Poesía norteamericana: Margaret Randall

En versión de Sandra Toro, leemos a la poeta norteamericana Margaret Randall (Nueva York, 1936). Vivió durante los años sesenta en México y fundó junto a Sergio Mondragón la mítica revista El corno emplumado. Vivió en Cuba y en Nicaragua. Investigó entonces la vida de las mujeres en la revolución. Es autora de más de 200 libros de poesía, ensayo e historia oral.

 

 

 

 

 

Como pedazos de palabras demasiado cansados ​​para levantar los pies

 

Desperté con el recuerdo de otra persona

en la cabeza.

Mi sueño tenía un sabor distinto

pero no comprendí la magnitud

del cambio hasta que moví los pies

sobre el suelo frío y me di cuenta de que detrás​​ 

de la puerta de mi dormitorio no conocía nada.

 

Explorar ese lugar donde vivía

me llevó hasta bien entrada la tarde.

Era dos talles más grande​​ 

la ropa en mi placard

y yo que creía que detestaba el verde lima

encontré camisas, bufandas

y hasta ropa interior de ese color.

 

Lo que más me confundía

era mi memoria vieja

—que se burlaba de mí​​ 

desde la orilla de lo nuevo —

como pedazos de palabras

demasiado cansados para levantar los pies

y correr.

 

En el momento en que supe que el desafío

podía ser demasiado grande

fue cuando comencé a sentir que unos años

de mi niñez estaban bloqueados

—flotando justo bajo la superficie—

después de todo el trabajo que costó desenterrar

lo que olvidé la primera vez.

 

Ahora me pregunto quién tendrá mi memoria.

¿Andará por la cabeza de alguna otra persona

o la habrán despachado a un reino

donde todo se olvida

y las caras vacías

anhelan aunque sea la imagen más horrible

como prueba de que viven?

 

 

 

 

 

 

 

Su sensibilidad animal

 

Miro el noticiero: hombres a caballo

en Mississippi, 1964,

y me pregunto por los caballos.

De los hombres, sé todo lo que hace falta.

¿Pero esos caballos​​ 

sabían a quiénes acarreaban,

los crímenes que ayudaron a cometer?

 

Ni las melenas magníficas ni los cuerpos bañados de sudor

resplandecientes en el fragor de la batalla desigual,

ni el estruendo de los cascos al aplastar todo a su paso,

ni la danza embustera de sus patas,

ni el peso enorme dirigido contra la presa inocente,

ni siquiera la profundidad de esos ojos milenarios

ofrece alguna pista.

 

Creemos entender a los animales que criamos,

pero poco sabemos de quienes hacemos uso y abuso,

imaginamos que sienten como nosotros

o asumimos que no tienen ningún sentimiento.

En su sensibilidad animal,

¿les molestará adónde los llevamos

y lo que les obligamos a hacer?

 

Los perros que atacaron los poblados sudafricanos

o se echaron a los pies de Goebbels, Hitler, Hess.

Las vacas sagradas de la India

que obstruyen el tránsito en las calles de Nueva Delhi.

Los elefantes que alimentan la memoria y los leones

cuyos padres vagaron por la sabana, confinados en

zoológicos mientras paseamos por sus vidas robadas.

 

El cuervo que te abre la mochila, te quita

una pastilla de jabón pero seguro no la acapara

por razones que podamos entender.

Las ballenas cuyo idioma resonante

nos esforzamos por descifrar.

Los gatos domésticos, que nos parecen imperturbables

con sus modos lánguidos y su expresión de desdén.

 

 

 

 

 

 

 

Los he visto a todos en fotos, en películas,

o en las casas de su gente,

incluso de aquellos que los quieren bien,

y me pregunto qué piensan y qué sienten,

si conocen el juicio,

si tendrán frustraciones o arrepentimientos,

y si alguna vez nos encontraremos en un terreno común.

 

 

 

 

 

 

 

 

Estoy acá

 

El bosque se estaba reduciendo, pero los árboles seguían votando

por el hacha, porque el hacha era astuta y convencía a los árboles

de que, como tenía el mango de madera, era uno de ellos.

—Proverbio turco

 

El brazo derecho se me separó del cuerpo

y cayó por un acantilado

sin retorno.

Traté de agarrarlo con el izquierdo

pero tenía que hacer equilibrio para no caerme

atrás de mi apéndice.

 

Allá va el anillo de turquesa​​ 

que me regalaste. Lo usé

todos los días de nuestro amor.

Se me partió el corazón, pero sabía que

la pérdida iba a ser parte

de esta fatalidad inminente.

 

La esperanza era la gravedad que nos mantuvo

avanzando hacia una utopía

como un espejismo en la indecisión.

Sé que me tengo que recomponer,

no por la ruina mediocre del conformismo

sino como armadura de resistencia.

 

Decepción por 70 millones de

compatriotas,

rabia por su complicidad

y repugnancia por esa figura de odio,

el flautista de Hamelin que nos llevaría

a los hornos,

 

sé que tengo que dejar a un lado​​ 

mi dolor y mi rabia, descender

de esta altura peligrosa del desprecio,

y ocupar mi lugar entre los que entienden

el precio de la libertad

en una tierra que vendió el alma.

 

Estoy acá. Sigo dispuesta. Mayormente capaz.

Abatida pero ansiosa por compartir

lo que aprendí con aquellos que

deben asumir la carga de la necesidad.

Gravedad también es el poder del arte

en un horizonte nuevo.

 

 

 

 

 

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