El destino de la vela es arder
cuando sube la última voluta de humo
lanza una invitación a guisa de despedida:
“entre dos fuegos sé el que alumbra”.
Al final de la noche, un umbral se ilumina,
nos atrae aún hacia su dulce misterio;
los grillos cantan el verano sin fin,
en algún lado, la vida vivida sigue intacta.
En la plenitud del verano
vuelve lo que ha sido:
todos los frutos suspendidos, altos,
toda la sed saciada.
No ruegues nada.
No esperes que te paguen.
Lo que tú das traza una vía
que te lleva más lejos que tus pasos.
Del agua nace el fuego,
del fuego el aire
mezclado al soplo puro
de una cierva dormida.
De las tinieblas sin fondo surgen los trazos
por ti trazados, hijo de la honda noche.
Al llevar las quemaduras del astro, no eres
sino una antorcha hecha de ramas y de hollín.
Noche de luna. Alguien, solo, despierta,
se conmueve por lo que desde siempre
tantos y tantos vieron y callaron,
se abre a la corriente ardiente del puro espacio.
Sorprendes el vuelo de las luciérnagas,
escuchas la caída de los pétalos,
¿es para ti la hora de las soledades?
¿o es la hora la de la acogida?
La inmensa noche del mundo
sembrada de estrellas,
¿tendría sentido
sin nuestra mirada?
Perra fiel, la ola vuelve
a lamer tus pies con su lengua amarga.
Olfateando de pronto el miedo arcaico
día y noche en tus venas ladra.