Presentamos un poema, “El santo”, de César Benítez (Amacuzac, Morelos, 1958). Ha publicado textos en los volúmenes colectivos Fuera del calabozo, 1983 y Tres de nosotros, 1985. En palabras de Eduardo Vázquez Martín, “a César Benítez lo conocemos por sus crónicas urbanas en Unomásuno y Sábado, en las revistas Milenio y la Viceversa de antes. Sus prosas parten de la mirada curiosa de quien atisba por los callejones de la ciudad para entrevistar a sus gatos furtivos, golfas trotamundos, meseros venerables, luchadores con alma de Lord Byron, boxeadores trágicos y/o cómicos. Hace una década, sin embargo, apareció en la revista La Orquesta un poema que pronto se hizo referencia obligada entre quienes lo leyeron: “El Santo”. Pocos poemas han hecho coincidir el gusto diverso de críticos y lectores: es un consenso justo. En “El Santo”, César Benítez convocó a un personaje célebre entre aquellos cuya niñez sucedió hace más de veinte años; desmenuzó las metáforas públicas y privadas, evidentes y probables, del héroe de la cultura popular”.
EL SANTO
Metidos como estamos en el mismísimo,
oscuro, pero art nouveau
callejón de los madrazos,
con la capa raída
y las botas puestas,
con la máscara secándose
en la luna al revés
y los malditos:
calvos,
hirsutos,
imbéciles y
otras reticencias,
se pudre como el lodo
tu cuerpo, obeso ya,
en el muro íntimo
de nuestros fetiches.
Yo te hacía aún
“persiguiendo a los malvados”
cachondeándote a la muchacha
en turno, con esa torpeza connatural
a nosotros: los héroes.
Yo te hacía venteando
los enseres de otra hazaña
que pidiera paz al universo
inexistente, en el que ubicas
las frustaciones de una vida
que no da para más,
porque se ha agotado,
porque se ha perdido,
porque ya sin por qués
y sin identidad ni nada,
pues vale gorro no hacerse
una ilusión para el pasado
que nos aguardara
sentados en la butaca,
donde la matiné
es el campo de batalla,
el coliseo romántico
de nuestra infancia.
Es más,
yo te hacía trasegando
la noche con golpes duros
y salados
(la mar encinta pariendo
entre borbotones de sangre),
en un auto que no es tuyo,
en casa sin puertas ni ventanas,
en un castillo con almenas de cartón,
en una cueva sembrada de oscuridades
donde sólo florece tu miedo, tan nuestro,
en una carretera que lleva a ningún lado
(terminal de enmascarados y poetas)
en un interminable puente
hacia el abismo de la aurora
pero no…
el ring está vacío
y la buenas butacas desiertas,
ni siquiera el eco,
el murmullo
que se queda a dormir
entre las sábanas quietas
de la ausencia te reconoce
¡SANTO¡, ¡SANTO¡, ¡SANTO¡
…sólo el silencio incesante
como una sombra,
como tu sombra,
busca un rostro envejecido
en el mismo espejo
en que miraste un día
tu arribo triunfante
¡oh gladiador terrible y lacerado¡
¡oh tritón de barrio bajo¡
oh encordado sudoroso donde
la muerte invicta te recoje¡
y no halla más cosa que una
máscara enjuta y apagada
y sólo eso,
solamente eso.
Una ciudad sin “Santo” que la acoja,
un muladar de meretrices ahogadas
en la tristeza de su vientre corroído
por el deshaucio de las horas de plástico
y la entraña,
y la entraña ácida de sus calles
donde el humo y la basura nos dan
los buenos días destos malos días
de no vivir con alas
¡oh mariposas¡
mendigas malolientes,
vampiras locas sin más sangre
que esta colmena de oscuridades,
miel nocturna en tres caídas
sin límite de tiempo,
esperando el camión
mientras lees a Nervo o a Martí
y la oquedad
(hoja verde que a su cuerpo de árbol
pone un beso y la mano ahí… ay loba).
Dónde pues el encordado de los años te somete
tú: fazargentino sexagenario,
“Hércules” de a tostón
y va de nuevo:
Dónde tus patadas voladoras,
tus tijeras al aire, tus llaves ensayadas,
de engañoso ropaje, pues ya qué)
el caballo de hierro: (Troya de la Arena México)
la rana, la estrella, la quebradora, la muerte
¡loootería¡
y va de nuevo:
Dónde tu capa se atora, flamígero,
tus botas desgastadas, tus pantalones de lentejuelas,
tu escafandra de plata y tu reloj, chingao,
largo alcance, pantalla integrada, alarma y despertador,
pura tecnología mexicana de los sueños,
y entonces:
Dónde el roce suave de los labios
de cristal bajo cabellera de oro,
el cuerpo erguido entre los senos
de la doncella exacta porque
a la hora de la hora pues
amén,
las manos desde allá hasta lontananza,
acariciando el tul brillosos de sus
anchuras, angosturas, recodos y volúmenes
en el deshielo de la historia,
en el eclipse de la escena y la palabra
FIN
yaa
ni que lubricaras el agua de limón,
ni que no fueras un obsceno
con esa vestimenta de marqués
sádico y voyerista,
como si no fuera tu capa
el colchón, la sábana y la estopa
de tus orgías reprimidas,
macho cabrío, Apolo abuelo,
ni que el “blue demon”
te atrinchilara bajo el ring.
Todo eso qué se hizo,
es decir, tu disfraz o segunda piel,
y tus historias,
los otros atlantes en calzoncillos:
el Cavernario, el Tarzán,
La Tonina, el Solitario,
el Rayo de Jalisco, el rudo,
el técnico, el chango, el patán,
que se hizo todo eso,
ceniza, moho, polvo,
vive nada más en el celuloide
que se deshace entre las manos
del cácaro dormido: órale, órale,
pura madre tu muerte, pues qué.
Esa es tu historia,
la misma que sobre otros te contaron,
la que otros contarán sobre nosotros,
y diariamente,
frente al espejo,
ceñimos sobre nuestro rostro inexistente
la misma máscara,
y salimos a liarnos con media humanidad
por el pan duro y los frijoles.
No sabes, mi buen santo,
cuántas veces hemos desatado del ropero
la capa y las botas de segunda mano,
y en la oscuridad del cuarto
luchamos también contra nosotros mismos,
y salimos volando deste cuadrilátero de las horas.
Cuántas noches como ésta
hemos salido tras la aventura
que no va a ser filmada nunca,
para arrebatarle una esperanza incauta
a las esquinas
y regresamos,
ahítos,
al mismo espacio encadenados,
para llorar nuestra obesidad,
y nuestro olvido
y a desliar de nuevo
las agujetas y los cordones
de la infinita historia
que nos sorprende
como a ti:
con la máscara
puesta en otra muerte