Nilton Santiago, Premio Ciutat de València—Juan Gil-Albert.

Leemos poesía peruana. Leemos tres textos de Nilton Santiago (1979), pertenecientes a Vocación de náufrago, libro inédito con el que Nilton Santiago acaba de obtener el Premio «Ciutat de València—Juan Gil-Albert» de poesía.

 

 

 

 

Nilton Santiago (Lima, 1979) reside en Barcelona.​​ Sus últimos libros son​​ El equipaje del ángel (Visor 2014),​​ Las musas se han ido de copas (Visor 2015),​​ Historia universal del etcétera​​ (Valparaíso 2019)​​ y, finalmente,​​ Miel para la boca del asno​​ (Visor 2023).​​ Su obra ha merecido, entre otros, el Premio Tiflos de Poesía,​​ el Premio​​ Casa de América, el Premio Internacional de Poesía Vicente Huidobro, el​​ Premio de Poesía Emilio Alarcos del Principado de Asturias.

 

 

 

 

 

***

 

 

 

 

El hábito del monje

 

El poema, en los márgenes, cierne palabras​​ 

hasta que encuentra​​ esas​​ que dicen.

Ni siquiera le hace falta pronunciarlas, mencionarlas.​​ 

 

¿Dijo «bola de fuego» o «haz de luz»

el primer​​ sapiens​​ que vio un cometa?

 

Seguro pensó palabras,​​ 

las cernió en esa red que llamamos conciencia,

tal vez balbuceo algo parecido a la palabra «cometa».​​ 

Nunca lo sabremos.​​ 

 

Las últimas palabras que me dijo mi padre​​ 

fueron «papá».

Sonreía, como una lluvia débil.​​ 

 

Podría haberme llamado por mi nombre,

por esa palabra que me identifica,​​ 

pero no lo hizo.​​ 

 

El primer​​ sapiens​​ que vio un cometa

quizá estaba al borde de un rio, bebiendo,

viendo su cara homínida sobre el agua

creyendo que sería eterno,​​ 

hasta que vio el cometa al verse.​​ 

 

¿El poema es el agua que se lleva el reflejo​​ 

de lo que creemos que somos?​​ 

 

Así como el hábito no hace al monje,

el hijo no hace al padre​​ 

hasta que él nos llama por su nombre.

 

 

 

 

 

 

 

Alergias

 

No deja entrar al gato que, tras la puerta de cristal,

le señala el corazón.

El hombre se pasa todo el año solo

y se ha hecho amigo del gato del vecino.

 

Le arroja sardinas en la nieve,

le da de beber el agua de su brújula​​ 

y hasta hacen la siesta juntos.

El gato, por ello, lo mira confundido.​​ 

 

Esta vez nos alojaremos en su sótano,​​ 

donde aún habita el miedo de las enfermeras de guerra​​ 

(que, en la oscuridad, ven brillar mis heridas).

 

Los aullidos del gato nos persiguen.

No lo deja entrar, porque ella, su hija,​​ 

es alérgica a ellos.​​ 

 

Deshacemos las maletas,​​ 

como si nos desasiéramos​​ 

a nosotros mismos. ​​ 

 

La cena está servida, subimos​​ 

y nos sentamos a charlar.

Putin, las bombas sobre Gaza

y el zorro que acabamos de ver en el bosque

ocupan nuestras bocas.​​ 

 

«Cierta vez, sí, ese hombre negro,​​ 

vino corriendo a la consulta,​​ 

se le había​​ despegado​​ la oreja​​ 

y se le resbalaba por la mejilla.

 

Una mujer que iba en el metro​​ 

se puso a chillar como una hiena,

she fainted»,

 

nos cuenta él, imitando en inglés​​ 

la voz del afroamericano,​​ 

un cliente al que le hizo una prótesis de oreja.​​ 

 

Reímos mientras parte de mí​​ 

se imagina la vida como una prótesis,

como algo que no es nuestro​​ 

y que se nos​​ resbala.​​ 

 

Ayudo a recoger el servicio y otra vez lo veo:

el gato mirándonos​​ 

tras la puerta de cristal de la cocina.

 

Esta vez me señala a mí el corazón,​​ 

que cae sobre la nieve​​ 

como una sardina congelada.

De pronto descubro que soy​​ yo​​ 

el que os mira desde fuera

mientras que tu padre y tú resplandecéis ​​ 

 

como dos animales que acaban de nacer​​ 

desde la misma​​ grieta.​​ 

No cabe duda, así como «escribir»​​ 

es borrar palabras, desaparecer​​ 

es la mejor forma de estar en todas partes.

 

 

 

 

 

 

 

Mantenerse fiel a las ideas es más fácil para un perro

 

Si el peso de un hombre​​ 

es inversamente proporcional a su vacío,

el peso de un perro​​ 

es inversamente proporcional a su ladrido.

 

Lo sabemos y, por ello, lo saludamos​​ 

para que nos deje entrar.

El perro nos dice «buenos días».

Nosotros, en contestación, le ladramos.​​ 

 

Mercado de Belén se llama, aquí al lado del río Itaya.​​ 

 

También estuve con mi padre en el otro Belén,

allí descubrió que a Dios​​ lo respiramos.

 

Nos advirtieron varias veces de no ir a ningún Belén.

En Tierra Santa un soldado,​​ 

aquí, en la selva, un mototaxista.​​ 

 

En el otro Belén mi padre se deslizó y besó​​ 

el lugar donde​​ dicen​​ nació Jesucristo.

Aquí, nosotros, nos agachamos para recibir una «limpia»

que «cura» la infertilidad.

 

A ella le atraen las paradas con productos esotéricos,

«los amarres» y los «brebajes afrodisiacos»​​ 

(el «R.C.», el «Sígueme Sígueme»).

 

Compramos «Palo santo», «Ají charapita»​​ 

y jabón «Abre caminos».

También un extracto de «Uña de gato» con «Maichil».

 

Le han dicho que​​ deshace​​ los tumores,

como ese que le ha brotado a mi padre​​ 

en la hipófisis,

como una perla de átomos.

 

(Y al que oigo expandirse​​ desde​​ dentro de mí).​​ 

 

Salimos del mercado,​​ 

el perro se despide de nosotros.​​ 

Yo, en agradecimiento, le arrojo mi ser.​​ 

 

Al salir de Belén, en Tierra Santa,

unos soldados nos pidieron los pasaportes

y nos preguntaron si sabíamos ladrar.​​ 

 

«¿El peso de ser extranjero en tu propia tierra​​ 

será el mismo que el de no ser?»,

le pregunto al mototaxista Bora​​ 

que nos trae de vuelta.

 

«Tanto buscar el origen, la divinidad,​​ 

cuando hasta un simple gusano​​ suri

es hijo de la colisión de dos estrellas», me dice.

 

¿El epitafio será entonces el haber nacido?

 

 

 

 

 

Librería

También puedes leer