Poesía española: Jesús Montiel

Leemos poesía española. Leemos algunos textos de Jesús Montiel (Granada, 1984). Su trabajo ha merecido distinciones como el remio Internacional Alegría y el Premio Hiperión. Ha publicado los poemarios Placer adámico (2012), Díptico otoñal (2012), Insectario (2013), La puerta entornada (2015) y Memoria del pájaro (2016). Ha publicado también libros que alternan el aforismo, la narrativa y la poesía: Notas a pie de instante (Esdrújula, 2018), Sucederá la flor (Pre-Textos, 2018) y El amén de los árboles (Esdrújula, 2019). Señor de las periferias (Pro-Textos, 2019). Tradujo Resucitar de Christian Bobin (Ed. Encuentro, 2017).

 

 

 

 

 

Memoria del pájaro (Hiperión, 2016)

 

 

Resucitado

 

 

EXISTE lo que llaman vida eterna.

Ayer por la mañana estaba muerto.
Anduve la ciudad
y todo parecía otro lenguaje.
Los árboles no hablaban: eran formas inmóviles
de pie sobre la acera
y el cielo un palomar deshabitado.

        La vida se llamaba oscuridad.

Entonces, al volver y abrir la puerta,
vi tu larga sonrisa encendiendo la casa.

Recién resucitado,
pedí perdón al mundo al acostarme.

 No hace falta decirlo:
desde ahora ya sé que ese momento

         sostendrá en el futuro sucesivos cadáveres.

 

 

 

 

Petunias

 

 
HE comprado en la tienda una maceta.

 Ya en casa la he llenado con sustrato
y he sembrado semillas de petunia
que pronto se abrirán
volando su escondida pirotecnia.

 Y sé que en este círculo de arcilla
—aquí donde la tierra es ahora sed
tostándose con luz de mi ventana—
habrá dentro de poco la estatua de un aroma.

 El hombre que hay en medio es lo difícil:

 vivir esperanzado hasta la flor,
abierto y hacia arriba,
igual que en la oración hacen las manos.

 Pensar a cada instante, sin dudas, la corola.

 

 

 

 

Aunque todo se mueva

 

 

Deja de moverte y quédate quieto,
y la tranquilidad te moverá.

(Poema zen)

 

DE niño me ponía de puntillas
y avistaba los montes
soñándome un osado trotamundos.

Ansiaba la conquista de lo lejos
y huir de aquellas normas
que frenaban —pensaba— mis ganas de aventura.

No obstante, hoy prefiero a la excursión
el riesgo de asomarme a mi silencio
luchando contra un vértigo
                        distinto al de la altura.

El más difícil viaje se hace quieto.

Sentado en uno mismo.
                        Aunque todo se mueva.

 

 

 

 

INÉDITO

 

 

Preparativos

 
MI abuelo no se ha muerto,
pero mi abuela
observa cada día su cadáver
ojeando el periódico.
Lo ve comprar el pan al mediodía y
anticipa al dormir
su panza detenida como el agua de un vaso.
A veces, mientras duerme, por si acaso lo palpa.

Mi abuela no se ha muerto,
pero mi abuelo
observa cada día su cadáver
doblado en el sofá del comedor,
frente a la tele.
Imagina la casa sin sus gritos,
el hábito de estar sin otro ruido al lado:
ensaya su silencio.

Cada uno de los dos
anticipa la ausencia del otro,
la prepara como un viaje.

Sus vidas son el prólogo de un hueco.

 

 

 

 

 

NOTAS A PIE DE INSTANTE (Ed. Esdrújula, 2018)

 

 

Las primeras ramas que trepé fueron los brazos de mi madre.
 

Uno de los gatos del barrio, el más anaranjado, toma impulso, salta, describe en la altura una acrobacia y al caer su peso levanta un palacio hecho con luz y hojas muertas. Ha sido apenas nada, dos segundos de arquitectura. Luego se marcha sin engreírse, como un antiguo constructor de catedrales.

 
Hay libros que al abrirlos cierran el infierno.

 
No para escaparme de la realidad: escribir para que la realidad no se me escape.

