Aniversario luctuoso de Jaime Sabines

Jaime Sabines murió el 19 de marzo de 1999.  Presentamos, como mínimo homenaje, algunos de sus poemas así como un texto “extraño” dentro de su obra, recogido en la antología “Los amorosos y otros poemas” que preparó Mario Bojórquez en 1997 y cuya introducción también publicamos aquí. Según Bojórquez, “La poesía de Jaime Sabines es un milagro lírico de nuestra lengua en la segunda mitad del siglo XX”.

 

 

 

 

PRESENTACIÓN

 

La poesía de Jaime Sabines es un milagro lírico de nuestra lengua en la segunda mitad del siglo XX. Quien lo lee no puede evitar el zarpazo dulciamargo de su muy personal estilo, donde el soneto, la prosa y el verso libre apenas alfilereado por una rima asonante -que nos recuerda el romance antiguo- se armonizan con la voz templada, coloquial y a flor de labios que nos invita a deleitarnos ya en la soledad inocua del cuarto, ya en la beligerante habitación del amor. Poesía de Cámara, íntima y luminosa que reconviene sobre los estamentos más puros del más puro romanticismo: el Amor en la Muerte, la Muerte en la Vida, la Vida en el Amor. Vida, Muerte, Amor, son los tres nombres pronunciados en este dulce lamentar; Vida, Muerte, Amor, son, como quería el poeta, las tres heridas escritas en el arenal del corazón.

 

Sin olvidar el prodigioso pulso que dictó el “Lento amargo animal”, o “Mientras los niños crecen”, se ha elegido el tema amoroso, porque sin duda es éste el que ha dado al poeta mayor nombradía en el azar del gusto; Sabines es el poeta amoroso que todavía puede ser declamado de memoria por el amante rendido en la oscuridad de los parques, o en la encendida alcoba.

 

Desde la publicación de Horal en 1950, ya encontramos la poesía madurada en el fuego álgido del tema; poemas que pasarán al repertorio inequívoco del lector como: “Yo no lo sé de cierto”, “Sitio de amor” o “Los amorosos”; y en cada nuevo libro publicado aparecerán otros poemas que se incluirán en la feliz memoria: “Pequeña del amor”, “Los he visto en el cine”, “Ayer estuve observando los animales”, “Te quiero a las diez” o “Pensándolo bien”.

 

Sabines ha logrado con su poesía amorosa una popularidad inusitada para la literatura mexicana, podríamos decir, incluso, que este poeta ha creado un público lector para la poesía: estudiantes, amas de casa, periodistas y profesores lo leen con gran pasión, es un poeta que llena plazas y auditorios, que arranca suspiros de muchachas y que inicia a los niños en la lectura. Sabines es, sobre todo, un poeta amado por sus lectores.

 

El Centro Cultural Tijuana, bajo la dirección del licenciado Alfredo Álvarez Cárdenas, ha impulsado la creación de este nueva colección Ars Amandi, en la que se reúnen las voces más privilegiadas de la poesía mexicana contemporánea, explorando uno de los complejos y emocionales temas de la poesía: el amor. Ahora, en coedición con la Universidad Autónoma de Baja California aparece Los amorosos y otros poemas que recoge una buena parte de la poesía amorosa de Jaime Sabines; el criterio de selección que impera en esta muestra está permeado por el deseo de compartir desde la perspectiva del lector, aquellos poemas que han marcado la tradición literaria, y al mismo tiempo divulgar la obra de uno de nuestros poetas mayores en el fin de siglo en México.

 

Quiero, finalmente, agradecer al maestro Jaime Sabines, su disposición para la publicación de este libro, y en particular sus observaciones y paciente lectura.

 

Mario Bojórquez

Tijuana, octubre de 1997

 

 

 

 

 

 

 

 Tía Chofi

 

Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi,

pero esa tarde me fui al cine e hice el amor.

Yo no sabía que a cien leguas de aquí estabas muerta

con tus setenta años de virgen definitiva,

tendida sobre un catre, estúpidamente muerta.

Hiciste bien en morirte, tía Chofi,

porque no hacías nada, porque nadie te hacía caso,

porque desde que murió abuelita, a quien te consagraste,

ya no tenías qué hacer y a leguas se miraba

que querías morirte y te aguantabas.

¡Hiciste bien!

Yo no quiero elogiarte como acostumbran los arrepentidos,

porque te quise a tu hora, en el lugar preciso,

y harto sé lo que fuiste, tan corriente, tan simple,

pero me he puesto a llorar como una niña porque te moriste.

¡Te siento tan desamparada,

tan sola, sin nadie que te ayude a pasar la esquina,

sin quien te dé un pan!

Me aflige pensar que estás bajo la tierra

tan fría de Berriozábal,

sola, sola, terriblemente sola,

como para morirse llorando.

Ya sé que es tonto eso, que estás muerta,

que más vale callar,

¿pero qué quieres que haga

si me conmueves más que el presentimiento de tu muerte?

 

Ah, jorobada, tía Chofi,

me gustaría que cantaras

o que contaras el cuento de tus enamorados.

Los campesinos que te enterraron sólo tenían

tragos y cigarros,

y yo no tengo más.

Ha de haberse hecho el cielo ahora con tu muerte,

y un Dios justo y benigno ha de haberte escogido.

Nunca ha sido tan real eso en lo que tu creíste.

Tan miserable fuiste que te pasaste dando tu vida

a todos. Pedías para dar, desvalida.

Y no tenías el gesto agrio de las solteronas

porque tu virginidad fue como una preñez de muchos hijos.

En el medio justo de dos o tres ideas que llenaron tu vida

te repetías incansablemente

y eras la misma cosa siempre.

