Foja de Poesía No. 238: Luis Armenta Malpica

Luis Armenta Malpica

Presentamos a continuación una muy interesante muestra de la poesía de Luis Armenta Malpica (D.F., 1961).  Ha merecido, entre otros,  los premios Clemencia Isaura, Efraín Huerta, Ramón López Velarde, Benemérito de América, Alí Chumacero, Amado Nervo, etc. Expremio de poesía Aguascalientes, en 1996, y Premio Jalisco en Letras 2008.

 

 

Excavación del aire

 

Allá lejos —Là-bas— hubo una piedra hundida

donde el aire pareció detenerse.

Un trozo de basalto —vestigio de cuando los volcanes

eran los dictadores del reino mineral     y las plantas

(todas desconocidas) peleaban con el humo

por la tierra—

parecía milagroso entre la lava ardiendo.

Piedra mayor que el polvo     diamante de lo intacto

se mojaba de musgo; al aire

ardía.

Con sus huellas verdosas resbalaba un camino

de ceniza y de fuego:

escritura de calcio     rupestre y cuneiforme

en los huesos del aire

la voz —de primigenia hechura—

se solidificaba.

 

Y qué decía —Là-bas—

que allá lejos

en el mundo ficticio de los tiranosaurios

las migalas intentaron asirla

con sus dientes.

 

Cómo la tradujeron los nuevos celacantos

si allá lejos —Là-bas—

en las profundidades

ningún megalodonte vio el signo

del basalto.

 

No decía nada que pudiera explicarse

sobre el mundo:

el hombre no había nacido aún

de la espina del pez

del huevo

de la piedra.

 

Era tan solo el aire

presagiando las alas que vendrían a surcarle

quien lo buscaba al fondo del basalto.

Era un aire —Là-bas—

que viajaba lentísimo: inmóvil

pero adherido al polvo que iba adquiriendo el humo

al convertirse

en roca.

 

Y no era piedra

porque entonces (y más si era basalto)

contuvo la ceniza —pez     óleo volcánico—

de lo que sería

el agua.

Así toda placa tectónica que removió la tierra

fue bautizada al fuego

bajo el nombre del aire.

 

 

Tuvimos de esperar que Dios hiciera el agua

para creer en los peces.

 

 

 

Ciudad de mar interno

 

a mis padres y hermanos

 

Yo fundé esta ciudad a los quince años:

qué lentos, tibios ojos conquistaron la piedra

levantaron un muro, fundieron la argamasa

con el pecho caliente de quien llegaba

a ciegas, tropezando su cuerpo

con la vida.

 

Concebí esta ciudad contra mi vientre, como una madre

indómita y soltera.

Nodriza de estas calles

quién pudiera decir que no son mías

si han secado mi pecho con la sed portentosa

de los recién nacidos

si por sentirme madre recuperé mi nombre

las estrellas robadas al insomnio

de cuando rompía el mar en mis cabellos.

 

Llegué apenas un niño

pero reconociendo el mineral en piedra que cuajaba:

adamita, geoda, piel de víbora y ónix

mercurio y flor del diablo.

Nada salía de mí

sino el polvo antiquísimo que todo lo destruye.

El silencio: aquel ruido interior que tanto duele

hizo en mi paladar su madriguera.

 

Pero el mar pernoctaba solamente porque se oía en las gárgolas.

Animal de baldío, descendía de mis cejas a los labios.

En la abierta aridez del horizonte

la piedra que encontré era una flor volcánica.

Contra las telarañas del hastío su fulgor parecía

arrebatar los ojos a mi cara.

Entonces me di cuenta que morir es quedar uno

inmóvil

mirando lo que ya no se mueve.

 

Bajo la lluvia ajena de esos años

¿quién abría su paraguas

quién me ofreció un sombrero?

La ciudad, sobre todo, que cerraba sus árboles

para que ni una gota mojara mis mejillas.

Pero me pongo triste

y no tengo intención de mencionar la lluvia:

son las cosas sin nombre las que dañan.

 

Ahora soy de cantera: soy la cantera

que cubre con sus trinos

un doble campanario.

 

Fundamos la ciudad —dijo mi madre

sobre nuestros abuelos.

Y porque la nostalgia es un mar que regresa

de las otras ciudades sumergidas

salí a nombrar el mundo y fui nombrado

pájaro      aguacero     infinito

era el mar, no mi memoria.

Y nadie me esperaba: nadie más

que yo mismo.

Mi madre remarcaba con su amor —inocente— los troncos de la cerca.

¿Cuál árbol genealógico quedó de las astillas

con que ella nos miraba hacer la casa?

