Galería de ensayo mexicano: Mancha de agua, de Valeria Luiselli

Valeria Luiselli

En diálogo con “Visión de Anáhuac” y con la tradición del flâneur, el siguiente ensayo de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983) discurre sobre la ciudad vista desde los mapas, el aire, y sus acuáticas ausencias. Luiselli es autora de Papeles falsos (Sexto piso, 2010).

 

 

Mancha de agua*

 

Río Churubusco

No existe, para una persona impaciente, tortura más despiadada que la que hace tiempo se puso de moda en los vuelos transatlánticos, y que consiste en proyectar el mapa de una enorme porción del mundo sobre una pantalla donde un avioncito blanco avanza un milímetro cada sesenta segundos. Pasa media hora, una, dos, tres, y la figura se sigue arrastrando sobre el mismo plano azul, lejos ya de las dos costas continentales. Lo mejor sería dormirse o ponerse a leer algo, volver a mirar la pantalla una vez que se hayan conquistado otros dos centímetros del mapamundi. Pero los que carecemos de paciencia estamos condenados a seguir fijamente el avioncito, como si deseándolo con suficiente intensidad pudiéramos hacerlo avanzar un poco más.

            Ningún invento ha sido tan adverso al espíritu de los mapas como éste en donde se impone una trayectoria y no se pueden trazar rutas alternativas ni volver atrás. Un mapa es una abstracción espacial; imponerle una dimensión temporal -tenga la forma de un cronómetro o de un avión en miniatura- contradice su propósito mismo. Los planos son por naturaleza inmóviles, atemporales; y es por esta razón que no imponen nada a la facultad imaginativa de quien lo estudia. Antes bien, el espacio que un plano cartográfico despliega ante nosotros -silencio y quietud del territorio abstracto-, espolea a la imaginación. Sólo sobre una superficie estática y sin tiempo puede andar la mente a sus anchas.

            Es sabido que nuestra capacidad de abstracción rebasa la habilidad que tenemos para imaginar lo concreto en su constitución detallada. Resulta imposible para el hombre común sostener la imagen de algo ilimitado; concebir, como Funes el memorioso, un objeto con infinitos detalles o uno que sufre transformaciones constantes. Pero a pocos les parece difícil trazar una gráfica y a muchos menos esbozar de memoria el croquis de una casa. Necesitamos del plano abstracto, de la bondad de las dos dimensiones, para deslizarnos a nuestra conveniencia, para tejer y destejer recorridos posibles, planificar itinerarios, desdibujar rutas. Un mapa, como un juguete, es una analogía de una porción del mundo hecha a la medida del ojo y de la mano. Los mapas, superposiciones fijas a un mundo en perpetuo movimiento, están hechos a la escala de la imaginación: 1cm=1km.

 

 

Río Hondo

La mapoteca de la ciudad de México está albergada, desde hace varios años, en el edificio del Servicio Meteorológico Nacional. Uno pensaría que un lugar que atesora los mapas, o al menos los clasifica y restaura, tendría una distribución del espacio más o menos ordenada. Pero no es así. Resulta difícil ubicarse en la mapoteca y, aunque el lugar es pequeño, es imposible no perder la noción de dónde se está con respecto a la entrada o, si lo hubiera, respecto de algún centro determinado. Si uno entra al cuarto donde antiguamente se llevaba a cabo la restauración, ya no sabe dónde quedó el pasillo de instrumentos cartográficos; si se encuentra en la pequeña unidad de mapas del Porfiriato, pierde por completo la ubicación de los planos de Norteamérica.

            En una serie de pasillos largos y estrechos, cuelgan mapas como sábanas perennemente húmedas, a la sombra de los siglos y al amparo relativo de años de burocracia. Para verlos hay que colocarse un tapabocas y guantes de cirujano. Los asistentes –alumnos de historia o geografía, ansiosos por terminar su servicio social– ayudan al visitante a descolgarlos cuidadosamente y luego a extenderlos sobre una de las amplias mesas cerca de la entrada. Se necesitan cuatro manos para pasar las grandes hojas: pesan los años y el polvo sobre el papel.

            El polvo atrae al polvo. Seguramente existe una explicación científica para esto, pero la desconozco. En la mapoteca se acumula todo el polvo del valle de México como si ése fuera su destino, su lugar natural. Si es cierto lo que dice el poeta Joseph Brodsky, “el polvo es la carne del tiempo”, la mapoteca es el espacio en donde se guarda y restaura el tiempo de esta ciudad.

            Los pasillos de la mapoteca desembocan en cuartos pequeños donde se agrupan mapas de acuerdo con regiones geográficas o épocas históricas. La sección del Porfiriato (1876-1910) es, naturalmente, la más ordenada y mejor clasificada: acaso algo nos legó el positivismo. El director me mostró ahí dos libros de proporciones guliverianas –al menos un metro y medio de largo por uno de ancho–, donde se registra el trazado de la frontera México-Guatemala en minucioso detalle. Al principio manifesté una emoción proporcional al tamaño de los libros cuando el director los sacó de las pesadas cajas, sarcófagos de caoba donde usualmente están guardados, a salvo del polvo y de la luz.

