La última ofrenda
En la imagen aparecen dos hombres sentados. Uno de ellos, el de la izquierda, está a punto de morir, probablemente lo intuye, quizá en el fondo de sí haya elegido la ciudad en la que desea morir. Porque el hombre decide qué muerte tener, también puede elegir dónde será su último día en la tierra. La esencia de la libertad no es de índole metafísica, ni es una abstracción, es un acto diario y continuo, una conquista permanente que surge en esos instantes en que el ser rima con su deseo. El otro personaje, el de la derecha, hijo de española, de nacimiento mexicano, es unos años más joven, el color de sus ojos es el del mar de Medina-Sidonia pero «la sangre silenciosa del indígena/perdura en él/Prefiere la ironía/Al insulto1». Son pocos los rasgos físicos que podemos destacar de estos dos personajes, pero a decir verdad no me interesa hablarte de eso. Dije que la foto no es de 1986, no hay ninguna duda. Tampoco pudo ser tomada en 1985, porque ese año las tripas de la antigua Tenochtitlán van a convulsionar y la moderna Ciudad de México, levantada sobre la memoria del agua, islote en un lago, se vendrá abajo como una vieja maqueta en la era del Quinto Sol, el Sol de Movimiento. El Sol que el pueblo azteca estaba obligado a alimentar.
En el Museo Nacional de Antropología e Historia, cuyo discurso museográfico ha sido construido en base a una mirada profundamente etnocéntrica, se da a entender que todas las demás civilizaciones de Mesoamérica no son sino preámbulos de la angustiada civilización mexica, a la cual deben seguir simbólicamente sometidas. La construcción del Museo Nacional de Antropología e Historia es una de las traducciones más evidentes de la mentalidad política mexicana, la cual desea seguir conservando la noción de un centro hegemónico por lo demás inexistente. La mentalidad política, histórica y cultural mexicana desea seguir siendo contemporánea del asiento de Moctezuma. Sin embargo, lo que ahora nos queda son restos, fragmentos, despojos. Nos queda Fiorito.
En el centro de la Sala Mexica, que domina todo el museo de adentro hacia afuera, se exhibe la «Piedra del Sol», la pieza fundamental que encierra la cosmovisión azteca del mundo. Pero si entramos a esta misma sala y en lugar de ir directamente hacia el Calendario (posee todo el poder de imantación de una auténtica obra de arte) doblamos a la izquierda, llegamos a una rampa y unos pasos más allá, encontramos una ordinaria piedra gris, sin mayores atributos artísticos, esculpida como una caja grande. Es el Fuego Nuevo. Es la memoria azteca de esta celebración, cuyo origen está muy probablemente en Xochicalco o en Teotihuacán, no en Tenochtitlán. Hoy sabemos que el Fuego Nuevo era un rito común de muchos pueblos que precedieron a los aztecas. En la pieza que se exhibe en Antropología han sido tallados unos relieves que representan unos atos de caña. Estos se enterraban en la tierra para simbolizar el tiempo que muere y dar paso al nuevo ciclo. Ese fuego antiguo es el mismo fuego que va a anunciar la muerte del personaje que ves a la derecha, cuando un incendio consuma gran parte del edificio donde vive y devore su biblioteca, fotografías de viaje, cartas de sus amigos, libros que pertenecieron a su abuelo, la primera edición de Residencia en la tierra dedicada, algunos escritos de juventud, objetos traídos de muchos rincones del mundo, un ejemplar de la Biblia cuya edición es de mil seiscientos y tantos. Todo arrasado por el fuego, excepto una escultura pequeña de Buda. «Tú debes de ver una señal en todo esto», le dijo Octavio Paz a mi maestra Esther Seligson durante una conversación telefónica días después, cuando Paz y su mujer vivían en una habitación de hotel. Esa noche el noticiero muestra al país la imagen de un anciano visiblemente enfermo, confundido, sacado por los bomberos en una silla de ruedas mientras al fondo se pueden ver las llamas, el hambre de las llamas que crece y avanza. Fuego. Llamas. Ceniza. La ceniza es la última frontera entre el reino del Ser y los dominios de la Nada. Allá, en esa linde final, en esa frontera del origen se anudan y se confunden, un instante sin cronología, la noche y el día, el bosque y el páramo, el agua y el fuego, la angustia del Ser y la plenitud de la Nada:
Mariposa en cenizas desatada2
El fuego venerado por los antiguos habitantes del Valle de Anáhuac se regeneraba cada siglo, es decir cada cincuenta y dos años del calendario astronómico que regía a casi todos los pueblos mesoamericanos. Sabemos que en Tenochtitlán, durante la noche en que se celebraba la regeneración del Tiempo, la población debía apagar las antorchas de sus viviendas, nadie salía a las calles, había temor, el valle se oscurecía, sólo se escuchaba el golpe pausado del agua contra las chinampas, los hombres ingresaban en la corriente cósmica. Una vez a oscuras todo el territorio, los sacerdotes caminaban con varas de caña atadas hasta el Cerro de la Estrella:
Aquí los antiguos recibían al fuego
Aquí el fuego creaba el mundo
En la cima oraban y sacrificaban, porque había que alimentar al dios tutelar, Huitzilopochtli, hijo de Coatlicue, «la de la falda de serpientes», diosa de la regeneración de la Tierra. Lo alimentaban con corazones humanos para que siguiese venciendo a las fuerzas de la noche: Coyolxauhqui, su hermana y diosa de la Luna. Después de hacer oraciones y sacrificar, cuando sabían que habían sido escuchados, cuando el Fuego Nuevo les había sido otorgado, los sacerdotes descendían y se encargaban de encender las antorchas de las casas, de este modo el pueblo sabía que el pacto con los dioses seguía vigente, que un siglo más les había sido concedido. Tenochtitlán volvía a iluminarse. La ciudad a la que bajaban los sacerdotes aztecas desde el Cerro de la Estrella portando el Fuego Nuevo, es la misma ciudad que ahora está a punto de desmoronarse, como el siglo que se acaba y cuyo símbolo, no el único pero sí uno de los más importantes, bien podría ser esta fotografía a la que nos referimos, porque es una de las últimas ofrendas a Xochipilli, el dios del Canto.