 

 

 

 

 

EL AMÉN DE LOS ÁRBOLES (Ed. Esdrújula, 2019)

 

 

 
En algún momento de la vida, entre el niño y el mundo se interpone el adulto. El poema lo bombardea.

 
Mirar un árbol cura muchos minutos.

 
Amé: currículum para la muerte.

 

 

 

 

 

LO QUE NO SE VE (Pre-Textos, 2020)

 

 

La esperanza y los grillos se parecen: cantan durante la oscuridad.

Creo en la purgación, en el dolor como instrumento quirúrgico. Estoy convencido de que hace falta sufrir para crecer un poco, cierta violencia. Como en el caso de los árboles, que comen borrasca. O también los partos y el poema brotan de un corazón que ha sido herido en el combate del amor, del duelo, de la ausencia. En los relatos de todas las culturas abundan las catástrofes a las que el hombre atribuye significado. La sospecha de que nada ocurre absurdamente. La sequía, el diluvio, la muerte de los niños, las plagas o la persecución. Una pandemia repentina, la que nos ha separado. A tus noventa y un años te ves obligada a permanecer en casa. La alerta sanitaria nos ha dejado sin nuestras personas favoritas. Un organismo invisible ha ridiculizado los adelantos de la ciencia y ha puesto en jaque mate a la sociedad que pensábamos indestructible. Pero no todo es pérdida: el desastre puede ser el nido de una vida más amorosa. Ahora que no podemos viajar el uno hasta el otro, tenemos otros lugares cerca y otros viajes por hacer. Aunque distintos. Lo he sabido al volver la cabeza y descubrir a uno de mis hijos. El más pequeño. Sus lágrimas como esferas de cristal o savia resbalando por la corteza del árbol más tierno del mundo. Al otro lado de la ventana hay otros paisajes que desatiendo, he pensado. Otras aventuras. El rostro de este hijo enjabonado por el llanto, una conversación, el detalle que logrará la sonrisa de L. Se nos olvida visitar esos lugares que tenemos más cerca queriendo visitar los que están más alejados. De manera que, gracias a la pandemia, podemos descubrir que, en dirección contrario a nuestra nostalgia, la vida sigue estando a nuestro alcance. Es ahora cuando se nos brinda la oportunidad de ser más cálidos que de costumbre. Más hogueras para los nuestros mientras el invierno aúlla fuera, en los telediarios. El corazón puede salir, moverse. Dan igual las circunstancias.

 

 

 

 

SUCEDERÁ LA FLOR (Pre-Textos, 2018)

 

 

Érase una vez un viernes con edificios, un par de nubes y un gato negro debajo de un coche. Este viernes sucede todos los días. Hoy mismo, este miércoles, ha venido a mi despacho para decirme algo. Me refiero al viernes en que te pregunto si te duele la pierna derecha, la que ladeas. Tienes una zancada rara. Por eso te descalzo. No tienes piedras, serán las zapatillas. Érase una vez un viernes con mucho frío y una calle con árboles por la que caminan de la mano un padre y su hijo. El hijo sólo tiene dos años. Érase una vez, de pronto, tu enfermedad. La enfermedad nunca avisa de su llegada. Llega siempre a una hora inoportuna, sin pedir permiso, y nos aborda maleducadamente, como una salteadora. La inteligencia no la comprende, desconoce su idioma. Para entenderla es necesario ser tonto. He conocido a muchos hombres capaces de hablar varias lenguas o escribir un ensayo erudito sobre cualquier asunto difícil. Al recibir la visita de la enfermedad, la mayoría son bebés que balbucean. Todos sus saberes ceden como una bolsa de plástico cuando contiene un peso superior a su resistencia. Ellos iban silbando y de repente miran sus planes por el suelo, las manos sosteniendo las asas rotas, ni rastro de la antigua seguridad.

Esta mañana, mientras conducía, he apretado el símbolo de pausa en la radio y he sonreído. En nuestra vida hay una hora que, igual que un dedo, apaga la música de nuestros razonamientos.