Todavía no sabíamos del viento, las tormentas

la tribu de jejenes que habrían de ambicionar

nuestros relictos.

 

Atrás venía mi padre: soportando la artesa

las hogazas; las migas

del trayecto

nuestros pasos.

El mar era el instinto de una raza

la sangre que nos latía en las sienes.

Y la que no mirábamos (la ciudad, por ejemplo)

había que pronunciarla para que fuera cierta.

 

En esta fortaleza no ha habido vencedor ni derrotado.

Cuando llegué, llegamos: mi sombra, mi reflejo

las tantas veladoras que traen un muerto ardiente.

Sahumábamos la noche con un coro de espuma:

el rosario inconcluso de amar

el nuevo exilio.

 

No vayan a decir que no me pertenece, porque entonces

los cuervos de mi vista devorarán sus ojos

y ladrarán mis galgos a tanta piedra suelta

y una mantis enorme invocará el veneno

de todas las migalas que anidan en mi boca

y entonces —solo entonces—

regresaré mis pasos

al océano natal

de donde vine.

Hace un mundo de tiempo que esta ciudad es mía:

la he mirado crecer, como a los árboles

hacerse de ladrillos

de gotas que deambulan

de los rojos tejados

hasta la filigrana de algún cancel de hierro.

 

Mis ojos adquirieron su forma de planetas

al mirarla: girasoles

que siguieron sus pasos en el día;

y en la noche, dormidos, la aguardaban

porque habría de llegar

de una tibia maceta en mi memoria

aquella rosa

náutica.

 

También nací en febrero.

El amor se me vino como una enredadera

y conocí los rumbos del colibrí en verano, sus breves picotazos a un cuerpo milagroso.

Esta ciudad abierta como una rosa virgen

me dejaba contar mis aleteos, el olor a membrillo

de la noche, la luna de narciso.

Habito lo que observo sin moverme

en el quieto vaivén de los jazmines.

Por mis ojos algún escarabajo sale y vuela:

atisba por los pozos de la tarde

por si la luna asoma.

Una vez que la encuentra, retorna a mis pupilas

con esos resplandores que presagia el insomnio.

No duermo si la noche —impredecible niña— derrama su rocío sobre mis manos

por si puebla de grillos y luciérnagas el patio de mi casa.

Nada es desconocido por mis labios

porque cuento la vida

con la voz asfaltada, repleta de motores.

En cambio, cuando la vida cuenta

me dice

¾esto es lo cierto.

Con tantas oraciones que me caían del alma

vertí amor y ciudad (piedra con piedra)

por casi cinco siglos.

 

Habito esta ciudad desde mis ojos.

No existe agua tan sucia que la esconda

o que no la refleje.

A veces piedra viva

y en otras rosa en llamas

dejo escapar el humo por sus hombres.

«Mi corazón es la ciudad más grande que conozco»

me oí decir un día. Pero el amor

la piedra en el camino

tuvo que ser labrada y sostenida

para que ella, otra vez, me sostuviera.

Las piedras de mi casa no sirvieron

para afilar cuchillos. Me hicieron rajaduras, moronas

talco rojo.

Qué tiempo tan lejano: la soledad

se fue como una mosca

al entreabrir la puerta. No quedó ni un zumbido

para oxidar los muebles

para habitar la piedra

de voz

pulverizada.

Las paredes eran más que la tierra: los límites del aire.

Del adobe encarnado, la piel amurallada

protegía un centinela en posición de rezo:

¿qué mantis religiosa vino a comer de mí después

de amarme tanto?

¿cuántos betas (igual que un cabo amarra el aparejo)

con sus rojas espinas fortifican mi sangre y mis tejidos?

¿cómo romper el cerco al bogavante

sin que algún cachalote se suicide en mis ojos?

 

Esto es, sin más, la vida: la parte del planeta

donde los peces nadan, los insectos fornican

y los grandes crustáceos forman otra ciudad

lejos del hombre.

Pero qué hay de la vida en la ciudad

del hombre

si no un montón de moscas y algunas ratoneras.

 

La ciudad era un gato que maullaba.

Allí quedó el zapato que había de regresarme:

azul, sin agujetas

sin un rastro de chicle que pudiera pegarle

a lo vivido.

 

Aprendí de los gatos a no ser fiel al hombre.

Una escolta de pájaros anidó en mis costillas.

Alguien fue en mi silencio larga cuerda.

Anclado al papalote de esta ciudad

al aire

¿qué voy a asir de mí

qué de la vida

de lo que no conozco?

Yo tuve una encomienda:

vigilar a los gatos de mi vida.

Pero los quise libres, alejados del techo y de los muros

encendiendo la noche

en sus maullidos.

