Héctor Carreto (1953-2024)

Ha muerto Héctor Carreto (1953-2024), magnífico poeta mexicano. En 2002 recibió el Premio Nacional de Poesía Aguascalientes. Fue becario del INBA-FONAPAS y miembro del SNCA. En su obra, el epigrama mexicano alcanzó su punto más alto. No hay mejor homenaje que la relectura. Descanse en paz.

 

 

 

 

 

 

 

Héctor:​​ Griego, “el que posee firmemente”.

Carreto:​​ Lat.​​ Carrus, “carruaje de dos ruedas”.

Probable significado completo: El que posee firmemente la carreta.

 

Héctor Carreto es un poeta que ha cifrado su trabajo en la ironía que moraliza a través del escarnio, la sátira y el humor negro. Desde sus primeros libros, el paralelismo histórico que establece entre el mundo clásico y el contemporáneo propone una modelación particular de la realidad, un excedente de sentido o, más bien, su emergencia a través del símbolo. Echando mano del discurso directo, Carreto parte de la norma coloquial, del idiolecto de la clase media, y construye su poesía en torno a la cotidianidad, a la cosificación del hombre moderno. Su predilección por el epigrama es evidente pues sus poemas contienen la energía, la vitalidad y el donaire de los mejores textos del género en nuestra lengua. Algunos de sus​​ libros​​ son​​ ¿Volver a Ítaca?​​ (1979),​​ La espada de San Jorge​​ (1982),​​ Antología desordenada​​ (1996),​​ Coliseo​​ (2002),​​ El poeta regañado por la musa. Antología personal, (2007).

 

 

 

 

Café de chinos

 

La dinastía del centro sirve café con leche y pan
dulce en vez de sopa de nido de golondrina,
entre maderas descascaradas y virgencitas de Guadalupe.
Por la noche aquí se refugian dioses retirados
y boxeadores en el invierno de su gloria.
Aquí hacen escala patrulleros, delincuentes, el taxista
y la billetera,
después de la pachanga, el taloneo, la última función.
Desde mi mesa observo cómo el carmín se deslava
en el rostro de la rubia:
desde la barra suelta sus perros al cincuentón relamido.
Detrás de la caja, un escuálido dragón cuida el sueño
de cada águila o sol.
Su mirada de rescoldos, ¿a quién vigila?

Es un simple café de chinos, un muelle abierto
a quienes temen las veredas del insomnio.

Meto una moneda en la ranura.
De un salto, el bolero alcanza toda oreja
y a la hora de cerrar
un espejo con las fauces abiertas
se traga, de golpe, el alma
–sin yin ni yang–
de los últimos desvelados.

 

 

 

 

 

 

Habitante de los parques públicos

 

 

Era el ocaso de la infancia. En el bosque, me tocaste. ¡Encantado!

Era el juego de la mano que toca y petrifica, de la mano, ala en vuelo, que cada tarde nos perseguía entre los arbustos. ¡Encantado!, ¡desencantado!

Me tocaste. Insectos de cristal resbalaban por el mármol de mi frente. El uniforme azul marino ostentaba galardones de guerra, lodo en las rodillas y en la punta de cada zapato.

La primera señal del neón silbó el final del juego. Entonces mis colegas volaron a sus altos condominios. Tú, amiga, ganaste la vanguardia.

¿Volverás mañana?, pensé, encantado, como el amante que bajo el faro soporta la tempestad, aguardando una señal en la ventana del cielo, o como la cariátide que imagina frente al mar el regreso de los navios.

Aterido, permanecí muy quieto, hasta que una mano —tu mano— rompiera el hechizo.

Sólo las niñas de mis ojos tenían permiso de salir y columpiarse, conversar entre el follaje y cantar bajo los kioscos.

Estas niñas sollozaron frente a la púber que estrenaba las primeras medias y al nagual que le rasgó aquel nailon, bajo un aguacero incapaz de apagar el dolor del incendio.

Asistieron al entierro de un pepenador, sepultado por hojas y envolturas de plástico.

A la sombra de un roble desahuciado flameaban gargantas gemelas de hombres desiguales.

Más allá, el matrimonio de volcanes poblaba el frío estanque del cielo.

Con el adiós de las aves diurnas, mis niñas dieron la bienvenida a sus primos, los oídos.

Sobre mis hombros, pequeños seres con alas describieron tus juegos en otros parques. Encantados, mis ojos te perseguían a través de sus voces.

Por los agujeros brotaban inquilinos contagiosos, excitadas navajas y relámpagos negros, los reptiles.

De un torso caliente brotaba el plumaje de acanto, abierto por un pistilo de acero.

Y mientras las flores de la noche abrían sus capas y salpicaban a la luna con sus fragancias, imaginé una vez más el palacio sin archiduque con las luces prendidas.

Bajo esa luna herida, el bosque se transformaba en algo como misterio en opulencia.

Bajo esa luna que, con su nieve tibia, quiso hacer • del parque un mausoleo, casto como el ángel sobre la tumba.

Señora de la Noche, cuéntame de aquella que, sonámbula, clamaba por su hijo perdido.

Al final de la noche, señora, sólo dos brasas permanecieron insomnes.