 

 

 

 

SEÑOR DE LAS PERIFERIAS (Pre-Textos, 2019)

 

 

Cada muchas literaturas la historia alumbra un niño ensimismado que pasará entre los suyos como una anomalía. Parecido a esas flores que brotan en las orillas de las carreteras. Este niño rompible, el poeta, tan frágil como las alas de una libélula, es arrojado al mundo con la misión de incomodar. En primer lugar incomoda a los propios poetas. Les desconcierta su impericia a la hora del disimulo, esa falta de cálculo. Incomoda también a la época en la que nace. En el siglo trece, Francisco de Asís pone su tiempo bocabajo. Como un viento alpino airea las paquidérmicas estancias del Vaticano, armado con la oración y la pobreza, y le recuerda a la Iglesia su misión de zarrapastrosa. En la región de Niigata, cinco siglos más tarde, Ryokan abandona una vida su futuro como hombre de negocios y se va a vivir al bosque para cantar las misericordias del día. En el diecinueve, Emily Dickinson desobedece la tiranía de lo visible y canta la gloria de lo concreto. Tiene su propio ejército. Le obedecen los árboles y las ardillas. Los bosques hacen cola delante de su papel, como soldados dispuestos a la batalla. Su poesía, elaborada en una soledad insobornable, es una suerte de kintsugi que reúne los fragmentos del paraíso. El poeta incomoda, por último, a los suyos, que lo consideran un cero a la izquierda. Los poetas son un idioma difícil escrito con una caligrafía de fuego. Solo pueden comprenderse cuando el tiempo ha mitigado su brutalidad. Unas décadas más tarde, a veces nunca. Por mucho que el tiempo pase, sin embargo, sus textos son hogueras donde los siglos siguientes se arriman para frotarse las manos, muertos de frío. Llamas que arden el corazón de quien osa hacerles frente. Hoy, cuarenta años después de su muerte, abro un libro de Robert Walser. Desprende tanto calor que tengo que apartarme cada pocas líneas, lleno de quemaduras.

 

 

 

 

CASA DE TINTA (Hiperión, 2019)

 

 

MAMÁ te ha comprado tu primera agenda.