 

El humo —desde entonces— también conquistó el viento:

primero en las hogueras, después en los carruajes

las fábricas

los hombres…

 

Yo también soy del humo un vástago viajero.

Estoy en los durmientes, porque en el sueño tuve

convalecencia y fuga: nada más animal que el humo

que el hollín, la ceniza…

rescoldos de ciudad en ciudad

inmolada.

Anduve por los bosques de mi mano.

Mi amor era un serrucho que todo lo partía.

Cuando los ríos de savia colmaron mi antebrazo

intuí que ya era tarde

para morir a solas.

Así que levanté otra enredadera

una cerca de trigo, algunos pastizales.

Y esta ciudad que miro —buey echado— tuvo para beber

lo que yo tuve

de agua.

 

A pesar de los sapos que manejan las charcas a su antojo

esta ciudad es casi transparente.

Nada más de beberla, los hombres resucitan.

Cuando tenía quince años, el río de entre las piedras

me fue desconocido.

Hoy resuenan las lajas de la lluvia y corro

con mis manos en cáliz

contenidas

por un poco de arena.

A la ciudad envuelvo en cuatro alfaidas

—mis mareas cardinales—

para que, al fin, retorne

hasta mi fuente

por grietas y acueductos.

Mis manos cicatrizan los callos del inicio

de ese tocar la piedra y desgajarla

humedecer los muros de una mirada

triste.

No ha nacido la muerte

que me impida escudriñar el agua

en su entrepierna

el levísimo incienso

que viene con los pájaros.

Mi lengua, una llave ambiciosa, ¿en dónde se perdía

que no me recobrará su cuerpo de jacinto?

Amor: eso es el miedo, el desconcierto

en sílabas.

Ser pobre es estar solo

sin otra alma en el alma en donde guarecernos.

Oír caer la lluvia. No mojarnos.

Toda el agua es terrible cuando la sed es nula…

pero la tierra es tanta que en la muerte nos sobra.

 

La ciudad no comienza ni termina con uno.

Llegué sobre mis pies: no sé de otra manera

de caminar despacio.

Sin embargo al marcharme seré un intruso

anónimo

que se trague la tierra.

La luz en las paredes ocupará la sombra que no se echó

a morir sobre sus versos.

 

Esta ciudad ya no tiene memoria.

El amor se le evade

como se fuga el humo de la carne quemada.

 

La ciudad es de todos

los que no naufragamos.

El mar imaginario está en la piel del hombre.

El mar está en los ojos: lo que miro regresa

se va tras las gaviotas.

Las crestas de lo visto se mojan con la lluvia blanquísima

celeste

que rompe entre las nubes.

 

Entonces Dios existe.

Entonces alguien llora: esta vez de alegría

porque sigue creciendo

lo que mira…

porque sigue mirando

lo que crece…

 

La ciudad es el hombre

al que uno siempre vuelve

de uno

mismo.

 

(Poemas tomados de Voluntad de la luz. Conaculta y Verdehalago, colección La Centena, 2006.)

 

 

 

Cante hondo

 

El amor envejece con el cuerpo.

Aunque en la desnudez perfecto es siempre.

 

(Es la carne. Es la espada.

Toda fiesta bravísima donde nos reencontramos

uno enfrente del otro

—con la bestia).

 

Sabemos lo que dura:

media tarde, un insomnio, seis años

una vida. ¿Cuánto podría durar hasta que no se agota?

 

(En el amor los hombres se montan a otros hombres

les hincan las espuelas, los jalan de la brida.

Y ya después, cansados, sudorosos, les dejan en los belfos un bote de cebada.)

 

Es por eso que quiero humedecer despacio la tierra de tu nuca

los lentos girasoles de tu pecho

tu vientre, tus rodillas, cualquier páramo en llamas donde habites.

Decir ahogadamente cuánto te amo

—mis brazos en tu cuello

                horca de sal            mis manos—

y por qué la razón de repetirlo.

 

(Uncidos los caballos con un yugo

a la par

sometidos y sedientos

no serán pieza fuerte del tablero

ni quien enfrente al hombre con el toro.)

 

Que no me falte el agua es lo que pido:

que no me coma viva la sed que me atraganta.

 

El amor dura el tiempo necesario

para decir tu nombre y me respondas.

 

La última consecuencia del olvido es el silencio.

La forma más antigua de estar solo.

 

 

 

 

Estocada

 

El amor es un toro que apresamos

con las manos desnudas

sudorosas

 

Una estocada al fondo     desde el cóccix

pone fin a la vida

pero arrastra en la arena esa insana costumbre de recordar que nos sentimos

alguna vez amados

                y muriendo.