Arcano XVIII
Al momento de ser fotografiados, Octavio Paz y Jorge Luis Borges han llegado a la edad que aconsejan las Escrituras. Los dos han atravesado el siglo XX, igual que mi abuelo Guadalupe, idólatra y campesino, originario de un pueblo del tamaño de Fiorito, con la diferencia de que en Fiorito no hay laguna. Mi abuelo comparte con ellos la misma edad, sólo eso, porque nunca supo escribir. Un día tomó un lápiz y una hoja, intentó escribir su nombre, entonces vi que la tristeza se abatió sobre él. En cambio, mi abuelo podía leer los periódicos y la Biblia, que me heredó y que permanece abierta sobre la mesa de trabajo en mi departamento minúsculo, mientras atravieso este territorio de sueños cuyos fragmentos la memoria me devuelve
Como una sola ola del tamaño del mar
que de pronto nace y avanza y crece y avanza y crece y rompe finalmente en tu rostro, para juntar después los restos del naufragio, recolectarlos y volver a juntarlos como se pueda, buscando el regreso no al orden sino al caos natural, orgánico, original. Te pido que te concentres únicamente en la fotografía que tenemos frente a nosotros, como lo has hecho hasta ahora, porque si tengo algo más que decir de mi abuelo o del caos lo voy a consignar aquí. La escritura poética es el cruce de senderos en la noche, es el encuentro de tus pasos y mis pasos en el alba.
Gracias a que aparecen de perfil nos damos cuenta de que los dos dialogan, casi podríamos escuchar lo que dicen. Discuten una metáfora. Algo saben de eso, son retóricos. Detrás de ellos hay más de mil años de existencia de nuestro idioma, por eso esta foto ha sido posible, pulida como lo hacen
…las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia
Nada nos cuesta suponer que no se han puesto de acuerdo, así que dejan a un lado las abstracciones y toman una imagen que le pertenece a todos los hombres, digamos la Luna. Para existir en la memoria íntima y colectiva del hombre, un símbolo debe alimentarse de los pensamientos y las esperanzas y los sueños y los terrores más profundos del ser humano, como la Luna debe nutrirse del agua para apaciguar sus mareas y domeñar sus emociones. Todo hombre, dijo Victor Hugo, es libre de ir o de no ir a ese terrible promontorio del pensamiento desde el cual se divisan las tinieblas. Al fondo de la lámina que representa el Arcano XVIII del Tarot aparecen dos torres, en medio de ellas pasa un camino que nace en el estanque, de donde surge un cangrejo azul. Ese camino es el que hace el personaje de Remedios Varo antes de embarcarse. El que hará Maradona tomado de la mano de una enfermera norteamericana. El camino por el que anduvo Belerofonte, Caín, el olmeca solitario de la estela y también el camino sin retorno que hace mi abuelo. Es el camino por el que se fueron Hölderlin, Nerval, Rimbaud y los otros receptores del fuego. El agua del estanque, aparentemente tranquila, es dulce y profunda, como la laguna en la que mi abuelo se bañaba y en la que conoció el fango, cuando un amigo suyo, borrachos los dos, lo golpeó en la cabeza y lo privó de los sonidos del mundo. En esta lámina del Tarot se ven también unos brotes de vegetación, un perro que ladra y un lobo que aúlla. Las gotas no caen de la Luna hacia la tierra sino que ascienden del suelo hacia el astro. Es la percepción otra, mirada que se vuelve pensamiento. No podemos ver con la vista de los ojos el rostro oculto de la Luna. No vemos lo que hay más allá de las torres y de las colinas diminutas de tan lejanas. Son los terribles promontorios del pensamiento, los límites que a la razón impone la Luna:
espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.
Manuel Pinedo, «El compadrito».
Luis de Góngora, Soledades.