La ofrenda
(Saturnino Herrán, 1913)
En plena guerra, plena crisis constitucional,
en el año de la toma de poder de Victoriano
Huerta y del Plan de Guadalupe, Saturnino,
pintor de colores sombríos, un hijo de México,
precisamente un hidrocálido cósmico, padre
del muralismo, modernista nostálgico, retrató,
mientras Rivera galanteaba por Europa,
al México laboral, al México espiritual,
profundo, y a una sagrada familia en las aguas
de Xochimilco con un Caronte barbudo
en una trajinera llena de las anaranjadas flores
de los muertos—madre que carga a la espalda
a un infante rebozado, con ella una trinidad
de hombres, un padre que duerme, un indio
joven con ofrenda de cempasúchil al hombro
y ese Caronte, un viejo que carga una pértiga
con ojos que miran al horizonte, y a la sombra
de él, en la esquina derecha inferior, una niña
de mirada franca, cuyos ojos se dirigen
al público—nos mira como para decirnos:
todos, ustedes allá afuera del cuadro,
nosotros, los tripulantes, y toda esta larga
procesión de trajineras llenas de flores
que serpentea por el trasfondo, todos somos
esta familia, este río de cempasúchil.
La torre
Quisimos construir una torre de sentido.
Los arquitectos y los sacerdotes esbozaron
el plan. Juntos laboramos. ¿El terreno?
Terreno había y simplemente lo reclamamos.
El barro se mezcló a pisada lenta,
formados los bloques, se secaron al sol.
El espiral de nuestra torre se enroscaba
hacia arriba, una tuerca que penetraba
el cielo. Aún nosotros cantábamos
al poner los adobes, unidos en propósito
y alegría, hasta que vino ese viento
con ruido de batalla a mezclar nuestra lengua.
No nos quedó otra. Sin nuestra argamasa,
reducimos el templo hasta cenizas.
Quedó hecho polvo, sombra, humo.
Yo era piedra; tú eras agua
Los incas tallaron
las piedras de Sacsayhuamán
y Machu Picchu con agua
La echaban en las grietas
para que el frío de la noche
la congelara y partiera la piedra
Hubo días cuando no pudiste aguantar
mi peso y días cuando yo rebotaba
por la superficie tuya como la misma luz
Salmo 137
Para Ernesto Cardenal y todo migrante
Junto al río que llamamos Bravo y ellos Grande
nos sentamos a llorar y no hubo quién nos consolara.
Colgamos sobre los mezquites nuestras guitarras,
rompimos nuestras vihuelas y trompetas
contra las piedras del río.
Los políticos y periodistas pedían canciones,
la migra y los justicieros demandaban canciones de alegría:
“Entonen una ranchera, un narco-corrido!”
¿Cómo cantaremos esas canciones?
Han arrebatado de nosotros nuestra alegría.
Y en esta soledad, ¿la podré encontrar de nuevo?
Querida, lloramos, ven a mí que estoy sufriendo.
Ven a mí que estoy muriendo,
en esta soledad, en esta soledad.
Se nos pegan las lenguas al paladar,
se amarga la leche en nuestros senos y se seca.
¡Oh hija de Babilonia, gran devoradora,
bienaventurado el que te devuelva
el pago con que nos pagaste!
Raquel busca a sus hijos por el yermo,
ha llegado hasta a las puertas de la ciudad de refugio
llora por sus hijas y se niega a ser consolada.
¡Oh hija de Babilonia, dichoso el que tomare
y enjaulare a tus niños,
dichoso el que los perdiere en papeleo burocrático!