 

 

 

 

Elocuencia del humo

  

Todo ese ropaje de polvo, ese velo de piel

ferroviaria oscurecida…

Allen Ginsberg

 

 

Los rieles, afianzados al suelo, se estremecen

con el presagio de una locomotora insumisa de ruedas

acercándose, con desmedido impulso

a la estación de origen.

 

Ya se escucha el piafar de sus caballos

con sus crines al viento.

Esos humos oscuros, tan remotos

trotaban por el aire; en las nubes añiles

(de reflejos metálicos porque, tal vez, las ruedas destellaban

el acero cromado, el manganeso

esa armazón de rayos primeriza, luego placa, al fin rotor

que probaba correr a ciento veinte kilómetros por hora

dejando en los durmientes un suave hollín por rastro y pesadilla)

unas coces violentas reseñaban la huida

de quién

por qué

hacia dónde…

 

Uncidos por una larga brida de cuero, herraje y clavos

los vagones se avientan con premura, se abrazan y jadean

se estorban, pisan, saltan sin que jinete alguno los controle

(no hay un caballerango que sostenga el cabestro

la montura está suelta, el ronzal cuelga a un lado de la locomotora;

no hay pie sobre la espuela, ni manos en la albarda).

 

Qué sería del jinete

en cuál vagón buscarle

y desde cuándo…

 

Los rieles se encabritan ante un muro de piedra que pregona

con un fuete de polvo, el final del camino.

 

Un relincho angustioso relampaguea en las nubes.

 

Es el humo que tose y asfixia a la caldera.

El humo en que se inmola

el tren de mis caricias

por mi cuerpo.

 

No recordaba —torpe— que a partir de mi infancia

juré prestar ese tren de vapor

a mis amigos.

 

con Steve Reich

 

 

(Poemas tomados de Cantara, incluido en El mundo era un prodigio. UNAM, colección El Ala del Tigre, 1998.)


 

 

 

Credo

 

En la noche con la luz apagada

es más fácil mirar que creer en los ángeles.

Su lejanía (si existe) es de palabras:

                lo que se dice a solas

                lo que en la lengua duele.

Algunos son visibles todavía al final de la costa

—pero poco después desaparecen (la distancia

se vuelve una pupila);

tardos buques nocturnos

que dejan un silbido entre las manos:

mudanza de uno mismo de ausencia

el equipaje

                por huesos flautas dulces 

                si alguien nos toca

ansioso.

—Si acaso sucediera, imagino

el naufragio del silencio.

 

Ángel gárgola hostiles dos tan cerca

somos cada palabra que decimos

porque este nuestro amor se cae de cera ardiente

donde Dios (solo Dios) pasa

despacio.

 

Hay otra anunciación tras los ojos del ángel

la última profecía de su ceguera:

la tierra es más redonda por los ojos redondos

con que la contemplamos y la hacemos girar con nuestros pasos.

 

No es por la luz del sol ni del infierno:

es un aceite impío azogue esperma que la voz estrangula.

 

Adónde están los solos a quienes una

—solo una— vez quisimos

ángeles de un instante de un ala

terriblemente quieta. Es la muerte el amor inalcanzable fuego

contraseña: el silencio es el rojo cuchillo de los besos.

 

Quiero no ser este animal que la humedad sostiene

entre sus alas. La ballena suicida por cuyo aceite peleen los marineros.

Sea el mar o ni siquiera la palabra que moja los rompientes.

 

Lejos quedan los solos: los hombres desplumados.

Muy lejos esas manos que buscan en un pozo

las plumas del amor en que flotaban.

 

(De otros amantes solos desnudos de zozobra

al fondo de mi cuerpo su casa nos espera).

Lejísimos los ojos de la vida

mirándonos

desde cualquier espuma.

El infierno también nace de un ojo y del aceite.

No iré allá. Solo tomo su llama.

Bajo un quinqué apagado veo lo que soy no añado no lamento

(pero ¿quién al mirarse no se quema?).

Busco a los marineros que siempre me asustaron:

los lobos están solos —son los solos.

Con ellos dejaremos este mundo de cicatrices largas

la rueda de la muerte y el dolor que da vueltas y naves y naufragios.

Nunca más seré un lobo del océano porque yo creo en los ángeles.

Entre la luz que pasa por la lluvia nos vemos

y nos basta.

Con su alma en media sombra

y la tierra girando muy despacio.

Un silencio más hondo que el cantar de los grillos

corre por nuestras venas:

mi sangre que en un árbol reencuentra sus raíces;

su voz que de madera invicta habla del árbol.

 

No todo lo que amamos se ha perdido si es que cantan los ángeles

con sordos resoplidos de ballena.

 

Toda la historia es falsa.