Fácil, como las flores del campo

con que las vecinas regaron tu ataúd,

nunca has estado tan bien como en ese abandono de la muerte.

 

Sofía, virgen, antigua, consagrada,

debieron enterrarte de blanco

en tus nupcias definitivas.

Tú que no conociste caricia de hombre

y que desjaste que llegaran a tu rostro arrugas antes que besos,

tú, casta, limpia, sellada,

debiste llevar azahares tu último día.

Exijo que los ángeles te tomen

y te conduzcan a la morada de los limpios.

Sofía virgen, vaso transparente, cáliz,

que la muerte recoja tu cabeza blandamente

y que cierre tus ojos con cuidados de madre

mientras entona cantos interminables.

Vas a ser olvidada de todos

como los lirios del campo,

como las estrellas solitarias;

pero en las mañanas, en la respiración del buey,

en el temblor de las plantas,

en la mansedumbre de los arroyos,

en la nostalgia de las ciudades,

serás como la niebla intocable, hálito de Dios que despierta.

 

Sofía virgen, desposada en un cementerio de provincia,

con una cruz pequeña sobre tu tierra,

estás bien allí, bajo los pájaros del monte,

y bajo la yerba, que te hace una cortina para mirar al mundo.

 

 

 

 

 

 

Yo no lo sé de cierto, pero supongo

que una mujer y un hombre

algún día se quieren,

se van quedando solos poco a poco,

algo en su corazón les dice que están solos,

solos sobre la tierra se penetran,

se van matando el uno al otro.

 

Todo se hace en silencio. Como

se hace la luz dentro del ojo.

El amor une cuerpos.

En silencio se van llenando el uno al otro.

 

Cualquier día despiertan, sobre brazos;

piensan entonces que lo saben todo.

Se ven desnudos y lo saben todo.

 

(Yo no lo sé de cierto. Lo supongo.)

 

 

 

 

 

 

Sitio de amor, lugar en que he vivido

de lejos, tú, ignorada,

amada que he callado, mirada que no he visto,

mentira que me dije y no he creído:

 

en esta hora en que los dos, sin ambos,

a llanto y odio y muerte nos quisimos,

estoy, no sé si estoy, ¡si yo estuviera!,

queriéndote, llorándome, perdido.

 

(Esta es la última vez que yo te quiero.

En serio te lo digo.)

 

Cosas que no conozco, que no he aprendido,

contigo, ahora, aquí, las he aprendido.

 

En ti creció mi corazón.

En ti mi angustia se hizo.

Amada, lugar en que descanso,

silencio en que me aflijo.

 

( Cuando miro tus ojos

pienso en un hijo. )

 

Hay horas, horas, horas, en que estás tan ausente

que todo te lo digo.

 

Tu corazón a flor de piel, tus manos,

tu sonrisa perdida alrededor de un grito,

ese tu corazón de nuevo, tan pobre, tan sencillo,

y ese tu andar buscándome por donde yo no he ido:

 

todo eso que tú haces y no haces a veces

es como para estarse peleando contigo.

 

Niña de los espantos, mi corazón caído,

ya ves, amada, niña, qué cosas dijo.

 

 

 

 

 

 

LOS AMOROSOS

 

Los amorosos callan.

El amor es el silencio más fino,

el más tembloroso, el más insoportable.

Los amorosos buscan,

los amorosos son los que abandonan,

son los que cambian, los que olvidan.

Su corazón les dice que nunca han de encontrar,

no encuentran, buscan.

 

Los amorosos andan como locos

porque están solos, solos, solos,

entregándose, dándose a cada rato,

llorando porque no salvan al amor.

Les preocupa el amor. Los amorosos

viven al día, no pueden hacer más, no saben.

Siempre se están yendo,

siempre, hacia alguna parte.

Esperan,

no esperan nada, pero esperan.

Saben que nunca han de encontrar.

El amor es la prórroga perpetua,

siempre el paso siguiente, el otro, el otro.

Los amorosos son los insaciables,

los que siempre -¡que bueno!- han de estar solos.

 

Los amorosos son la hidra del cuento.

Tienen serpientes en lugar de brazos.

Las venas del cuello se les hinchan

también como serpientes para asfixiarlos.

Los amorosos no pueden dormir

porque si se duermen se los comen los gusanos.

 

En la oscuridad abren los ojos

y les cae en ellos el espanto.

 

Encuentran alacranes bajo la sábana

y su cama flota como sobre un lago.

 

Los amorosos son locos, sólo locos,

sin Dios y sin diablo.

 

Los amorosos salen de sus cuevas

temblorosos, hambrientos,

a cazar fantasmas.

Se ríen de las gentes que lo saben todo,

de las que aman a perpetuidad, verídicamente,

de las que creen en el amor como una lámpara de inagotable aceite.

 

Los amorosos juegan a coger el agua,

a tatuar el humo, a no irse.

Juegan el largo, el triste juego del amor.

Nadie ha de resignarse.

Dicen que nadie ha de resignarse.

Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,

la muerte les fermenta detrás de los ojos,

y ellos caminan, lloran hasta la madrugada

en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

 

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,

a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,

a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios

una canción no aprendida,

y se van llorando, llorando,

la hermosa vida.

 

 

 

 

 

***

Siempre fui mi pene, Dios mío,

siempre fui el pedazo de mi carne

que entraba en las mujeres,

que me hacía hombre, conocedor del mundo,

propietario de la vida y de la muerte.

¿Por qué me disminuyes?

Yo no quiero aprender de tu sabiduría.

Yo quiero el falo erecto, pero erecto,

para entrar a la hora precisa

en el dulce terrón de la tierra dulce.

¡Condédeme vivir entero

hasta los ochenta!

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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