El duelo de Jorge Pimentel y Antonio Cisneros

Roger Santiváñez nos recuerda que un 15 de marzo de 1972 tuvo lugar el famoso duelo poético entre los poetas peruanos Jorge Pimentel y Antonio Cisneros, ambos magníficos, en plenitud poética e inicios de los años setenta. Era una disputa entre poéticas (el británico modo y el poema integral) y clases sociales (¿también entre castas?) al interior del campo literario peruano. Sobre el duelo, José Carlos Yrigoyen dice: "Cisneros en ese momento era un poeta de 29 años que, a su corta edad, había conseguido lo que otros no podrían lograr en toda una vida: el premio Casa de las Américas, el Premio Nacional, ediciones y traducciones en el extranjero. Mientras que Jorge Pimentel era un alumno con estudios inconclusos en la Villarreal y la Cantuta, que había publicado solo un libro". Y añade: "Toño tenía un ego espectacular, es verdad. Y creo que Jorge Pimentel logró picarlo. Desde Cagnes-sur-mer, en la Costa Azul, Cisneros respondió a los ataques del manifiesto de Hora Zero, con lo que es hoy una frase clásica: “Compañeros: veo que el primer número de Hora Zero lo han empezado con el pie derecho. Que la próxima vez lo escriban con la mano”. Jorge tiene esa capacidad de sacar de sus casillas a la gente, Toño aceptó el duelo y creo que el ganador, a pesar de ser un empate, fue Jorge". Carlos Torres Rotondo concluye: "En cierta manera ganó porque era el recién llegado".

 

 

 

 

 

 

 

En el 62 las aves marinas hambrientas llegaron hasta el centro de Lima

 

Toda la noche han viajado los pájaros desde la costa —he aquí

la migración de primavera:

las tribus y sus carros de combate sobre el pasto, los templos,

los techos de los autos.

Nadie los vio llegar a las murallas, nadie a las puertas

—ciudadanos de sueño más pesado que jóvenes esposos—

y ninguno asomó a la ventana, y aquellos que asomaron

sólo vieron un cielo azul-marino sin grieta o hendidura entre su lomo

—antes fue que el lechero o el borracho final— y sin embargo

el aire era una torre de picos y pellejos enredados,

como cuando dormí cerca del mar en la Semana Santa

y el aire entre mi lecho y esas aguas fue un viejo gallinazo de

las rocas holgándose en algún patillo muerto

—y las gaviotas-hembra mordisqueando a las gaviotas-macho y

un cormorán peludo rompiéndose en los muros de la casa.

 

Toda la noche viajaron desde el Sur.

Puedo ver a mi esposa con el rostro muy limpio y ordenado mientras sueña

con manadas de morsas picoteadas y abiertas en sus flancos por los pájaros.

 

Antonio Cisneros

 

 

 

 

 

 

Balada para un caballo

 

Por estas calles camino yo y todos los que humanamente caminan
por esencia me siento un completo animal, un caballo salvaje
que trota por la ciudad alocadamente sudoroso que va pensando
muy triste en ti muy dulce en ti, mis cascos dan contra
el cemento de las calles. Troto y todo el mundo trata
de cercarme, me lanzan piedras y me lanzan sogas
por el cuello, sogas por las patas, me tienden toda clase
de trampas, en un laberinto endemoniado donde los hombres
arman expediciones para darme caza armados de perros policías
y con linternas, y cuando esto sucede mis venas se hinchan
y parto a la carrera a una velocidad jamás igualada
por los hombres, vuelo en el viento y vuelo en el polvo.
Visiones maravillosas aparecen ante mis ojos. Y vuelo
y vuelo. Mis extremidades delanteras ejercen presión
sobre las traseras y paralelamente y aun mismo ritmo
antes de asentase en el polvo retumban en la tierra.
Relincho. Y mi cuerpo va tomando una hermosísima elasticidad
me crecen pelos en el pecho y es un pasto rumoroso
el que se ondea y es una música y es un torbellino
de presiones que avanzan y retroceden en mi vuelo. Atrás
van quedando millares de kilómetros y sigo libre. Libre
en estos bosques dormidos que despierto con el sonido
de mis cascos. Piso la mala hierba y riego mis orines
calientes, hirviendo en una como especie de arenilla.
Descanso a mis anchas, bebo el agua de los ríos, muerdo hierba
tallos, rumio. Mis mandíbulas se ejercitan. Muevo mi larga cola
espantando a los mosquitos. Los guardacaballos vigilan
desde la copa de los árboles. Caen las hojas secas.
Los días se suceden y suelo dar suaves galopes hacia la vida.
En invierno los senderos se hacen tortuosos; el fango todo lo invade.
Para el frío utilizo cabañas abandonadas, cuevas en los cerros
que me resguarden de las tormentas. Yo observo la lluvia
desde mi cueva. Cae la lluvia y todo lo moja. Con este tiempo
suelo galopar poco cuidándome de un desgarramiento.
Muchas veces me siento solo y llego hasta los helechos
de los ríos para pensar muy dulce en ti muy triste en ti
y voy galopando bordeando el río añorando alguna yegua
que llegó a correr en pareja conmigo. A veces los niños
que vagan sueltos por las campiñas mientras sus padres
realizan tareas de recolección o labranza me montan a pelo
y solemos recorrer ciertas distancias, ganando los años,
aumentándolos. De ellos sí recibo algún trozo de azúcar.
En el verano el sol se pone rojo y se hace presente con su alegría
y los habitantes de los bosques y campos suelen saludarme
con el sombrero y con la mano. Yo les contesto con un relincho
parándome en dos patas. Y con la luz solar que todo lo invade
suelo dar galopes hacia la vida. Allí
donde mi presencia es esperada me hago realidad.
Allí donde ni un sueño se revela me hago realidad
me hago realidad en esos ojos que están cansados
de ver las mismas cosas. Y es en verano cuando la vida
se enciende y mis cascos recogen la hermosura de la tarde
y asciendo a las cumbres donde diviso extensiones
de mar de cielo de tierra.
Mi figura domina la naturaleza.
Cruza por el cielo un escuadrón de tórtolas.
Cae la noche.
Mi sombra se recobra.
Las ramas crujen.
Y por un instante pensé muy triste en ti muy dulce en ti.
Cae la noche en estos bosques, pareciera que la tierra
se difunde con la noche se propaga se manifiesta.
Y toda la noche he ido creciendo. Y crecía y crecía
aún más aún más ¿hasta dónde crecerás?
¿No tienes miedo? No, contesté. Soy libre.
El día, el nuevo día como algo fresco se anuncia solo.
Por esta época del año suelen cruzar manadas
de caballos ahuyentados y en busca de nuevos campos.
Recuerdo que logré darles alcance y me contaron
que lograron salvarse de una cacería emprendida
contra ellos para mandarlos a vivir a un potrero
y que luego de ser sometidos al cubo de agua
y a la alfalfa son obligados en los hipódromos
a correr distancias de 1,000, 2,500, 5,000 mts.
y no eres libre de correr sino que te dopan te colocan
descargas eléctricas, te manosean, te latigan
con una fusta despellejándote. Y así durante
un buen tiempo mientras ves acumuladas alforjas
de oro y plata. Hasta que llegue el momento de ser
sometido a la reproducción arrinconándote a una yegua
a la vista y paciencia de todos, sin intimidad
en una mañana de tinieblas y poca luz y luego
te separarán de tu yegua y potranco y pasarás
tus años inmisericorde como padrillo viejo y cuando
manques te dispararán un balazo en la sien. Ya
había galopado un buen trecho con la manada
que huía despavorida y me dijeron que probablemente
para el invierno pasarían por aquí para ir más
al norte. Y se alejaron a la carrera. Yo sabía
lo que le sucede a un caballo en la ciudad. Y
por ello me mantengo alejado de ella. Pero a veces
me interno y sucede lo que tiene que suceder. Pero si yo
me rebelo y persisto y amo terriblemente mis posibilidades
de realizarme en un medio donde la civilización se mata
y permanecen odios, prefiero ser caballo. Mojaré
la tierra con mis orines calientes hirviendo con estas ganas
inmensas de vivir y me uniré a las manadas para galopar
hacia la vida, para mantenernos unidos y vencer,
para no estar solos, para volvernos verdes-azules-amarillos
anaranjados-rojos y trotar hacia el nuevo aire fresco
y el campo sin límites.
Seré libre así y al menos mis guardacaballos cuidarán de mí
y de mi yegua
y de mi potranco.