Solo es cierto mi amor.

 

 

 

Sanctus

 

El ángel está hecho a imagen de los pájaros.

Se parece a mi madre —o mejor:

es mi abuela.

Ella es irrepetible.

Tal vez desde la muerte

no regresa, como vuelven los pájaros —ángeles terrenales

de tibia cera y nubes,

pero, quizá por eso, Dios inventó a los ángeles.

 

El ángel es exacto:

cuando la luz escurre, humedece su cuerpo.

Quien lo ama no está solo. Sonríe

a los otros ángeles.

Pero mi abuela ha muerto.

Zarabanda: retumba su tambor sobre tu tumba.

 

Es el desconocido, el

vulnerado.

Ángel ebrio de Dios, caído —un par de veces; el ángel

amoroso

cuyo vuelo guardó bajo la nuca —le decían

«contrahecho»

nomás por jorobarlo.

 

Por el mismo desierto de la vida, sin más agua en su boca

que sus manos, también se fue mi abuela

con el fardo de Dios

sobre su espalda.

 

Mírame ahora, mírame Tú con los ojos de animal de los ángeles.

Márcame para siempre entre los hombros.

Hunde mi cicatriz como señal de vuelo.

 

Morir es solamente tener un punto negro en la mirada.

Yo sé que moriré, pero no

ahora que estoy en vida de tocar las alas de los ángeles.

Mi vuelo ya no será inconcluso: estoy ebrio de Dios

para igualar los pasos de mi abuela.

 

Mírame, Dios, cómo me vuelvo un ángel:

semejanza e imagen de tus pájaros.

Desde casa, mis padres

me custodian.

Zarabanda: retumba su mirar sobre mis ojos.

 

 

para Eduardo Langagne

 

 

 

 

Offertorium

 

Nadie más que la mano desarmada,

la tenue palma

y este dolor…

latido de muerte insomne.

Jaime Gil de Biedma

 

 

Estoy alerta mientras mi padre duerme la mitad de su cuerpo entre las sábanas.

 

Déjenme que murmure el encaje de una oración que crece de esta aguja

en las horas de estos huesos callados que hacen su ruido adentro

para que no se escuchen por mi casa.

 

Tengo así como un aire que se escapa de mi ojo

que naufraga en su intento por drenar su mirada de otra mirada

triste que así se le recuerde.

 

Afuera de mi cráneo hay una veladora

que grita en llamaradas la salvación de un hombre.

 

Adentro millones de velitas apagadas

estorban a éstas mis manos frías que hurgan por si he dejado de antes

otro cirio allá afuera.

 

¡Qué oscuridad tan larga en tan poquito tiempo!

Hoy he visto que un parecido a vidrio llevamos en las manos.

Parecieran romperse

—frágiles escudillas para cargar la sangre—

pero solo se ensucian o se rayan.

Tiemblan las manos inconteniblemente

después de pronunciada la trombosis.

Callo ante esta palabra que vuelca nuestras vidas.

 

Después de oída en el oído profundo que el corazón conecta

con los huesos

ya no son más los huesos ni el oído

los que duelen.

 

(Entre los ojos queda una pequeña película de sal

donde los hijos somos los actores del miedo.)

 

Déjenme solo un rato con mi cuerpo.

Quiero sentirlo a plenitud ahora que duele.

 

El cansancio es un dolor mayor de lo que había temido.

Y la angustia es una invalidez que se aloja en mis manos.

 

Los dedos torpes para cargar un cuerpo que parece

que muere pero lucha

teclean unas letras inmóviles ruidosas haciéndose a la idea de una larga caricia.

 

(No quiero la caricia dilatada

sino el abrazo fuerte que en sus olas rompía

cualquier adiós posible.)

 

Con la especial tristeza de las cosas comunes

las que ambos —a la par— mantuvimos hundidas en la frente

digo que para amar es necesario haber

estado solo.

 

Lo sé tan bien ahora que por sentirme solo

puedo decirle «te amo»

                tan solo

con el tacto.

 

Nunca fueron más torpes estos dedos

que ahora que recorren las últimas doce horas

de este día que comenzó de pronto

con la mitad del cuerpo

desvalido.

 

Mi padre está aferrado a su mitad

—aunque se duerme.

 

La otra mitad le corresponde a Dios

pero aún no despierta…

 

(Poemas tomados de Des(as)cendencia / Des(as)cendance. Traducción al francés de Gabriel Martín y Jacky Santos Da Silva. Écrits des Forges y Mantis editores, 1999.)

 

 

 

Ebriedad de Dios 

 

1

 

Uno vuelve, siempre, a los viejos sitios

donde amó la vida.

