Gabriel Alejandro Hernández Chávez (Reynosa, 1997) es egresado en la carrera de Letras Hispánicas por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León. Obtuvo las menciones honoríficas en la categoría de poesía en los Certámenes de Literatura Joven UANL 2021 y 2022. Han publicado sus poemas revistas como Punto de Partida, Ibidem, Los demonios y los días y Plana poética: Sol filamento.
5 am
Despertamos,
nuestro corazón aún duerme entre las sábanas
que se arrugan para abrasarlo,
para decirle en cada doblez
que desdoble sus lágrimas,
que solo así
podrán secarse.
5:10 am
Es la hora de bañarse,
limpiar la vista de legañas
y de sueños que, probablemente,
hoy no se cumplan.
6:am a 6:30 am
La cocina huele a desvelo,
a charlas con mi madre.
Cocino para degustar mi tristeza,
consumirla, digerirle.
Mi madre, en secreto,
me enseñó su receta cuando vio que lloraba
al verla en llanto:
“No desperdicies la sal,
la más cara es esta,
la máscara de macho quítate,
que eres niño antes que hombre”.
En esta hora
de soledad, de lejanía,
no quiero ser hombre,
quiero ser memoria de infante
quien memoriza y practica los consejos
adheridos a la grasa que abraza la estufa.
No quiero que termine este momento,
no quiero salir de este calor que enfría mi mente
para ver lo que el hambre de ternura
provoca a las bestias
que gustan de los sabores crudos
porque no tienen tiempo
para sazonar sus decisiones;
no quiero salir para tragarme el asco
cuando tenga hambre de cariño
pero este ya se pudra
porque lo tibio de las multitudes no alcanza
para mantenerle fresco.
No quiero salir, mamá,
pero, ¿qué hago con tanta comida
hecha desde tus ojos
sino nutrir a quien lo require?
Suelto, entonces, el mango de la sartén
que aún sujeta tu palma
que aún sostiene la mía.
Salgo a ser anzuelo, a ser carnada
para, aunque sea,
un solo gesto amable.
7am (y esperar hasta que llegue)
Hablemos en el (y del) transporte público:
este espacio, no propio,
donde el escritor
le habla a su pueblo
mientras se mueve.
El transporte público,
ese sitio laboral,
de la cultura,
de intelectuales actuales,
donde cada parada
es un periodo de reflexión, de edición,
donde el poeta sostiene los versos
por quienes empujan, lastiman,
al hacerse un lugar en las rutas
que toma la vida;
donde sostiene explicaciones
a causa de algún asaltante literario
que quiera robarle las palabras
(aunque sería buena idea
si las tomase
para explicar a la autoridad sus motivos);
este espacio,
donde el escritor
sujeta firmes las oraciones
cuando es testigo
de que cómo el chofer detieneabruptoelrumbodetodos
para que uno más
goce del privilegio de llegar a recibir su pago
para comprar su comida;
así el conductor,
por hacer bien su trabajo,
también tenga para comer;
así el poeta, por lo pronto satisfecho,
ya no escriba sobre su hambre,
sino que escriba del hambre de los otros.
En algún punto del trayecto
Ceda el paso al peatón:
viejo es
y trae consigo, redactada,
paso a paso,
su protesta contra la ciudad.
La urbe
ya no quiere que la caminemos.
Incluso nuestros aliados
como el transporte público
nos dan la espalda
por no completar su tributo
de digno senador,
por no llegar a tiempo
a recibir su bendición.
Camina entonces, transeúnte,
rebelde desde tus primeras andadas,
que si algún chofer,
especie joven, orgullosa,
te atropella con su discurso,
enterraremos todos nuestros pies contigo.
Que al costado de las avenidas
nuestras cruces se confundan
con señalamientos de tránsito,
y que todo conductor
sea obligado a detenerse
para obedecer y respetar la vida que dejó.
Obligado a detenerse para leer tu epitafio
sobre lo sencillo que es dar el paso
a quien plantó con suela firme,
en la niñez de la humanidad,
todos los caminos.
Obligado a detenerse
para darle paso a quien caminó,
mucho antes de que él
aprendiera a conducir.
de vez en cuando en el trabajo
¿Qué conspiran tus ojeras
que bajas tus ojos
para callarlas?
Cuando niños
nos regalaron el presente
para notar.
Es la gravedad de los años
la que nos lo quita.
Irónico,
ahora,
la mirada
nos pesa,
con dificultadmiramosaquientenemos a un lado.
Entre nosotros, solo algo se nota:
que nos falta todo.
¿Por qué este castigo?
Nos comportamos, obedecemos,
¿por qué los días nos dejan con nada
y nos reprenden con notarlo?
¿Lo notarán los demás?
Tú, alza la mirada;
obsérvame y yo te observaré.
Busquemos en el cofre de nuestros ojos
un vistazo de curiosidad.
Descifremos las cerraduras:
¿será la combinación la fecha
de nuestro primer beso,
de alguna fiesta de cumpleaños,
de la última vez que nos cargó
alguien quien nos ama?
Recupérate conmigo,
aclaremos a la gravedad de las horas
que ya no podrá someternos,
ni siquiera alcanzarnos.
La familia junta por el cumpleaños de mi hermana.
De nuevo,
un tío afila el ambiente
con un comentario incómodo;
ambiente que se afila, sirve,
para abrir cicatrices
en el pastel que endulza el apellido de mi hermana,
el apellido de todos;
heridas que sirven al tío para meter su boca,
que no ha limpiado,
y amargar con su desaliento;
amargura que sirve a mamá
para arrancar las rebanadas, servirlas,
sin haber usado cuchillo
porque se lo pidió a papá
pero a este se le olvidó
por andar de broma con la Familia.
De pie al centro mi hermana feliz cumpleaños cantamos,
mentira
sentada en medio de ruido.
Nos miramos,
sus ojos lubrican, encienden
el recuerdo de cuando le dije
que deseaba tener una hija;
los míos se secan, se apagan,
se esconden de la memoria
de cuando me dijo
que no estaba de acuerdo.
Papá ya trae el cuchillo, aunque tarde.
En él,
reflejo pleno de una familia
que se arranca con cada fiesta
letras de su apellido.
Hermana,
¿qué será de esta sangre
que nos mantiene vivos
pero que nos amarga,
nos envenena
nos asesina?
Qué será sino acabarse
tras escupirle
junto a los nombres familiares
que nos muerden la lengua
cuando maldecimos, en silencio,
entre cada fiesta,
entre cada canto,
estrofa, verso, letra;
entre cada silencio
de este espacio
que se afila.