            Pero los dos volúmenes que atestiguan la delimitación de la frontera México-Guatemala resultan, tras un breve repaso, tristemente repetitivos: hojas y hojas en blanco, atravesadas por una franja azul, ya representando el río Suchiate, ya el Usumacinta, con algunas anotaciones incomprensibles que seguramente equivalen al número de pasos que unos de los miembros de la Comisión Mexicana de Límites (mejor nombre para una comisión no existe) daba a lo largo de la ribera. Este gran vacío es el testimonio de la línea que divide un país de otro, y que el Tratado de Límites llevó al papel por primera vez en 1882.

            Más que los dibujos, llaman la atención las fotos de los integrantes de la Comisión Mexicana de Límites, pegadas sobre la portadilla del primer tomo. En los retratos individuales, todos parecen una versión de Porfirio Díaz, unos más chatos y otros menos aliñados, pero todos serios, conscientes quizá de la gravedad de su asignatura: la definición de los límites de un país.

            Sólo una fotografía delata el espíritu que uno imaginaría en los cartógrafos. En la imagen, ocho miembros de la Comisión, como los ocho médicos de La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp, se inclinan sobre un mapa con instrumentos de disección cartográfica alrededor de una gran mesa, no muy distinta de las mesas que ahora están frente a la entrada de la mapoteca o de aquellas donde los patólogos efectúan los cortes de un cadáver. La foto es casi una calca del cuadro de Rembrandt: el médico catedrático, con la autoridad que le da el bisturí, reclinado sobre el paciente; el paciente, muerto, irremediablemente pasivo, a merced del diagnóstico del especialista; los aprendices, que miran dispersos hacia cualquier otra dirección menos hacia el paciente y escuchan -algunos estupefactos, otros consternados y otros distraídos- lo que dicta el maestro. Así también los cartógrafos inclinados sobre el mapa de México; el país, como un cadáver a la espera de un diagnóstico.

            En el fondo un anatomista y un cartógrafo realizan una labor semejante: trazar fronteras ligeramente arbitrarias en un cuerpo cuya naturaleza se resiste a los bordes determinados, a las definiciones y límites precisos –¿o cómo sabe el médico dónde termina la lengua y dónde empieza en realidad la faringe? Dos de los miembros de la Comisión están acostados sobre la mesa. Uno de ellos sonríe a medias, cómplice de un descubrimiento o de una arbitrariedad: aquí México, allá Guatemala.

            Cuando le pregunté al director por los mapas de planeación de la ciudad de México se disculpó y me dijo que no existían. La leyenda cuanta que un tal Alonso García Bravo trazó la ciudad directamente sobre el terreno. Existen mapas de la ciudad del siglo XVI, por supuesto, pero ninguno precedió la planeación de la cuadrícula del centro histórico. El modesto soldado español García Bravo, “auxiliado por el ingenio, la experiencia y la sabiduría de los aztecas” -como reza la placa en su honor, enterrada entre lonas de puestos ambulantes en una plaza de La Merced-, hizo algunos surcos sobre la tierra húmeda del valle por ahí de 1522 y se convirtió en el primer urbanista de la gran capital de la Nueva España. No sorprende que así sea. Todos los habitantes de la ciudad de México intuyen que si alguna vez hubo un trazo para ella fue, acaso, una insinuación, y que lo que ahora llaman los urbanistas “planificación urbana” es pura nostalgia del futuro. En todo caso, la ciudad de México fue su propio plano. Habitamos, como los descendientes de aquel Imperio que describía Borges, las “ruinas de un mapa desmesurado”.

 

 

Río Magdalena

Aterrizar en la ciudad de México siempre me ha producido una especie de vértigo al revés. A medida que el avión se acerca a la pista y los asientos comienzan a temblar un poco, cuando los ateos se persignan y la azafata hace su última ronda por la pasarela ingrávida, empiezo a sentir una fuerza que me tira hacia arriba, como si el centro de gravedad se hubiera desplazado hacia otra parte o si mi cuerpo y esa pista fuéramos polos idénticos de un imán. Algo en mí se resiste.

            En un avión, pocas personas pueden ser conscientes del hecho físico y concretísimo del vuelo. Los aviones comerciales, con sus diminutas ventanas e irreclinables asientos donde se postran los gordos, los insomnes, los niños con déficit de atención, las histéricas, todos, contradicen la naturaleza misma que el hombre vislumbró en el vuelo del pájaro. Tampoco se suele estar atento al inmenso paisaje que rodea la nave: empieza la película y la aeromosa pide que se bajen las persianas plásticas. Sólo si abrimos la persiana en un acto de rebeldía contra la dictadura de las azafatas, vemos allá abajo el mundo y por un instante comprendemos dónde estamos. Desde arriba, el mundo es inmenso pero asequible, como si fuera un mapa de sí mismo, una analogía más liviana y más fácil de aprehender.