César Icella

 

Esa tristeza lenta del recuerdo

se nos va desdoblando por la cara.

Y en lugar de los ojos

se humedecen dos profundas hogueras

en donde alguna vez frotamos nuestras manos

con las de un ser querido.

 

Entonces el amor era un barril de pólvora.

Una mecha muy corta nos unía.

 

Nuestra casa era un papel periódico

con un asombro nuevo en las noticias.

Pero llegó la lluvia y sus relámpagos.

Las hojas de la casa no fueron suficientes para formar un barco

que nos sacara a flote.

 

Intenté resistir escribiendo en las hojas nuestra casa quemada.

Naufragué por mis dedos.

 

Luego encontré en el vino las múltiples razones

para escapar de todo:

de mi madre y mis hijas, de ti

mi propia sombra.

 

Era increíble ver que en un vaso cupieran

la luz que yo buscaba y el fondo

inacabable

de lo que yo no quise.

 

Me alejé de la lumbre

para hallar en los hielos que enfriaban mis angustias un barrio conocido.

Allí, dueña de las paredes, las sábanas del vino me negaban los cláxones

el timbre del teléfono

el puño que golpeaba mi nombre por la puerta:

el contacto caliente con el piso.

 

Yo solo pedía tiempo, no a Dios.

Le pedí alguna calle, otra lepra en un vaso

otra memoria.

 

Me fui acabando entera

sin terminar el vaso ­­­­—tan lleno­­­­— de mi vida.

Lenta, en verdad, la vida

a pesar del galope del inicio.

 

Apuro lo que bebo

y no se acaba

al contrario: es más lo que me culpa.

 

 

Cada uno se despide del mundo

como puede…

Yo pretendo el sigilo, para no avergonzarme

de no enfrentar los ojos de los tantos que me aman.

 

El vino es otra herida

inflamatoria

para que el hombre sepa de la muerte.

 

Sin embargo, cuando empiezo a morirme

Dios hace mucho ruido

y me despierta.

 

Y en lugar de ir a la cocina por un vaso

voy a la habitación de mis tres hijas, para mirar si duermen…

y besarlas, si puedo.

 

 

 

2

 

De niña me enseñaron que yo era una manzana

y el hombre era el cuchillo.

Las mujeres teníamos que lograr que nos pelaran

se hundieran hasta el mango en nuestra carne

y le dieran salida a las semillas.

 

Ya en espiral

­­­­—con nuestra piel deforme, oscura por el tiempo­­­­—

el amor podía ser algún mordisco

un apretar los dientes

y ser mujer

callando…

 

Pero yo no callaba… me decía en los poemas.

 

A golpes ­­­­—como aprendió su madre­­­­—

fue lección de mi madre: la cocina es el mundo

de la mujer que calla.

Entre especias, vinagres y embutidos

esa dulce manzana de mi vida se llenó de gusanos.

 

No callaba: mis hijas me costaron, cuando menos, un grito.

El amor, esa lata carísima

se quedó en la alacena.

 

 

Un día, por buscarle acomodo al aguardiente

lo tiré a la basura.

 

 

Sé lo que hacen los lazos en todas las mujeres

aunque sean familiares.

Al encender el horno (¡ay, Sylvia Plath, te envidio!)

al picar la cebolla

lo recuerdo…

Las profundas estrías de la garganta

son mi paso de Dios

a la intemperie.

 

Perdí mi casa

cuando llegó el alcohol como el mesías.

Después perdí a mis hijas, una a una.

Pero rezaba, así, como callando: «Señor, ésta es tu sangre…»

 

Tu madre se nos muere les digo a mis tres hijas

luego de cada sorbo.

 

Ellas tan solo lloran, muy quedito

como diciendo: ¿cuándo!

 

 

 

3

 

Jamás voy sola a misa;

me llevo los pecados de mi esposo

y su esposa, uno o dos

de mis hijas, alguno de mi hermano

todos los de mi madre…

hasta llenar el bolso que hace juego conmigo.

 

Y Dios, distante y sin moverse

parece consternado ante mis confesiones.

 

Rezo en latín ­­­­—como hacen las mujeres pecadoras­­­­—

y en español castizo, un sacerdote (sin mirarme a los ojos)

me da por penitencia un par de aves marías

que lanzo, pronta, al vuelo.

 

En casa

sin bolso ni tacones

me sirvo alguna copa de aguardiente

y observo largo rato un crucifijo.

 

Y sé que a Dios tampoco le hace gracia

el que vivamos juntos.

 

 

(Fragmentos tomados de Ebriedad de Dios. Ediciones Monte Carmelo, 2000)


 

 

 

Uno es solo la imagen de una nube

a la que el viento mueve.

