Christophe Manon (Burdeos, 1971) publicó una veintena de libros, entre ellos Au nord du futur (Nous, 2016), Jours redoutables (Les Inaperçus, 2017), Vie & opinions de Gottfried Gröll (Dernier télégramme, 2017), Testament, d’après F. Villon (Dernier télégramme/Bisou, 2020), Provisoires (Nous, 2022), Tout disparaîtra (éditions Sun/Sun con el Museo Albert-Khan, 2024), Signes des temps (éditions Héros-Limite, 2024) y Un amour (Dernier télégramme, 2025). También es autor de una trilogía en Éditions Verdier : Extrêmes et lumineux (2015), Pâture de vent (2019) y Porte du Soleil (2023). Tres de sus libros han sido traducidos al español: El Idios (Ediciones Cuadrivio, México, 2019, traducción de Daniela Camacho), Testamento (Siguiendo a François Villon) (Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2022, traducción de Mariano Rolando Andrade) y Al norte del futuro (Editorial Escarabajo, Bogotá, 2023, traducción de Mariano Rolando Andrade).
***
PUERTA DEL SOL
Llegado a Perugia, Umbría, Italia, en julio del año de Cristo 2019,
tras las huellas de mis bisabuelos maternos,
con la ayuda de una beca de escritura
otorgada por el Instituto Francés,
de verdad les digo, durante mi estadía,
me vi sobre todo confrontado de forma desastrosa
a la soledad y a la angustia frente a mis propias infamias.
Había superado hacía mucho tiempo ya el meridiano de nuestra vida
y no sé bien lo que esperaba encontrar
en ese viaje lejano. Había partido de París
en un estado de agotamiento y de tensión
que nunca antes había conocido,
tras meses particularmente difíciles y laboriosos.
Partía hacia los infiernos, llevaba todo el mal
que había cometido en mi contra; en mi contra y en contra de los otros.
Y había llegado a Perugia medianamente afectado,
al término de un largo y penoso periplo,
luego de numerosas vicisitudes,
retrasos de trenes, conexiones pérdidas,
líneas ferroviarias cortadas entre Francia e Italia
a raíz de un desprendimiento causado por las inclemencias climáticas.
*
Intentaba escribir, pero al proyecto
para el cual había venido le costaba tomar forma.
Me lanzaba sobre una pista, y la abandonaba enseguida
por temor a perder el poco tiempo del que disponía.
Incluso los libros, los abría y los dejaba con turbación.
Las palabras no llegaban a mi entendimiento,
tropezaba con ellas como con pesadas piedras
que bloqueaban un sendero escarpado.
Se me habían vuelto completamente opacas
y no tenían ninguna resonancia en mi espíritu.
No veía en ellas más que un laberinto
indescifrable de símbolos de los cuales era
incapaz de percibir el significado.
Era como si hubiese sido condenado a errar
solo sin fin en esta ciudad donde vivieron mis ancestros,
como si estuviese perdido en uno de los círculos
del infierno cantado por Dante,
y no en el paraíso.
Estaba muy exaltado.
Caminaba rápido, más rápido que los fantasmas.
Rondaba las calles con una bolsa
de tela y la cabeza cubierta de ceniza.
¿Por qué deambular una y otra vez
por caminos difíciles y penosos?
*
La muerte estaba por todas partes a mi alrededor,
y la vida perdida de los muertos que se convierte en la muerte de los vivos.
Eran órganos sexuales con cabezas de muerto,
cuerpos con cabezas de muertos,
los senos tenían cabezas de muerto como pezones.
En todas mis miradas, estaba la muerte.
Torrentes de sangre rezumaban de los muros
y corrían a través de las calles. ¿Por qué tanto pavor?
¿Por qué tantas bajezas?
Me acostaba tarde, embrutecido por el alcohol, me levantaba temprano.
Mis noches, aunque muy breves, eran muy agitadas,
llenas de crímenes y mutilaciones, de orgías de todo tipo,
mi sueño era sin cesar bruscamente
interrumpido. Me daba vuelta y volvía a darme vuelta
de espaldas, de un costado, boca abajo,
aferraba mi almohada contra mí
en un abrazo a la vez doloroso y ferviente.
Así incubaba mi desasosiego.
Ya no estaba ni siquiera seguro de haber
conocido el calor de un cuerpo humano contra el mío.
Estaba hundido en este estado, lo recuerdo.
*
Morí en tres ocasiones.
Tres veces mientras recorría
las estrechas calles de Perugia
y atravesaba la Puerta del Sol,
suspendiendo un breve instante mi errancia
para contemplar desde lo alto de las escaleras
en la hora tranquila del crepúsculo el panorama
sobre la ciudad y la campiña circundante,
quedé deslumbrado por bellezas tales
que mi conciencia se desvaneció
fuera de ella misma
a tal punto mi exaltación me había vuelvo sensible
a la gracia y a los esplendores del mundo.