Con los primeros vidrios que tímido dejaba caer un sol recién nacido, alguien barría la noche y sus desechos:

El corazón esculpido en un tronco, las flores del óxido, un guante non de granito y la huella veloz de tu zapato.

La mañana navegó eterna, con mujeres que empujaban carriolas y hombres atisbando letras de periódico.

Las bocas del ansia mordían naranjas con sal; los cuadernos, colgando, babeaban números.

Llegaron mis amigos y, ya sin tobilleras, ya sin uniforme; con el mismo nombre aunque con otro cuerpo; con el mismo rostro aunque con otros ojos, también reías.

¿Venías acaso a continuar el juego?, ¿o a practicar otro?, ¿o a observar cómo despiertan los niños?, ¿o a cerrar el círculo con una tiza?

Desafiando la mirada de los héroes sobre sus pedestales, paralizados por una orden, los filos de una mano alcanzan a su presa.

Cobijados por el ahuehuete más anciano, tus labios sienten mi boca fría. ¡Desencantado!

 

 

 

 

De​​ ¿Volver a Ítaca?

 

 

XIX

 

Mi amor por Penélope es el más extraordinario de todos

Mi amor por Penélope es el más extraordinario de todos

Mi amor por Penélope es el más extraordinario de todos

Mi amor por Penélope es el más ordinario de todos.

 

 

 

 

 

 

Una nueva antología mexicana

 

El crítico ese, insiste:

“No debe fluir sangre en la Poesía,

enfermedades ni quejas políticas,

tampoco risas ni charlas de sobremesa;

no a la tragedia, no a la comedia.

La aventura del inodoro lenguaje es el súmmum”.

¡Parientes y lacayos del crítico:

llamen a psiquiatras​​ 

y que vengan las camisas de fuerza!

La antología de este necrófilo

está formada sólo de poemas muertos.

 

 

 

 

 

Utopía

 

Afrodita Luna, directora del plantel,​​ 

es amada y codiciada por nosotros,​​ 

ilustres licenciados.

Ella prefiere, sin embargo, los brazos

​​ –pequeños y peludos–

de su gato,​​  

  ​​ ​​ ​​ ​​​​ el intendente

 

 

 

 

A un empleado

 

¿Le molesta, empleado Vargas,

que me acueste con su esposa?

Tenga lógica, mi amigo;

soy más guapo que usted –qué remedio,

y soy su jefe,

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ le recuerdo.

 

 

 

 

 

 

 

Tentaciones de San Héctor

 

Señor:

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ he pecado.

La culpa la tiene Santa Dionisia,

la secretaria de mi devoción,

quien día a día

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ me exhibía sus piernas

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ –la más fina cristalería–

tras la vitrina de seda.

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ Pero cierta vez

Santa dionisia llegó sin medias,

dejando el vivo cristal al alcance de la mano.

Entonces las niñas de mis ojos

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ –desobedeciendo la ley divina–

tomaron una copa,

quedando ebrias en el acto.

¡Qué ardor sentí

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ al beber

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ con la mirada

el vino de esas piernas!

Por eso, Señor,

no merezco tu paraíso.

Castígame; ordena que me ahogue

en el fondo de una copa.

 

 

 

 

 

 

Epitafio de Octavio

 

Ha muerto Octavio, Señor de esta casa.

Le sobreviven sus gatos.

 

¿A quien le corresponde beber el vaso de leche?

 

 

 

 

 

 

 

 

La cenicienta

 

Junto a tu recién sellada tumba

te dejo aquella sandalia

que perdiste en el baile

y que en el umbral esperaste

hasta el final de tus días.

 

 

 

 

 

Tarea legislativa

 

Cómo se indignó el Senado

cuando irrumpió el caballo del César

 ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​ ​​​​ y ocupó una curul.

 

Tenían razón: un corcel

no cabe en un establo de asnos.

 

 

 

 

 

 

 

 

El poeta regañado por la musa

 

“Ante sus cabellos, el viento

fue incapaz de enredarse.

Intactos sus labios permanecen.

Sólo la luz -camafeo- fijó el recuerdo”,

fueron los versos que escribí pensando en Ella.

Después de leerlos, la Musa marcó mi número:

“¿Por qué me describes con palabras de epitafio?

Según mi espejo de mano, no estoy muerta ni soy​​ 

estatua;

Tampoco quieras que me asemeje a tu madre.

¿Estás enfermo, o qué sinrazones

te obligaron a cambiar de poética?

¿Acaso aseguras un túmulo en la Rotonda de los

Ilustres, en el Colegio Nacional, o paladeas dieta

vitalicia?

Escúchame: no escribas más como geómetra abstraído

 ​​ ​​ ​​​​ en un lenguaje que suena a cristales que entrechocan,

capaz de pintar una batalla como un ramo de madreselvas.

Confía en el instinto: que tus labios refieran con orgullo​​ 

mi talento en el baile, mi afición por el vino.

Presume al lector de mis piernas en loca bicicleta,

de los encuentros sudorosos, cuyos frutos

son tus epigramas.

Tampoco ocultes que tenemos diferencias.

Entre la musa que riñe contigo y la que duerme en un

lienzo, no dudes: confía en el instinto”.

 

 

 

 

 

 

 

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