Poesía mexicana: Moisés Ramos Rodríguez

Víctor García Vázquez nos acerca a la poesía del poeta poblano Moisés Ramos Rodríguez (1962). Leemos aquí, además de su comentario crítico, una selección del poemario Cantar de la ciudad de los ángeles, publicado por CONCYTEP en 2017.

 

 

 

Un blues que reinventa a Puebla:​​ Cantares​​ de la Ciudad de los Ángeles​​ de Moisés Ramos Rodríguez

 

 

Moisés Ramos Rodríguez es un poeta que conoce, camina, ama, reivindica​​ y​​ cuestiona a su​​ propia​​ ciudad. Así lo muestra en su obra periodística y poética,​​ pero particularmente en este poemario. Mientras que muchos poetas mexicanos actuales le cantan a la selva amazónica,​​ al medio oriente,​​ a​​ Europa del este, los Balcanes, la Antártida,​​ a las​​ fronteras cartografiadas por​​ las plataformas digitales,​​ los​​ mares congelados atravesados por​​ el rompehielos del internet​​ y territorios​​ inventados​​ por las series de exploradores, Ramos Rodríguez,​​ siguiendo el curso del proverbio chino, quiere ser universal hablando de su​​ propia​​ aldea.​​ A la cartografía líquida propuesta por la posmodernidad, el poeta poblano evoca una ciudad real, de concreto y ceniza, una ciudad gris, gloriosa​​ y​​ pestilente,​​ pero tangible​​ y entrañable. ​​​​ Este​​ libro,​​ Cantar de la ciudad de los ángeles,​​ fue​​ publicado por el CONCYTEP en 2017,​​ casi cinco siglos después de la fundación de la ciudad;​​ está​​ trazado en cinco secciones: cuatro puntos cardinales y un río onírico​​ con caudales de memoria y olvido.

Si bien Puebla ha sido un tópico frecuente en la literatura mexicana, tanto en la narrativa como en la poesía del XIX y del XX, ya como escenario, ambiente o personaje, en Ramos Rodríguez la ciudad se convierte en el residente interior del poeta. Deja de ser​​ sólo​​ un espacio habitable o un sitio para excavar recuerdos y se convierte en su alter ego.​​ De​​ ahí​​ que la interrogante que recorre y trata de responder el poemario es​​ “¿quién soy yo? ¿un ángel que sueña con muertos o un muerto que sueña con ángeles?”​​ Y la ciudad​​ lo ayuda a​​ responder​​ con sus piedras amontonadas, sus​​ ríos​​ contaminados, sus​​ barrios​​ de​​ artesanos​​ convertidos en nido de delincuentes, su tribu de ebrios, pero también con la gloria de su pasado colonial, su majestuosa arquitectura, su trazo utópico​​ y su herencia indígena, española y criolla.​​ Ya no se trata de la ciudad​​ costumbrista​​ de Gregorio de Gante ni la estridentista de List Arzubide.​​ Es la ciudad posmoderna:​​ monumental, caótica, conservadora y liberal, colonial y moderna,​​ bella por sus contrastes,​​ pero también​​ aborrecible por las​​ diversas​​ administraciones que solo le han legado colores​​ de identidad​​ abominables.​​ Una ciudad que sabe mudar de piel para sacudirse las escamas deterioradas por algunos de sus habitantes​​ y​​ muchos de​​ sus políticos.

Para cantarle a la ciudad, el poeta hurga tanto en los archivos históricos como en​​ las cantinas de​​ buena muerte.​​ De ambos lugares extrae el documento y el testimonio, el trazo y la resaca, las genealogías y los sargazos, la topofilia​​ y los guijarros del río desecado, la cronotopía y la distopía.​​ En definitiva, el​​ amor por​​ su​​ ciudad se ha nutrido de la lectura, la investigación, el reportaje, la crónica,​​ el diálogo con los sabios poblanos,​​ el peregrinaje, los sueños y​​ los​​ naufragios​​ en océanos etílicos.​​ A decir de​​ Seamus Heaney, “existen dos maneras​​ distintas de conocer y apreciar un lugar. Una es vivida, inculta e inconsciente, la otra es aprendida culta y consciente.”​​ Ambas formas se perciben de manera equilibrada en este poemario.​​ El documento y el testimonio se nutren de la experiencia propia y de los amigos, a veces muy sabios a veces​​ poco​​ sobrios, que​​ también​​ tiene un amor entrañable por Puebla.

