Presentamos el poema El cielo de Maria Borio, poeta italiana cuya precoz madurez nos invita a una lectura de la transparencia de una voz que nombra lo etéreo, el alma de las cosas que danzan en un baile de significados. Su poesía es una de las más interesantes en el panorama de la poesía italiana actual. Mario Borio nació en Perugia, Italia, en 1985 y se graduó en Literatura moderna. Sus poemas han aparecido en Almanaque Mirror (Knopf, 2009), en Poesía (Crocetti, 2012), y en las revistas “Atelier”, “Ulises”, “italiano Poetry Review”, en la página web “Las palabras y cosas”. Una antología de textos se emite en el duodécimo cuaderno de poesía contemporánea italiana por Franco Buffoni (Marcos y Marcos). Tiene un doctorado en literatura italiana con una tesis sobre la poesía italiana del último cuarto del siglo XX. Editor en la i9mportante revista electrónica Nuovi Argomenti. El poema que aquí publicamos ha sido traducido, impecablemente, por el poeta español Pablo López Carballo.
EL CIELO
Sé que αρμονία significa también enlace,
conexión, unión. “Mientras los maderos estén
sujetos por las clavijas, seguiré aquí,
y sufriré los males que haya de padecer”
(Odissea, V, 361-362)
Las nueces abiertas sobre la mesa
son todavía sonido
—el movimiento brillante de los ojos
de la puerta a la mesa:
el trabajo, el peso que no existe,
las ligeras ansias para las personas—
como si la belleza no tuviera un origen.
Estas nueces han hecho ruido,
me quitan los pensamientos
(nacen y son ya de todos,
todos los pensamientos…),
me reclaman al cuerpo,
a lo que nombro sabor
(las ideas nunca tienen cuerpo,
¿son parte de todos?),
me retienen contando los restos,
reuniéndolos sobre la mesa
(y mis pensamientos ¿a quién
han hecho feliz?).
Las cáscaras rotas pertenecen a estas manos
en la cavidad, en las líneas de las palmas,
puntas de semillas —nace una vida
al instante dentro de estas manos.
No tener pensamientos.
Apenas por encima de las noticias yo conozco nombres y personas
como era el laberinto de los cristales, en el parque, de los espejos
hasta que batiendo encontrabas la salida.
Porque no tengo la salida ahora—
se llama red,
corta un cuadrado exacto
y un lugar que está en todas partes.
O soy el blanco de fondo
en el pasillo de espejos
corte de diagonales y metal
en el suelo, ajustado en torno al cuerpo
con los neones que hacían indistinguibles
la piel y el aire como una sombra transparente
que nos sigue a cada uno, pero al girarse no está.
Y allí el trozo de vieja moneda,
el círculo de bronce con el delfín
había caído al suelo
cuando estábamos cerca de la salida,
y por no perderla la hemos dejado.
Allí, exactamente he creído
en una lengua para todos
idéntica al aire a los espejos,
del inventor del laberinto a nuestras manos sudadas
que protegían la frente:
error o desvío,
pero era solidez
batir la frente de vez en cuando
antes de llegar.
Y en la salida del parque el experto de los crepes,
la brecha en círculo como la plataforma oscura
donde lanzas y capturas
y pierdes, y después las zapatillas de gimnasia
sobre la brecha y el mes cierto
noviembre —siempre un rito
mientras el tiempo ahora es filiforme
y los sentimientos veraces que todos pueden entender
y ver en la sola infinita
red —o, a veces, en equilibrio,
alguno que devuelve la moneda.
Han pasado días como voces,
las voces útiles al aire cuando se llena.
Han pasado días demasiado míos
a los que hablo cortocircuito.
Y los tuyos —aquellos de
él, del otro, del otro,
otras voces
yo de ellos, ellos
de mí y nadie
de nadie.
Se me aparecían rostros de mujer
en el mármol de la fachada,
llenos de luz de diciembre
y demasiado ligeros para entender
si son jóvenes o viejos, criaturas
innaturales o animales.
Aparecía la geometría
las ficciones, y todos los residentes,
resbalando cerca, secretos,
agrietados por el sol resbalando
de boca en boca de cuerpo en cuerpo,
se unían a las personas reales,
me hacían personaje.