 

Jorge Pimentel

 

 

 

 

 

 

 

Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería al lado

 

Llueve entre los duraznos y las peras,

las cáscaras brillantes bajo el río

como cascos romanos en sus jabas.

Llueve entre el ronquido de todas las resacas

y las grúas de hierro. El sacerdote

lleva el verde de Adviento y un micrófono.

Ignoro su lenguaje como ignoro

el siglo en que fundaron este templo.

Pero sé que el Señor está en su boca:

para mí las vihuelas, el más gordo becerro,

la túnica más rica, las sandalias,

porque estuve perdido

más que un grano de arena en Punta Negra,

más que el agua de lluvia entre las aguas

del Danubio revuelto.

Porque fui muerto y soy resucitado.

 

Llueve entre los duraznos y las peras,

frutas de estación cuyos nombres ignoro, pero sé

de su gusto y su aroma, su color

que cambia con los tiempos.

Ignoro las costumbres y el rostro del frutero

–su nombre es un cartel–

pero sé que estas fiestas y la cebada res

lo esperan al final del laberinto

como a todas las aves

cansadas de remar contra los vientos.

Porque fui muerto y soy resucitado,

loado sea el nombre del Señor,

sea el nombre que sea bajo esta lluvia buena.

 

Antonio Cisneros

 

 

 

 

 

 

 

Naturaleza muerta en Innsbrucker Strasse

 

Ellos son (por excelencia) treintones y con fe en el futuro.

Mucha fe.

Al menos se deduce por sus compras

(a crédito y costosas).

Casaca de gamuza (natural),

Mercedes deportivo color de oro.

Para colmo (de mis males) se les ha dado además por ser eternos.

Corren todas las mañanas (bajo los tilos)

por la pista del parque y toman cosas sanas.

Es decir, legumbres crudas y sin sal,

arroz con cascarilla, agua minerales.

Cuando han consumido todo el oxigeno del barrio

(el suyo y el mío)

pasan por mi puerta (bellos y bronceados).

Me miran (si me ven)

como a un muerto

con el último cigarro entre los labios.

Antonio Cisneros

 

 

 

 

 

 

 

Un señor tirado en el suelo

 

Mierda la cólera y el lagarto
de terciopelo azul que se ríe de mí.
Mierda la risa del joyero y su baúl
preguntándome preguntándome
cobrándome cobrándome.
Mierda la casa y su rabo de paja
y su ají de gallina y su carajo.
Mierda mi sueldo cual catalizador
y todavía no pago luz, agua.
Mierda el procurador, el cajero,
el gerente y su no amarás, no llegarás.
Mierda, carajo.
tampoco me quedo.
Llamo por teléfono y no hay nadie.
Otro buenos días y caigas.
Un beso y lápidas.
Un caramelo y jugarías.
Un saludo y nadie te recuerda.
Pero caerías y morirías.
Te da risa. ¡Hasta cuándo!

 

Antonio Cisneros

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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