Elvira Hernández
Santa Cruz de la Sierra, junio de 2023. Llegué anoche muy tarde y los poetas ya estaban descansando. Bajo al lobby después del desayuno. No hay nadie. Me abandona la poesía, pienso. De pronto, en un sillón, alejado, la veo pensativa y reservada. Es Rosa María Teresa Adriasola (Lebu, 1951) que a finales de los años setenta hacía parte de grupos de resistencia y fue detenida durante cinco días por la policía política del dictador Augusto Pinochet. Rosa María Teresa escribió entonces una serie de poemas bajo el título de “Bandera de Chile”:
Levanta una cortina de humo la Bandera de Chile
asfixia y da aire a más no poder
es increíble la bandera
no verá nunca el subsuelo encendido de sus campos santos
los tesoros perdidos en los recodos del aire
los entierros marinos que son joya
veremos la cordillera maravillosa sumiéndose en la penumbra
ficticia ríe
la Bandera de Chile
Le recomendaron no reivindicar la autoría de estos poemas o al menos hacerlo bajo un seudónimo. Es así que aparece el nombre Elvira Hernández. Estos poemas circularon mimeografeados en 1987, como aquellas fojas líricas de los poetas brumosos chinos en la Plaza de Tiananmén un par de años más tarde, le digo al acercarme y pedirle una firma para mi ejemplar de Estado de sitio (UDP, 2020). ¿Y qué te pareció? Me pregunta.
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Nuestras vidas corren paralelas a y se enmarcan en esa concatenación de eventos que llamamos historia. Ese decorado puede arrasarnos y destruirnos como bien lo supieron Paul Celan o Robert Desnos, Geo Bogza o Izet Sarajlic. El individuo, finalmente, “es sólo aquello que su época y su medio social permiten que sea”, decía el historiador francés Lucien Febvre. La voz de un poeta es resultado no solo de un tipo de materialidad o textura lingüística sino de la actitud con la que se da constancia de una posición en el mundo. Y si un poeta es ante todo un puesto de observación, en este caso, ¿cómo es la aventura de la voz en tiempos de dictadura y simulación democrática, en tiempos de neoliberalismo? ¿Qué se consigna y en qué tono? Le digo a Elvira Hernández que me gustó su libro, por supuesto, que al entrar en sus poemas tengo la sensación de habitar un mundo de autómatas y alienados, como si todo fuera una alucinación o la macabra distopía de un perturbado en vísperas del golpe del 73. Sabemos que la crítica es uno de los disfraces que se impone la poética personal. Al pensar sobre la poesía de los demás, se reflexiona en realidad sobre la poesía de uno mismo. Hernández escribe sobre Rodrigo Lira y le llama la atención su tratamiento del “trauma histórico”, “en un país, en una ciudad sucia, polucionada e insensible”. Habla entonces de “una historia empapada de sangre que ya no vuelve atrás; oscila el hombre sin futuro en el vacío, donde solo tiene posibilidades de vaciarse por las acciones más tontas o las acciones de manicomio” (Sobre la incomodidad 20). Sobreviene luego “la muerte sentida como síntoma”. Es esa muerte que allá y aquí asoma por sus propios poemas:
nunca me pasó sentirme tan perdida
parece que fue ayer el terror de doblar la esquina
tener la aparición de Londres 38 y otros mataderos secretos
los senderos que se bifurcan
y todos los caminos nos están llevando al mall
En 1991, ya en el tiempo de la transición a la democracia, Elvira Hernández escribió: “Después de veinte años sabemos que los hechos no cambian a los hombres y mujeres. La historia es una ficción más y sus protagonistas muertas y muertos en vida” (Sobre la incomodidad 22). Esa ficción alucinada y máquina de muerte es el binomio dictadura -neoliberalismo: agudización punitiva del estado por un lado y el mall como meta última, por otro. Hay un poema, “Ñoña por doquier” que, inspirado en el procedimiento de “Hay cadáveres” de Perlongher, explica la atmósfera moral y la percepción respecto a este momento de la historia chilena, embarrado de excrecencia por la falta de justicia y reparación del pasado1:
a la hora del desayuno, en las micros a la carrera, en el Himno Nacional rampante y sonante, pegada en los vidrios como calcomanía, en los edificios y balcones, subiendo y bajando en los ascensores, en los jardines infantiles
la pusieron cantada en el seno de la Sagrada Familia, entre sus defensores y detractores, entre políticos apolíticos y cientistas de pelaje plástico
la sacaron con pinzas desde los poros de la vanguardia teórica del arte y la literatura
la recogen con palas en el Ministerio de defensa y otros ministerios indefendibles, de los bares y hospitales, la sacan de debajo de los párpados y de la lengua, del zoológico, de las sacristías, y de todos los medios de comunicación sin excepción
la democracia la lanzó con ventilador, sin proponérselo por cierto, y está en el aire, en los juramentos, en el amor recién hecho, en los recipientes de las ideas, en la ardiente paciencia, aquí, en la quebrada del ají
el pan nuestro de cada día.
En 2009, Elvira Hernández escribió, casi a modo de epitexto para estos poemas, lo siguiente: “estamos disgregados, emputecidos y falsamente globalizados, aplanados por una aplanadora no siempre identificada (…) nos vamos de estos años transformados en burdísimos consumidores en el más amplio sentido, sin consideración hacia los ciudadanos necesitados de urgencia” (Sobre la incomodidad 11). Cuando entro en sus poemas tengo la sensación de habitar un mundo de autómatas y alienados, le digo. Guarda silencio. Me mira casi con sospecha. Rompo eso que puedo llamar incomodidad o retraimiento diciéndole que mi poema favorito es “NN”.