A los niños del siglo veintiuno, con seis años, los maestros de Primaria comienzan a enseñaros el tiempo milimetrado. Os instruyen en la caligrafía del hombre de negocios. No os enseñan que lo característico del día es la sorpresa. Nunca la ventana o el salto en el charco. El tiempo empleado en las musarañas está prohibido en la ciudad de los negocios. Parten de una premisa errónea, no obstante: que todo sucede según planeamos. Errónea porque todos los días de nuestra vida sucede el caos. Desde que nos levantamos. El caos es una ley que propicia la historia. No se puede predecir nuestro minuto siguiente, lo que sobrevendrá. No existe ciencia capaz de adivinar el día, que sepa anticiparlo, que le sonsaque al día sus secretos. El hombre de nuestro siglo lleva al día a clases de protocolo, le obliga a una obediencia ciega. Quisiera amaestrarlo y enjaular su canto. Pero el día es una ardilla salvaje. Sus planes nunca son nuestros planes. De hecho, nuestros planes suelen naufragar. Mis pensamientos no son los vuestros, dice Isaías. Como el cielo se halla levantado por encima de la tierra, así mis pensamientos se hallan por encima de los vuestros. Un ejemplo. No hace mucho, un poeta bajó las escaleras de casa para jugar a la pelota con un niño. Tropezó en la escalera, cayó al suelo y no ha vuelto a levantarse. Su nueva casa es una silla de ruedas. Ese poeta se levantó ese día sin saber que atardecería en otra postura, con una altura distinta. El día le trajo la sorpresa de una vida nueva en la que las cosas, esto ha dicho en una entrevista, se acercan a él y no él a las cosas. Tú comenzaste a cojear sin avisarme un viernes con árboles a cada lado. Ni el poeta ni yo teníamos previsto ser mortales. No había un hueco en nuestras agendas para lo imprevisible, que es lo característico del día, su manera de amarnos. Lo imprevisible nos  pellizca para ver si estamos vivos.  El hombre teme tanto la muerte que programa su tiempo. Se dice: puesto que el tiempo es un bien escaso, vamos a administrarlo. Pero al querer atesorar el tiempo provoca tontamente lo contrario: pierde el tiempo intentando retenerlo. La vida no puede agarrarse. Sus leyes, cómo decirlo, contradicen a los economistas: a más desvivirse, más vivo estoy; a más retener la vida, más me muero y más aproximo mi fin. Es de un material inasible, la vida. No le gusta salir en las fotografías. Se parece a esos animales esquivos que no se dejan ver y se deslizan grácilmente entre las frondas del bosque, como fantasmas. La agenda presupone mucho futuro, nos miente y hace que muchas personas vivan en lo que no sucederá nunca. La agenda es un ataúd portátil, la mascota del hombre de negocios. En la agenda apuntamos las cosas que olvidaremos a la hora de morirnos. Porque lo más valioso no está agendado. Hemos invertido el orden: marcamos en rojo lo que perece y lo que perdura lo metemos en los huecos del día. La parte más abundante del día se la entregamos al dinero. Basta aligerar la agenda para que empiece a suceder todo lo que importa.  Otro ejemplo.  Esta mañana he visitado a un amigo de la familia. Hace dos meses sufrió un ictus. Ese día tenía planeado ir a la montaña con un grupo de amigos. Es alpinista. Tiene, ene l pueblo, un grupo de montañeros con los que hace excursiones a Sierra Nevada. Es un hombre deportista, de complexión fibrosa, amante de las cimas. Hace dos meses, digo, sufrió un ictus. El día anterior al accidente estuve con él en casa de mis abuelos, luego del almuerzo. Ninguno sospechábamos lo que iba a ocurrirle en pocas horas. Nadie adivinó que al día siguiente no podría levantarse del suelo cuando se agachó, al salir de la bañera, para coger una ropa. Que lo encontrarían desnudo, muerto de frío. Mis planes no son vuestros planes. Nadie puede predecir su minuto siguiente, qué le sucederá a nuestra biografía dentro de un segundo, dentro de una milésima de segundo. Este amigo de la familia tenía un rostro nuevo, más delicado. Se está recuperando, pero no será el mismo a partir de ahora. Es un hombre distinto. Como el poeta que vive en una silla de ruedas, ve las cosas desde otra altura. Ha escalado la montaña de la humildad, la está escalando. La es la cumbre más difícil.

Irse a la sencillez es muy complicado.

Mejor que el arte de parcelar el tiempo, en los colegios debieran enseñaros a combatir el tiempo acelerado con el tiempo dedicado a no hacer nada. Ese poeta del que te he hablado ya no tiene agenda. No programa sus días. Sencillamente vive sin el paraguas del mañana. La enfermedad, como una madre irrumpe en la habitación para ordenar los juguetes, nos salva de las garras de lo secundario y pone cada cosa en su sitio.

Cada nuevo día es un icono ante el que debemos encender la vela del asombro.

 

 

 

 

LA ÚLTIMA ROSA (Pre-Textos, 2021)

 

Una vela, las flores, los libros, las tumbas o la nieve: todo lo que importa no hace ruido.

Señor, cada vez más solicitan mis opiniones acerca de la enfermedad, la muerte, el sentido de la vida. Me veo obligado a fingir que sé algo acerca de estas cuestiones y sonrío como esos autores que lanzan al mercado libros optimistas con fórmulas para vivir con menos riesgo. ¿Qué debo hacer? Señor, yo no sé nada. Tú sabes que no tengo respuestas. Vivo en la noche y a veces veo un resplandor, nada, un átomo de luz que anoto en estas páginas deprisa. Si viera no escribiría. Me callaría, si tuviera respuestas. Escribiendo ensayo el hombre que seré mis últimos días. Sólo eso. Vivimos un instante, un sueño más o menos largo. Luego nos despertamos un día, cuando cerramos los ojos. Preparo mis ojos para ver cuando se cierren.

En el colegio, la asignatura más difícil no fueron las matemáticas, sino desatender las ventanas.

 

 

 

 

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