En la primera sección​​ “Ángela.​​ Tema y variaciones”​​ es más palpable el documento. El sujeto de la enunciación​​ o transeúnte poético​​ expone los datos de la fundación,​​ el nombre y​​ la riqueza de los valles donde se trazó la utopía franciscana,​​ las capillas gloriosas, las enormes campanas, los conventos,​​ los dioses antiguos que la habitaban y los dioses invasores que la rebautizaron;​​ este​​ lugar​​ “sí De los Ángeles; ajedrezado territorio de victorias y afrentas…”​​ La ciudad como centro de imantación de los afectos y como “coeficiente central”​​ del espacio que se habita, como establece Bachelard, se​​ nos​​ revela con sus distintos nombres y apelativos: ​​ Medina Cuetlaxcoapan, Ciudad de los Ángeles,​​ Puebla, Angelópolis, Osario de América,​​ Ciudad Angélica, celestial,​​ etc.,​​ pero como no se trata de una guía para turistas,​​ el poeta mismo propone los antónimos para denominar su cuna “regida por la lucha fratricida”: perra antigua, puta zaherida, eterna, azufrosa, corrompida.​​ La voz que da lustre​​ también​​ se oxida para​​ mostrar las distintas fases de la historia.​​ La ciudad​​ encarna en​​ el poeta para decirnos que sus fundadores tenían una visión del presente, del pasado y del futuro. Trazaron una utopía en medio de valles fértiles y ríos cristalinos para que aquí floreciera la fe y la belleza, una ciudad armónica custodiada por Dios y los volcanes,​​ con capillas pobladas por ángeles y esperanzas.​​ Sus primeros pobladores le dieron​​ nombres acordes​​ con su grandeza y bautizaron las calles siguiendo la naturaleza del ambiente. En lugar del frívolo y despersonalizado 4 poniente, sus calles se nombraban​​ “Estanco de hombres”.​​ El urbanismo despersonaliza los lugares.​​ En fin,​​ el poeta nos recuerda que​​ la Ciudad de los Ángeles se planeó como​​ una ciudad ombligo donde​​ se esperaba que​​ floreciera la semilla de la Utopía.

Sin embargo, a este matiz histórico se contrapone el tono profético de la última sección:​​ “Otra ciudad De polvo y verdadera”.​​ Superada la tensión entre el norte industrial y el sur caótico,​​ el abominable urbanismo y el tránsito vehicular,​​ la ciudad se muestra como un lugar que “hace posible el lenguaje” y donde “no se requiere ser Proteo/ para sobrevivir a su tracto diario…”​​ Parado sobre los escombros del tiempo, el transeúnte poético exclama:

 

Alguien depositó sus pasos en la línea de la luz

hoy ahogada en retratos de la Angélica

que hacia los cuatro rumbos se dispara;

desaparecerá la luz

culminará la tea que la alimenta

y la ciudad seguirá siendo el ilustre Osario de América.

 

El canto irreverente que domina el tono del libro​​ en las primeras secciones​​ fragua​​ en la última sección en un​​ largo​​ blues dulce y amargo, porque se reconoce​​ la​​ ruina;​​ pero al mismo tiempo se espera​​ que la ciudad recupere su territorio, se acuerpe sobre los pilares de la historia, recupere sus ríos sonoros y sus valles fértiles,​​ se​​ reconstruya con las piedras patinadas por​​ el tiempo,​​ olvide su señorial porte y se eche a andar,​​ libre ya de las multitudes pestilentes que la pueblan​​ y la deterioran. Así la auténtica utopía de la ciudad, no sólo de Puebla sino de cada una​​ de las ciudades, es librarse de la explosión demográfica que es​​ el​​ autentico apocalipsis.​​ Así​​ lo advierte el poeta desde las primeras páginas:​​ “si recorremos a la inversa su historia, algo podría engrandecerla”.