Sin saber hacia qué cielo va

cuál tormenta ha dejado

qué figura.

 

Uno cierra los ojos

—por si estaban abiertos—

y sabe que la luz no está allá afuera.

Que no es un animal visible en lo invisible;

el primero [según Lezama Lima].

Uno sabe

                —bendito en su ignorancia—

que el aire es el camino que han trazado los pájaros.

 

No existe ave que vuele

con un ala.

Ni aire

que le abra paso.

 

Uno dice saber todos los días

lo que el tiempo ha dejado en los troncos del árbol.

Mira un círculo y cree que es superior a las raíces porque (quizá) es perfecto.

Uno se asoma al nido y le parece pobre el mobiliario.

En cambio, uno tiene en su casa lámparas de cristal, sillones de caoba

cortinajes y alfombras del oriente.

Pero el árbol, tocado por el aire, también es una nube

cuya sombra cada minuto cambia.

 

El árbol niega el tiempo en sus hojas y pájaros.

No se deja apresar con sus anillos.

Las anclas de cristal y sedería

hacen que uno carezca de las plumas

con que vuelan los árboles.

 

Entonces solos, lentos y vulnerables

exhalamos las nubes

                —vahos de la tierra—

que nos dicen adiós.

Y arrepentidos, vulnerables y solos

una locomotora (la nuestra, la de siempre) nos deja

                —vaya culpa—

con las ventanas rotas.

 

Si las jaurías del viento detrás de uno

casi quiebran la tierra

el horizonte

                —la línea de los ojos—

refuerza su ventana:

                la transparencia también es una nube

la sombra

                entre dos árboles.

 

Uno es raíz de muchos. Lo sabe uno.

No deja de ser piedra.

Polvo después (como antes), uno cabalga en las hormigas rojas

que habrán de conducirlo hasta su muerte.

No hay otro fin que el agua.

 

Uno vuelve a la nube cuando es nadie (entonces llora).

Cuando uno ya es ninguno

la luz está en los otros.

 

 

a Javier Narváez

 

 

 

En las certezas de la vida

en su espacio íntimo

podemos ser

y estar

solos.

 

Pero el dolor

¿escapa con la luz

cuando al cerrar los ojos muere desamparada

la imagen que tenemos sobre el mundo?

 

Aquí estuvo la luz

hace millones de años, parece que nos dice el párpado obturado del dragón de Komodo, el pétalo marchito de la rosa o la veta con hongos de la piedra caliza. Su desaparición no fue inmediata. Primero fue una niebla la que amuebló las huellas de los seres que se movían despacio por el agua. Después el fango que escurrió de sus cuerpos al ir quedando inmóviles. Al final era polvo lo que sobresalía de sus tumbas. Así nació el olvido.

 

Si olvidamos la luz, siempre regresa.

Apenas se abre un ojo, su creencia se extiende y lo ilumina. Ni la muerte que recubre los párpados con el azul del agua puede negar que existe. Ni los hongos que ennegrecen la voz en el esófago. La luz es la memoria que se olvidó un instante y se volvió infinita. Pero siempre regresa, desde la negación del pensamiento, a la naturaleza, a la carne, al instinto. Inclusive la roca, que una vez se movió (al inquietar sus pasos), quedó clavada en tierra para siempre por el astil de luz de sus preguntas.

Así como la luz es un cuestionamiento

el dolor es un ojo que nos ve desplazarnos o desplegar raíces. Posee, de la misma manera, su neblina y su mosto. Es de la arcilla pálida  que le sobró a la piedra, al polen y a la escama. Carece, por lo tanto, de toda cualidad de la salivación de los dragones y puede ser pinchada por la rosa del llanto sin encontrar consuelo. El dolor se acomoda en los hombres en su costilla falsa. Pero nada es más cierto que el dolor que produce en los pulmones o la incapacidad del canto en su garganta. Es el parto de sangre para la última rosa. El réspede que lo une a lo ancestral, a lo más primitivo de las piedras. La calcificación de la luz hace de nuestro cráneo el hogar prodigioso para los caracoles que pueden ser los ojos. Siempre cambian de concha, pero nunca de luz.

 

El dolor de la luz se ha forjado en el fuego de todas las preguntas

entre todos los hombres. No hay ningún inocente. Tampoco responsables. La vida es ese andar oblicuo del cangrejo (también un ermitaño) que busca alguna cuenca para formar su casa. En su inmortalidad imaginaria parece desdecir lo que ha vivido: cada paso que borra es el paso que ha andado. Igual hace la piedra (de modo sigiloso). Podemos suponer que la roca es un cangrejo muerto que ha tapado el olvido con su polvo, que confundió la cuenca con la tumba. Pero sería inexacto. La roca, mientras más ignorante, más se mueve. El animal más sabio se convertirá en piedra. Sin más por descubrir. Sin nada que lo inquiete. Ni siquiera la luz, pues su divinidad es indolora (los hongos necesitan de lo oscuro, de la humedad del pecho, por donde corre el llanto de lo que no se dijo).

