Julio Cortázar escribe sobre Pablo Neruda

En el aniversario 46 de la muerte de Pablo Neruda, recordamos este entrañable texto de Julio Cortázar que escribió en 1981 sobre su amistad con el poeta chileno. Ambos escritores son dos faros constantes en la literatura en lengua española del siglo XX.

 

 

 

De una amistad

 

Nunca he buscado conocer personalmente a los escritores que admiro, prefiriendo que el azar —o lo que tratamos de decir cuando empleamos esa palabra de connotaciones secretas e infinitas— me acerque a ellos; entonces sí, entonces todo puede suceder, el amor, la amistad o la indiferencia, pero en términos que rebasan las convenciones sociales, las libretas de direcciones y los autógrafos. Una de mis mayores satisfacciones es la de haberme encontrado personalmente con Samuel Beckett, que tampoco se distingue por su sociabilidad; un día en que yo entraba en la oficina de correos de la rue Danton, un caballero alto y flaco decidió salir en el mismo instante y caímos en un abrazos involuntario del que emergimos murmurando una doble, inútil excusa. Desde luego Beckett no supo nunca con quién había tenido el encontronazo, pero yo seguí mi camino con una gran felicidad y no me hizo ninguna falta provocar una presentación, un diálogo que a mi manera he tenido siempre con él a través de sus libros y su teatro. No estoy haciendo la apología de esta conducta, que sin duda me ha privado de excelentes aproximaciones que me obstino en buscar en las obras más que en sus autores. A veces he lamentado tanta misantropía intelectual; ahora que pienso en Pablo Neruda me ocurre deplorar, demasiado tarde como casi siempre, que nuestra amistad se haya cumplido en un lapso demasiado corto, dentro de una historia sudamericana demasiado trágica. Y sin embargo…

Pablo era un sediento de amistad, de buscar y de que lo buscaran; sus elecciones casi siempre infalibles lo rodearon, a lo largo de su vida más que colmada, de un mundo de continuo, rico diálogo. Pudimos conocernos muchos años antes; yo hubiera accedido a un territorio de una plenitud personal que sólo me fue dado conocer durante poco tiempo. Pero su capacidad de comunicación (no siempre a través de la palabra, no siempre en la continuidad social de las citas y las conversaciones) me colmó de tal manera en los años en que nos vimos en Chile y Francia que hoy lo siento como un amigo de juventud, alguien con quien se han compartido las incertidumbres y las esperanzas y los terrores de una larga vida. Mi primer contacto con él (su invitación a que lo visitara en Isla Negra, en 1970) fue otra cosa que un primer encuentro; nos habíamos leído, nos gustábamos y disgustábamos por razones que siempre creímos valederas y que nos divertían cuando hablábamos de ellas con toda franqueza. Quemamos todas las etapas en un primer encuentro, y de él salimos amigos hacia el pasado y hacia el futuro; fue como si el joven argentino que en los años cuarenta había recibido como una bofetada de luz el mensaje de Residencia en la tierra, retrocediera vertiginosamente en el tiempo para que el poeta lo precipitara personalmente en el libro, en el prodigioso maelstrom que habría de cambiar de arriba abajo el destino de la poesía latinoamericana. Por eso nuestra amistad demasiado breve tuvo una riqueza y una plenitud que acaso no tuvieron otras; a Pablo y a mí nos bastaba mirarnos para que todos los proemios se trizaran de entrada, abriendo grandes las puertas de un contacto cuyas claves conocíamos sin haberlas convenido jamás, sin ese terreno progresivo e incierto en que se mueve la dialéctica civil del diálogo.

Muy pocas palabras nos bastaban para fijar rumbos mentales, definir opciones o preferencias; muchas veces un gesto, una broma o un juego de palabras nos situaba exactamente en el vórtice de una discusión sobre Henry James, Vicente Huidobro o Sergio Eisenstein. Frente a un círculo de amigos de Pablo tendía a convertirlos en oyentes, su lenta voz encadenaba ciclos, sagas, fábulas o crónicas; a solas conmigo —y descuento que también con otros amigos tanto o más entrañables— deponía todo cesarismo intelectual para discutir, buscar, controvertir en un mismo nivel, con un gusto perceptible por el diálogo, oído y boca alternándose en su justa armonía. Pronto aprendí a conocer la escala de valores de su mirada y de su sonrisa que reemplazaban muchas veces una opinión, un rechazo o un elogio. Cuando Gallimard me pidió un prólogo para la edición francesa de Residencia en la tierra, lo escribí en forma de carta abierta y se lo envié a Pablo, que muchas había rechazado ese ciclo de su poesía como una etapa individualista y egoísta de su obra antes del gran salto al Canto general. Después de leer el texto, en el que yo reiteraba una admiración por Residencia que sigue creciendo con el tiempo, Pablo se limitó a mirarme y a sonreír, y esa mirada y esa sonrisa me dieron exactamente la medida de su secreta alegría, de su fidelidad nocturna hacia una obra que la corriente de la historia lo llevaba a negar a la luz del día. Creo que ese día sentimos mejor que nunca la fuerza de nuestra amistad, y ese silencio lleno de inteligencia sigue valiendo para mí como la más alta recompensa que me haya sido dada jamás en ese terreno; sólo José Lezama Lima supo tener conmigo un diálogo semejante, en el que muchas veces los silencios y las miradas llenaban el espacio mental de imágenes resplandecientes que el lenguaje sólo hubiera podido mostrar desde empañados espejos.

Por todo eso la ausencia de Pablo no me ha parecido nunca trágica en el plano del afecto; alguien que llena el mundo de su tiempo como él lo llenó no falta jamás a las citas del recuerdo, a los encuentros en las horas más altas. No me duele su muerte, tan grande y plena es la alegría de saberlo en la gran casa del corazón de su pueblo que es también mi casa; cuando bebo, cuando amo, cuando miro algo que me parece bello o bueno, tengo siempre un gesto de complicidad para él; sus grandes ojos lentos me devuelven esa connivencia, algún verso salta desde el trampolín de la memoria para responderme, para acompañarme. Nada puede cambiar, nada ha cambiado allí donde todo fue dicho en su justo lugar y en su hora justa.

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