Mi deseo era tan ardiente, mi turbación tan grande,
que tres veces tuve el espíritu quebrado
y fui objeto de un súbito vértigo
que me hizo perder conocimiento ante la vista del cielo
encendido por vivos destellos que se enroscaban
en un torbellino de colores resplandecientes.
Era como si de repente el tiempo
y el espacio ya no tuviesen medida.
Y percibí entonces en mis oídos el eco
lejano de un canto de una inefable dulzura.
Era por así decirlo una lluvia
centelleante de notas de luz parecidas
a los astros que brillan en el firmamento.
*
Los monstruos, los espectros, los cuerpos atormentados y bajo suplicio
habían desaparecido tan bruscamente como habían surgido.
Ya no me sentía asediado por visiones lascivas.
El cielo ya no estaba repleto
de serafines y grifos,
ya no había lucha
entre los ángeles y los demonios.
Incluso los vencejos habían cesado
su vertiginosa coreografía.
Mi corazón latía de nuevo con normalidad.
El clima también había cambiado,
las nubes se habían disipado,
el cielo era ahora invariablemente azul.
El alcohol ya no tenía el mismo efecto.
Permanecía estupefacto, vagamente preocupado.
Sentía una inmensa tristeza,
me sentía profundamente desamparado.
¿Qué había pasado realmente?
¿Qué tempestad se había levantado de tal forma en mí?
¿Qué exaltación?
Una vida cambiante, múltiple, una inmensidad violenta.
*
Pero no creo haber sido víctima
de algún síndrome de Perugia,
un presunto shock estético
que sería en suma el mismo
más o menos que el que experimentó
Stendhal en Florencia cuando
se encontraba de rodillas
en un reclinatorio, la cabeza dada vuelta
hacia atrás para contemplar,
en la basilica Santa Croce,
el fresco de la cúpula
de la capilla Niccolini
pintado por Volterrano.
Todo hacía pensar más bien
que me había embarcado
demasiado en el camino
que nos conduce directamente
más alla de las lágrimas
hasta la muerte.
*
Porque las distancias creadas
por el tiempo son infranqueables.
Corriendo atrás de fantasmas,
por más familiares que sean,
lo más que se atrapa es viento.
Había venido sin embargo con mucho amor,
que no me fue de ningún auxilio.
“¿Raíces? Todo el mundo tiene raíces”,
dice William Carlos Williams,
eso no representa el menor interés.
Hay que dejar descansar en paz
a aquellos cuyo recorrido aquí abajo terminó
y no intentar saldar las cuentas del pasado,
bajo riesgo si no de agitar nuestros propios espectros.
Los muertos son insensibles a las historias,
no necesitan ser tranquilizados,
donde están ya nada los concierne.
Eso que removemos,
eso que buscamos obstinadamente,
eso sobre lo que investigamos sin descanso,
no son más que ensoñaciones, frágiles apariencias
desprovistas de cuerpo y de realidad
que solo interesan a los vivos.
Los muertos, ellos, no tienen historias,
al menos, creo,
ya no buscan tenerlas.
*
Solo los vivos reclaman relatos
y las palabras que utilizamos
están animadas solo por nuestro deseo
de querer a todo precio despertar a los muertos
por su invocación sonora,
porque tememos ser al final
como ellos indiferentes al impenetrable
desorden de los acontecimientos.
Mantener desde luego el recuerdo,
pero no hay nada que restaurar,
nada de verdad que pueda ser reparado.
¿Conservar un registro, testimoniar? ¿Pero sobre qué?
En el fondo, las crónicas de los tiempos pasados
quizás solo son escritas para confirmar
nuestro propio sentimiento de existencia.
Y si a veces hacemos un alto,
si estamos tentados a veces
de darnos vuelta un instante
para echar una última mirada hacia atrás
sobre aquellos que amamos,
cuidémonos sobre todo de no permanecer
petrificados por lo que vemos, y procuremos
lo antes posible continuar por el mundo
la trayectoria que nos es asignada.
***
MARIANO ROLANDO ANDRADE (Buenos Aires, 1973) publicó Los viajes de Rimbaud (Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 1996), Canciones de los Mares del Sur (Buenos Aires Poetry, Buenos Aires, 2018), Aristas, relatos en los confines de Europa (Ediciones La Parte Maldita, Buenos Aires, 2021) y Baladas de los Mares del Norte (Editorial Leviatán, Buenos Aires, 2023).
Compiló y editó Luisa Futoransky: Los años argentinos (Editorial Leviatán, 2019) y Luisa Futoransky: Los años peregrinos (Editorial Leviatán, 2022), primeros dos volúmenes de la poesía reunida de la poeta argentina.
Como traductor publicó Poesía Beat (Buenos Aires Poetry, 2017), y Testamento (siguiendo a François Villon) (Editorial Leviatán, 2022) y Al norte del futuro (Escarabajo Editorial, Bogotá, 2023) de Christophe Manon.