 

Así llego al dolor: ¿por qué tu enfermedad me ha convertido en roca, pero una roca

oscura, con ceniza del cielo?, ¿el amor no nos basta para sellar el pecho al dragón que es inmune a los otros dragones o al polvo que reseca el estambre con el que nos tejimos? ¿Debe morir la flor sin darse cuenta? ¿Era extensiva la maldición genésica a todos los reptiles? El hombre no renace del humus de sus muertos. El hombre no camina. Se arrastra por la tierra. Hasta quedar exhausto, como roca… sin su sabiduría. Convidado a la luz de un fuego primitivo que siempre le resulta doloroso, que incendia su garganta aunque guarde silencio. Y derrite sus huesos y su sangre. Y lo que prolifera son los hongos de una mala experiencia de la infancia, el rencor, la impotencia, los duendes que crecieron a costa de una risa que se nos va apagando, de los ojos que casi se nos cierran, del ogro al que le queda chico nuestro cuerpo y el amor que pudiera atravesarlo. No hay astiles. No hay luz. Lo que fue en el silencio cubre otra vez al mundo.

 

Dejo la  flor de la esperanza en estas páginas que yo mismo enveneno

antes de darles vuelta (en nombre de la rosa).

Debo cerrar el libro marchito de mis ojos.

 

Y sin embargo

(como todo se mueve)

me pongo de rodillas

(lo más quieto que puedo)

y busco algo de Dios en tu mirada.

 

Si tu fin está cerca (la parte de tu muerte)

pido al dios del dragón que me permita realizar entre mis huesos fláccidos

una antorcha

para arder el veneno

que te apaga

suplico al dios de la rosa alguna espina (que yo puse) 

para rehacer con ella mi costado

ruego al dios de la roca hacer un zapapico con mis ojos

para llenar el mundo de agujeros (la parte de tu muerte) por donde entre

la luz de la esperanza (que me doy).

 

Si todo fuera inútil

(por el dolor inútil)

pido al dios de los hombres que me otorgue una muerte

(la parte de tu muerte que me doy)

tan cierta como lo sea tu muerte

(la parte de tu muerte que yo puse)

para estar los dos

juntos

(ya muy quietos):

el uno iluminado por el otro

compartiendo una piedra

inmarcesible.

 

N. A. Las itálicas forman parte, a modo de sampleo, de la “Conversación” con Jaime Gil de Biedma.

(Fragmentos de Luz de los otros. Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, colección Carlos Pellicer, 2002.)

 

 

Datos vitales

Luis Armenta Malpica (D.F., 1961) radica en Guadalajara, Jalisco, desde 1974, donde ha desarrollado su vocación literaria y de promoción. Poeta, ensayista y traductor del francés, es miembro del Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Jalisco y director de Mantis editores. Ganador de diversos reconocimientos nacionales e internacionales en cuento, novela y poesía, entre los que destacan los premios Clemencia Isaura, Efraín Huerta, Ramón López Velarde, Benemérito de América, Alí Chumacero, San Juan del Río, Amado Nervo, de San Román, e iberoamericano de poesía Continentes (Unesco). Mención en el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda (Chile, 2000) y en el VIII Premio Internacional de Poesía Nicolás Guillén (México-Cuba). Expremio de poesía Aguascalientes, en 1996, y Premio Jalisco en Letras 2008. Por su labor editorial recibió la Pluma de Plata, en 2006. Libros y poemas de su autoría han sido traducidos al inglés, francés, portugués, alemán, italiano, catalán, rumano, árabe y ruso. Autor de trece poemarios: Voluntad de la luz, Des(as)cendencia, Ebriedad de Dios, Luz de los otros, Ciertos milagros laicos, Mundo Nuevo, mar siguiente, Sangrial, El cielo más líquido y Cuerpo+después, entre otros. Ha participado en recitales de poesía y diversos encuentros nacionales (casi todo el país) e internacionales en Trois-Rivières (Quebec), Moscú, París, Islas Canarias, Barcelona, Madrid, Iasi (Rumania), Mainz y Weisbaden (Alemania), La Habana, Sao Paulo, Río de Janeiro y en algunos congresos de literatura en San Diego, Kentucky, Ohio, Charlotte (Carolina), Virginia y El Paso, en Estados Unidos.

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