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La poesía de Elvira Hernández es urbana o mejor decir callejera. Observa y dice en voz baja lo que sucede en Santiago, con impotencia y con rabia. Su poesía funciona en virtud de un principio de refracción: el espacio es metáfora y espejo del sujeto. Pero trampa del ojo y espejo en quebradura. En un poema se lee:
Jota, recalco, no cambiaré ni una “jota” de lo escrito. The poetry does not matter. Se perdieron veinte años de nuestras vidas. Fue una lotería arreglada. Nunca supimos cómo se conquistaban las ganancias nio que la vida fuese tan loca. El tropelista jugó bolos con nuestros huesos. Nos ganó el quién vive en una mesa de trucidamientos y vivisecciones. Nos condenó a caminar en la calle de la Morgue que es la Avenida La Paz. Los jueces dormían el sueño que sigue al almuerzo. Somos ambulantes, callejeros, con veinte años muertos a nuestras espaldas como una joroba o una pierna lisiada, imposibilitados de escalar el futuro. And no queremos trato especial:
Nos corresponde la ruleta rusa
Recalco:
se perdieron veinte años de nuestras vidas
Al margen de la paradoja y la alegoría, y al modo del trapero benjaminiano, esta voz va a distinguirse por colectar fragmentos de pánico o, en el mejor de los casos, de hastío. Como cuando dice
No puedo ser otra que la pensativa del Patio de los Callados, la llorosa del Parque de los Reyes,
la olvidadiza
ni otra
que la que recoge papeles con sangre
o cuando registra que “La Mujer Pública N° 1 hace remate / de su mercadería”. Estas imágenes son sintomáticas, es decir, son, como piensa Didi-Huberman, malestar en la representación. Justo como en el poema “WC”, “muros de la democracia nuestros públicos / doble vecé / Lascaux para damas y caballeros a solas consigo mismos / obran / pájaros conchas vestigios / imprecaciones / allí donde se suelta / eso lo demás el ello”. Annette Wieviorka recuerda que cuando la memoria invade el espacio público, esas huellas se activan de nuevo”. En la poesía de Elvira Hernández el hedor de la ñoña, las fosas, los cadáveres, se respiran en tiempo presente. Justo como en el poema “NN”, mi poema favorito del libro, le repito.
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Poemas de Elvira Hernández o mejor decir paisajes históricos, escenografías político-morales. Porque aún su sintaxis, ligeramente paratáctica, pareciera, en su efecto de fragmentariedad, poetizar los escombros. Triste ángel de la historia. El hedor que expele Estado de sitio no es sino el íntimo eructo de la víctima que dice: sin reparación y sin justicia no hay futuro. Valdría la pena recordar aquí unas palabras de Raúl Zurita: “Mi lugar es el de los deudos, porque todo Chile son deudos. Todo Chile son familiares de los detenidos desaparecidos”. Pienso que todo esto se resume en el poema “NN” (Non Nomine, cuerpo sin nombre), dispositivo de la memoria-hábito, para decirlo en términos de Maurice Halbwachs. Porque más que de una memoria traumática, este poema habla de que la catástrofe (necrofilia capitalista) está inoculada en el sujeto, que hace parte de él y que lo ha convertido en despojos y en desechos. Es un zombi, “ese resto de hombre al que el capitalismo comercial robó, confiscó, además de su fuerza de trabajo, su espíritu y su razón, la libre disposición de su cuerpo y de sus facultades mentales” (René Depestre citado en Martínez Andrade 147). “NN”: al leerlo tengo la sensación de habitar un mundo de autómatas y alienados. No es para menos: el recuerdo del patio 29, aquella fosa clandestina, causa estupor y espanto. Como si la atmósfera del poema nos dijera: he aquí al tipo de humano que produce una dictadura, he aquí la zombificación. Muchas gracias. Me entrega el libro firmado y sonríe. Trato de evitarla durante siguientes días, entiendo que su lugar en el mundo, su espacio de libertad, es la incomodidad y quizás el retraimiento. No tengo derecho a invadir eso propio que le queda.
NN
como brazos y piernas entumidas
como alguna muñeca descabezada
como esa mano hecha añicos con sus tendones al aire
como un ojo muerto y otro de vidrio empañado
como un maniquí de tienda pobre o
un vestido endurecido
como ese revoltijo del Patio 29
como el vaivén grisáceo que se arrastra
caminamos por Santiago
y quizás eso no importe ene
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Hernández, Elvira Sobre la incomodidad. Apuntes de poesía chilena. Universidad Diego Portales, 2019.
___. Estado de sitio (Santiago Waria, Santiago rabia, Ciudad cero). Universidad Diego Portales, 2020.
Martínez Andrade, Luis. Teoría crítica anticolonial. Ensayos de historia intelectual. Tirant humanidades, 2023.
Este es uno de los temas centrales de Elvira Hernández, resortes de su escritura. Escribió: “Muchos, en los recientes años de posdictadura, antepusieron con confusión, en afán de aplacar la rabia, el blanduzco camino de la reconciliación al infrangible camino de la justicia que tan bien nos haría, camino estropeado y extraviado excesivas veces en nuestro acontecer” (Sobre la incomodidad 12).