Este recorrido por la ciudad, el transeúnte poético lo hace de la mano de​​ amigos entrañables: Alfonso el sabio, Diógenes pulquero, ángeles noctívagos, ménades indigentes, Juan el Taxista,​​ Jesús​​ de​​ Cabaret​​ y​​ demás​​ personajes​​ sacados​​ del​​ “Evangelio de Lucas Gavilán”, quienes convocan a un ágape banquetero para que al ritmo de “La puerta negra”,​​ el “Chubasco” y​​ “Contrabando y traición” busquen​​ la​​ absolución de la semana laboral, aunque siempre terminen viendo visiones y brindando con extraños​​ “por los mismos errores”.​​ Ungido​​ en​​ las aguas del delirio, el poeta continúa su deambular y reconoce que su ciudad también es su álbum familiar, que las genealogías son las calles, barrios y jardines que viven perpetuamente su derrumbe; quizá​​ por eso cuando​​ queremos volver​​ al hogar materno no encontramos más que un montón de chatarra.

Panegírico y diatriba, estos​​ cantares contienen​​ los recursos poéticos que mejor caracterizan​​ a Ramos Rodríguez: el epíteto, la sinestesia, la repetición, el paralelismo, la anáfora, el oxímoron,​​ el polisíndeton, la metáfora, la analogía y la alegoría. Me detengo en esta última porque llama mi atención​​ algunas alegorías que​​ configuran el poema. El sujeto lírico se presenta como un sujeto famélico que desde las “entrañas del ayuno” quiere saciar su hambre con los​​ “nutrientes pechos” de la ciudad, pero en el intento va degustando sabores acedos, “gotas de acidez”, brazas necrosadas, parques rancios, “bombones rellenos de veneno”;​​ la ciudad mezcla lo falso con lo amargo,​​ le ofrece un ácido esplendor y convierte​​ el​​ hambre​​ del poeta​​ en un delirio histórico.​​ Según mi lectura, el hambre es el espíritu de la historia y los sabores de la ciudad son los hechos históricos que se van condimentando​​ con el paso de los siglos. Ciudad de saberes y sabores, la Angélica le recuerda al poeta que sufre de mareos no por la ceniza de los volcanes sino por el polvo de los muertos que no cesan.​​ ​​ 

Cantar de​​ la ciudad de los Ángeles​​ no es​​ un libro circular, no tiene contornos​​ definidos, más bien se expande​​ por sus cuatro puntos cardinales y,​​ como esta ciudad,​​ crece y se desborda. De ahí las múltiples lecturas que permite.​​ Es un autorretrato del poeta que nos contiene a todos.​​ En sus páginas encuentro ecos de otros transeúntes literarios: Eliot, por su ciudad irreal​​ con sus multitudes muriéndose sobre los puentes,​​ Efraín​​ Huerta por su​​ declaración de odio a la “Ciudad negra o colérica o mansa o cruel, / o fastidiosa nada más: sencillamente tibia”;​​ Salvador Novo por​​ su​​ contradictorio​​ amor​​ por la​​ ciudad y​​ José Gorostiza por la manera de apostrofar la muerte, pero sobre todo encuentro el diálogo que el poeta establece con su propia poesía, con su “palabra que arde y guía, porque​​ muerte, olvido,​​ “polvo inquieto/ no otra cosa somos”. Con cada libro Moisés Ramos Rodríguez​​ nos reafirma que su arte poética consiste en rebautizar a los lugares y a las personas,​​ pero también nos recuerda que el canto nos da existencia y consistencia.​​ 

 

 

 

 

***

 

 

 

 

 

y la miré a los ojos

 

…una noche

decidí tomar de los cabellos

a la ciudad convertida en fugitiva

—nada más para mirarle el rostro—

 

(estaba yo cantando

como corresponde a quien se precia

de estar solo

o ser poeta)

 

…y la miré a los ojos:

estaba tan fuera de sí

que gritaba ofreciendo mercancías

sentada cómodamente en el retrete de su olvido

No quedaba en ella rastro

de lo que fue su vida regia:

cubierta con harapos 

los pies desnudos y maltrechos

estiraba la mano temblorosa

decorada aún con el brillo

casi imperceptible

de su última joya:

la Octava Maravilla

el Osario de América

 

 

