Nací un jueves. Nazco todos los días.
Ya he aprendido a guardar secretos.
No diré que me tiño el pelo con sangre.
No diré que la recolecto de las heridas, de las comisuras de labios reventados, del flujo menstrual.
La recolecto y me pinto el pelo, desde hace mucho tiempo.
Tú lo sabes, una medusa necesita alimentar a sus serpientes.
Me veo al espejo.
A mí siempre me sucede lo inverso.
Él no me hubiera gustado si fuera otro.
El contacto con la muerte siempre me lleva a ti. Pienso en el miedo que me provocabas, en la angustia exasperante que me hacía vislumbrar una salida rápida e infinita, una posibilidad de fin.
Después lo abandoné todo, a esa idea y a ti.
Prometiste de rodillas seguirme a cualquier lado, incluso a ningún lugar. Desistí, es que, Fausto yo te hubiera amado siempre y te seguiría deseando incluso cubierto de gusanos.
No entendí por qué ya no dolía, por qué su existencia se había vuelto tan insignificante. Ya no sentía, no había mareo, no imágenes distorsionadas, ni sed de sangre. Todo estaba allí: las imágenes yuxtapuestas, el cúmulo de sentimientos y los nervios de punta y los dientes relucientes y las llanuras y el desierto y la noche y el abismo y los hijos (rotos) y el cordón umbilical compartido y la lengua pastosa y las voces desconocidas y los líquidos derramados y la memoria. Todo estaba y se confundía. Ninguna de esas cosas, ni una hecatombe, ni un desastre interno, ni saber la cifra del infinito, ni la suavidad de una aguja, ni el sedante ajenjo, nada me hipnotizaba. Ningún ángulo, ni todos los ángulos me seducían, la salud mental, el silencio, el habla, el lenguaje, las palabras enroscándose como larvas, nada de eso me importó y lo veía todo y tanto y todo y tanto y nada, nada, nada.
Fausto vengo a decirte que no pienso librar una batalla más contigo.
Sé que has matado hombres y destrozado lugares.
No me importa. No me intimida.
Acuérdate, sé el secreto:
Dos medusas pueden verse a los ojos sin petrificarse.
No pienso librar una batalla más contigo.
Dispárame por la espalda. Si te atreves.