Contar es lo único,
reconocerlas en la luz exacta
las voces que no parecen auténticas,
que deseas transparentes,
inocentes o simples—
y te hacen más única
de una persona sola.
Un interior —la presión del agua
en los tubos, la luz de la lámpara
huida, el respiro,
masticar objetos… es nutrirse
de poco, pensar en rejillas de metal
en las que suspender las sustancias de la naturaleza,
recrear.
Luego, exterior —pasas como si nada,
se para el coche, el viento, la mosca
endeble entre los cuadrantes de la casa,
el hilo de hierba seco por el hielo,
todavía pasan —como un yo multiplicado.
¿Hasta cuándo —me dirás, me dirás—
sabremos que protegidos o expuestos
es lo mismo?
Me dirás que las criaturas inconscientes
no existen, y cava cava
cada uno se encuentra.
En el fondo es
la base de la hierba,
el contacto entre la calle y la tierra,
el estruendo de ultrasonidos entre las alas y el aire,
los pliegues entre pared y pared,
el halo de respiro en el vaso
y la sombra que degrada.
Todo es
cierto en las escalas múltiples
como las frases que nos llevan adelante
adelante a entender, el gesto
en el que hurgas para ver el fondo.
Interior lleno de nada,
la luz grisazulada que llega
es de mañana o de tarde
y las cosas usurpadas de la sombra
un segundo te ven como tú las ves.
El cristal es todo invierno,
los árboles se apoyan,
un cuadro es pared,
la célula otra célula:
quizás podría continuar
con los sentimientos despojados
como las gotas que llaman a la luz,
podría ignorar…
memoria: cada uno reconoce
también fingiendo.
Pasan los colores del invierno
fuera de la ventana como si las necesidades
fuesen estatuas en el cielo
escondidas a la naturaleza. Pero las analogías
se perciben más que la necesidad
fuertes con el agua nueva—
así dicen las plantas
sobre las que regresa el invierno mil veces—
es extraño ser anónimos y nosotros,
escavando el invierno,
amurallando los límites
otros nosotros mezclados con los árboles
parecen árboles y son
¿nosotros…?
Prefiero el final de los insectos
tiesos en espirales de madera
para morir de aire seco
cuando el viento es demasiado fuerte:
mi alma ha muerto mil veces
y ha regresado, privilegio
que apaga e inunda.
Todavía pruebo a fijarla
en el instante que, anónima, se apoya
en la naturaleza sin pruebas y cree
que nada existe.
EL CIELO
Terminarán, terminarán—
he pensado en estos momentos,
la suspensión, la verdad
para todos — estos segundos
nutrientes como la leche.
Después aprendía a levantarme y agacharme
como las circunstancias, las pocas
que se pueden mirar. Y mis circunstancias
se convierten en mías, mis humores
se convierten en circunstancias.
Pero el mirlo sigue el curso de las ramas,
es una realidad pintada
que se mueve sin miedo
hasta que dejo de percibirla
como más real que yo— las plumas negras
que brillan entre las ramas para decirme
que la perfección está fuera, está fuera.
Entonces regresa la muerte como el cielo
sobre todas las cosas transformadas—
El cielo es de todos los colores,
los apaga en lo alto, los pierde,
los hace nuevos, el cielo
cambia cada día — y el mundo
resiste solo en paralelo.
El cielo es blanco entre las hojas
que despuntan de la tierra a un punto de aire.
Distingues los colores, las jerarquías,
las recién nacidas, las siempre verde,
hojas de magnolia a contraluz
que esconden un mundo
latente como el nuestro.
Sube el vacío imprevisto,
mirando del tronco a la punta de las ramas
el cielo en medio
como si pudieras beberlo. Algo
así lógico es ajustado—
las jerarquías más humanas no se hacen
de agua y luz, crecen
con ineludible voluntad
se alteran ante las necesidades de pocos.
Repetir esto y dejarlo
pasar de la indiferencia al viento,
que lo retenga consigo por un momento
entre mis ojos y la magnolia.
Invierno de 2013