Pedía

por caridad

el verbo o la palabra que llevarse a la boca

hincado el codo en sus riquezas mal habidas

Nos vimos como se miran

los huérfanos

los gemelos

los cófrades que toda filiación abandonaron

alejados de toda pertenencia

El frío congelaba sus encías deshabitadas

babeaba como quien pierde la palabra

escurrida por la comisura de los labios

pero logró decir

que estaba dispuesta a cortarse las venas del asfalto

para dejar renacer un río limpio

Juró que recuperaría su nombre augusto

para perpetuarlo en un blasón de piedra en la memoria

 

Hablaba creyendo estar iluminada

mientras los dedos de los pies le carcomían las ratas

y las cucarachas le surcaban el rostro virulento

Tartamudeaba 

apoyada en el báculo de sus centros comerciales

Le pedí que dijera su nombre en voz alta

que repitiera el nombre de sus padres

de sus hijos

sus entenados

las hienas que están royendo su cadáver:

ojos nublados de vieja ciega

echó hacia atrás la su cabeza

agitó su bote con monedas

tarareó las últimas estrofas de su himno

y yo me fui a buscar bronca a otra parte

 

 

 

 

 

 

Teódulo’s bar

 

Ágape

 

El vociferante cabalgar de los centauros inunda el bosque

(calle de bancas de piedra

áspero piso

confortable para quienes ya claudicaron):

sátiros tocan cítaras y flautas:

danzamos alrededor del fuego

en la hora del conocimiento

 

Ménades

personificación de las Moiras

son las sirenas que escuchó Odiseo:

su canto es antiguo

delicada la urdimbre con la cual cubren

un conocimiento que se nos escapa

 

El dios coronado con hojas de parra

invita a bailar:

los bebedores se acercan

—exultantes—

en tanto otros huyen a someter

en una jaula

sus deseos apremiantes

 

Amanece:

la luz es la escalera que vieron los profetas

 

 

 

 

 

 

 

Sueña la ciudad un río

I

 

Yo soy de donde ya no hay río:

el mío era un arroyo

—Almoloya—

que crecía con los opulentos aguaceros de mayo

a veces

creo haberlo visto

como fluye en esta página:

veo al fiero que

—me cuenta mi padre—

traía árboles desraizados

animales fabulosamente hinchados

y artilugios deformados

 

Escucho que habla en el verano

aun cuando su voz huela a podredumbre

Lo veo animar pulidos batanes

 

 

 

molinos antediluvianos

llevarse la inmundicia de las calles

y erguir las cañas a su paso

—guerreros ante su general

cambiante y permanente—

 

Lo escucho defenderse

coletear al comenzar su entubamiento 

Lo veo vengarse al inundar los barrios

calles y plazuelas

cada temporada de lluvias

puntual e irrefutable

 

Lo veo

joven serpiente

lomo esplendoroso que se expande

Lo miro seguir creciendo en los árboles antiguos

del abandonado Paseo Viejo en San Francisco

 

Me siento

a veces

a platicar con él

como si no hubiera sido ahogado

Miro a la ciudad pagar la cuota de su insensatez

al haberlo clausurado

contra natura

 

He caminado toda su ribera

mirando los barcos de papel

que ya no pude echar sobre su lomo:

aún siento su espíritu vagar

azotando los muros de la Angélica Cuetlaxcoapan

la cobarde ciudad que no supo guardarle

 

Entonces bajo nuevamente a recordar

que vengo de aquí

de donde no hay río

Y escucho los días navegar sin su sextante

sin Stella Maris

Y se derrumba la Angélica Ciudad

húmeda la vista  al mirarla

espíritu de eternidad

cuerpo que no puede encauzar ningún olvido

 

 

 

 

 

 

 

 

 

II

 

Sueña la ciudad un río

caudaloso y fresco

espejo de las constelaciones

 

Río

 

Por momentos es tan intenso ese deseo

que los angelopolitanos hacen barcas durante la madrugada

edifican muelles desde donde zarparán

con la eclosión del día

Y escuchan ya el chocar del agua contra rocas

el chasquido de ramas sobre el lacustre pecho

 

Agua

líquida ensoñación

alcanza tal intensidad

que humecta los ojos que la miran

 

Sueña la ciudad que recupera un río…

 

 

 

2

 

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