

y el amor como un pozo que cavamos a golpes

en las noches feroces

sin saber que la vida requiere de la muerte,

muriendo sin morir.

 

Si alguien ahora nos preguntara

qué cosa es un altillo, una moneda,

Frank Sinatra cantando por un franco

en el Relais de Odeón,

tu memoria sonara como una casa sola

y yo envejecería, estoy seguro,

en algún aeropuerto de esta tierra, esperándome.

Clayton tiene razón:

las únicas estrellas nos aguardan

en el fondo del pozo

y solo son posibles cuando ya no lo son.

Nadie durmió jamás en un altillo.

París no existió nunca.

¿Qué cosa es una noche frente al mar?

No hay más ciudades que una ciudad vacía

ni más sueño dorado que el insomnio,

estos papeles húmedos y vanos.

En las casas de cita, a estas alturas del verano

se insiste más que nunca, hay buenos tragos.

Y si no hacemos el amor este año,

al menos, mirando hacia otro lado

haremos el amor.

No estaremos en pie toda la noche esperando

la aurora. No por ello, querida,

seremos más amargos,

no por ello seremos menos ágiles.

Acaso así encontremos una buena razón para morir

y dejemos de ser

el cuerpo solitario en la ribera, el río mismo,

dos cuerpos abrazados que al hundirse

se salvan.

 

 

 

 

 

 

 

Los utensilios propicios

 

 

Un árbol inocente, alguna cuerda.

 

 

 

 

 

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