Jorge Pérez Cebrián (Requena, 1996) ha trabajado como gestor cultural, profesor en talleres literarios y como conferenciante acerca de la historia de la poesía universal. Actualmente reside en Valencia. Cursa el grado de Historia del Arte y participa ocasionalmente en revistas literarias como 21veintiúnversos, Anáfora, Estación Poesía o Zenda, entre otras. En Madrid, en 2017, coordinó los eventos Las noches de Eleusis y da a la imprenta su primer libro, La voz sobre las aguas (Valparaíso, 2019). Su segundo libro La lumbre del barquero (OléLibros, 2021), fue candidato al Premio de la Crítica de la Comunidad Valenciana en 2021 y al Premio Nacional Ciudad de Churriana. Recibió el Premio Internacional de poesía Arcipreste de Hita del año 2021 por De cuánta noche cabe en un espejo (Pre-Textos, 2022), también candidata al Premio de la crítica de la Comunidad Valenciana 2022 y al Ciudad de Churriana. En 2024 se le concede el XVI Premio RNE de Poesía Joven – Fundación Montemadrid con su obra Pero nunca los huesos de las aves (Pre-Textos, 2024).
Instagram: @jorgepcebr
Facebook: Jorge Pérez Cebrián
***
Barandillas de metal oscura y fría
Pero incluso los ángeles –dijiste–
están anclados por la sombra al suelo;
porque toda raíz se da a la tierra,
mientras la vaga lengua de las ramas
pronuncia entre sus hojas
despedidas.
Y de entre todos los jardines
–¿recuerdas?–
solo este crece y
bebe y
no respira.
El pasado
aún no era patria de las rosas,
pero sobrevolaban ya
los ruiseñores
la eterna primavera de los cementerios.
Pero tú todo el resto ya lo sabes.
Y cómo –me dijiste–
desde tan alto, ver el cielo.
Entonces un farol
bastaba para sostener la noche
cuando te hiciste silueta
de un susurro entre las paredes blancas
igual que una paloma
que no encontrara el aire.
–Moisés abrió bajo el fulgor los ojos
y vio en sus párpados cansados
diamantes dentro de la arena blanca–.
Allí un velo de luz te recubría,
como oculta la mano ajada del pintor las flores
del vago acontecer de los ciruelos.
Y nuestros pasos
eran jóvenes,
como sin duda deberían serlo
los pasos jóvenes de los mortales.
Nuestras manos demasiado grandes para el vacío.
Desnudos,
el mundo nos cubría de los pies abajo,
tan solos,
tan recónditos
e inadvertidos.
Será por eso que no aprendimos a caminar de espaldas,
como nunca aprendimos
a ver la luz a solas.
Mañana no saldrá el sol, amor, pero tú eso ya lo sabes.
Y tú aún sostienes
mi mano
como un pájaro
y las palomas sueñan con volar sin aire.
Después
Después vimos llamando en los cristales
la trágica sonrisa de la luna.
Como un dios que avisara que después del sueño
esperase también la madrugada.
Y vino el mundo
con sus jinetes blancos sobre hierba negra,
volvieron, como el rayo al cielo, las ciudades;
con el íntimo ardor de las saetas,
las palabras.
Tuvimos que volver,
a la vanguardia de las mismas sombras,
bajo los mismos cuerpos,
sobre las mismas calles.
Nadie nos dijo
que la voz del anhelo era un gerundio:
que mientras no lo doren
de otroras los mañanas
habremos de vestir la luz de los destinos:
tendremos que aprender a despertarnos.
Y nadie, nunca, nos había hablado
de los frágiles
y fríos huesos de las aves.
De cómo el mundo sobrevive
continuamente a su belleza
sin decir nada.
Tuvimos que despertar
y recordar cuando éramos futuro.
Y al fin,
con tanto miedo y luz entre los dedos
tuvimos que aprender
a ser humanos.
La caricia
Aprenderte,
como aprendió la rama
los nombres que se mecen sobre el aire.
Calcularte entre lunas, en espacio,
y comprobar que existes en el tiempo
y que nunca el futuro es suficiente.
Cercarte y dibujarte entre tus límites
como dibuja al mar el horizonte
sus álgebras de anhelos de otras partes.
Aprender a cerrar los ojos
y cometer el sueño con los dedos
para apresar la luz con solo un roce
y ser feliz tan solo en no tenerla.
Y al final de tu cuerpo, descubrirme
haciendo del deseo solo un gesto
de ser feliz
tan solo en nunca hallarte.
Tener sentido de la mano al alma,
atesorarlo todo entre su huida.
Dejar el mundo intacto y, sin embargo,
ser quien refuta el tiempo en otra carne.
De La lumbre del barquero (Olé Libros, 2021)
No abolirán tus párpados la noche
Detente y mira
porque, después de todo, tú eres esto.
La irrepetible rúbrica del cielo, acostumbrada;
el dócil pliegue de la ropa; el cuerpo;
la distancia marchita entre tus manos.
La anónima canción del viento que te encuentra
y cada incierta y minuciosa sombra
que llena a cada instante tu mirada:
los otros que a pedazos te componen.
Esto es todo.
Y la vida
– acaso demasiado cierta
para condescender a ser recuerdo –
sucede silenciosa, ajena y tuya:
la entraña infatigable
de tu ahora.
Observa con cuidado.
Porque esto es lo que cabe en los espejos.
Porque esto es
cuanto será tu vida.
Detente,
quizá un insecto esté escribiendo a nadie,
un rumbo, una palabra y eso es todo.
Y tal vez sólo esto
sea todo,
aquello que lo eterno significa:
la memoria sin párpados del mundo,
los ojos sin olvido
de la tierra.
De cuánta noche cabe en un espejo (Pre-Textos, 2022)
Aquello que, deshecho, es la materia
Escucha.
Lo oirás desintegrarse en cada cosa.
En toda luz que guardas levemente
en su reflejo
y en todos los ayeres que atesoras,
que imitan como sombras el destino,
y que hacen, piedra a piedra, tu morada.
Para y escucha.
Algo, en otra parte,
se incendia y ciega
manando su ceniza a tu memoria:
la vasta oscuridad el don del velo.
Detente.
Que sea un titubeo tu plegaria
porque tan sólo aquí,
en este claro,
verás las vagas formas de tu reino:
el destino que muere entre tus palmas,
la mano ensangrentada de tus días.
Una canción antigua
Esperé
con los ojos abiertos
que allanaras, paciente, mi mirada.
Esperé ver la mano que cimentó la tierra,
la severa indolencia de los astros
que arrastra como hojas
las vidas de los dioses y los hombres.
Pedí el milagro.
Y así
cubrí mis ojos y cayeron.
Cayeron con mis párpados los mantos,
cada velo,
los escorzos que cubren la mirada,
la imagen que delata la ceguera.
Y vi de cuántas formas es tu nombre.
Fui en ti
el instante y el rostro que se apagan.
—Qué verdad nos cabría en las pupilas,
qué vida entendería tus labores—.
Yo, que jamás te vi romper la roca,
vi los lentos cinceles, la belleza
que nunca condesciende a ser del hombre.
Abrí los ojos
y volvió la materia tras sus velos
volvieron a ser cosas los instantes.
Y entendí:
sólo tú, Tiempo, eres tu sola obra.
Y no hay testigos.
Así que erígete en nosotros
y borra nuestros rostros con tu mano.
Crea y destruye.
Y di tan sólo, cuando acabe,
que todos fuimos parte de tu nombre:
di a la nada que fuimos necesarios.
Pero nunca los huesos de las aves (Pre-Textos, 2024)