 

 

Río Chico de los Remedios

Escribir sobre la ciudad de México es una empresa destinada al fracaso. Ignorante de esto, durante mucho tiempo pensé que para escribir sobre el DF debía imitar la tradición: convertirme, a la Walter Benjamin, en una connaisseuse de las banquetas, botánica de la flora urbana, arqueóloga amateur de las fachadas del centro y los anuncios espectaculares del Periférico. He intentado caminar como un petit Baudelaire por Copilco: imposible extraer una sola línea sobre el Eje 10. ¿Será culpa de Copilco? Oí a alguien decir, alguna vez, que Copilco venía del Nahuatl “lugar de las copias”. Tras repetidas caminatas por aquella zona, puedo concluir sin temor a equivocarme que con eso queda dicho lo único que se puede decir sobre esa feísima porción de ciudad, apéndice enfermizo de la Universidad Nacional, donde se reproducen masivamente los libros de sus bibliotecas a diez centavos por página. Quizá sí sea culpa de Copilco.

            Pero tampoco la libresca calle de Donceles, en el centro histórico, sugiere algo más que algún recuerdo preparatoriano de la primera lectura de Aura o de algún vagabundeo real visceralista. Explican y acompañan, pero no reconfortan, los versos de Quevedo:

 

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!

Y en Roma misma a Roma no la hallas.

 

 

Río Ameca

¿A qué se asemeja la ciudad de México? Puedo conceder la analogía entre la bota e Italia, entre Chile y un chile, e incluso aquella entre Manhattan y un falo. Pero no sé por qué la gente compara la silueta de Venecia con la de un pez.

            Si se consulta un mapa detallado, Venecia podría parecerse al esqueleto de un molusco del Paleozóico. Pero incluso para esto se requiere una facultad imaginativa robusta. Tampoco es precisa la comparación de Pasternak con un pretzel henchido de agua:

 

A mis pies, Venecia nadaba en agua,

Un pretzel empapado, hecho de piedra.      

 

Habiendo estudiado durante varias horas el mapa de la isla en el volumen Maps of Venice puedo afirmar: más que a cualquier otra cosa, Venecia se asemeja a los pedazos de una rodilla fracturada.

            No ignoro que ésta, como todas las analogías, es tramposa porque encierra desde su inicio la idea que pretende explicar y, al mismo tiempo, se aleja de ella para alcanzar este fin. Pero ciertas cosas –un territorio, un mapa– eluden la observación directa, y a veces hace falta imaginar una analogía, luz oblicua que ilumina el objeto escapadizo, para fijar por un instante aquello que se nos va. Venecia, el mapa de Venecia, una rodilla: y en el abrazo de esas tres figuras, cierta claridad. Pero, ¿a qué se asemeja el mapa de la ciudad de México?

 

 

Río de la Colmena

Resulta imposible imaginar ahora lo que observó Bernal Díaz del Castillo cuando la tropa española caminaba por la calzada de Eztapalapa hacia la isla de Temistitán: “[viendo] aquella calzada tan derecha y por nivel cómo iba a México, nos quedamos admirados, y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y cúes y edificios que tenían dentro en el agua, y todos de calicanto […]”. Sería imposible que alguien comparara ahora la ciudad con algo tan libresco. El DF carece de referencias; no hay analogía precisa que lo encierre. Es un hecho paradójico que la ciudad de México -una ciudad que, a diferencia de Berlín, París o Nueva York, tiene un centro preciso- haya perdido toda posible articulación y no se haya organizado en torno a ese centro. O quizá fue la confianza que generó aquel centro lo que le permitió a la ciudad expandirse indefinidamente, hasta perder todo contorno, hasta desbordarse fuera de la cuenca del valle de México.

 

 

Río de la Piedad (Viaducto)

Los primeros mapas que aún se conservan de la ciudad de México son el de Núremberg, de 1524, y el Plano de Uppsala, de 1555 (cómo llegaron a Alemania y Suecia es un misterio). Unos pocos trazos los componen –calles principales, grandes extensiones rectangulares, algunas casas dispersas, barcos y peces. Es difícil saber dónde está el norte y dónde el sur, pero importa poco; son transparentes a su manera, sencillos (que no simples) como haikus. Vistos con atención, los primeros mapas de la ciudad de México no son sino reducciones cartesianas del espacio, diagramas impuestos sobre un territorio que era, en su mayoría, sólo agua.

            La ciudad de entonces se parecía a algo: “En mitad de la laguna salada se asienta la metrópoli, como una inmensa flor de piedra”, escribe Alfonso Reyes en su Visión de Anahuac. En el mapa de Núremberg, la ciudad parece un cráneo perfecto, semielíptico, sumergido en una gran tina. En el Plano de Uppsala, es claramente un corazón humano conservado en alcohol. Recuerda a los versos de Apollinaire:

 

La ciudad, pensativa, con todas sus veletas

Sobre el cuajado caos de las techumbres rojas

Parece el corazón diverso del poeta

Con las ruidosas vueltas de tantas sinrazones.

 

El último mapa que conservamos de la ciudad de México (Guía Roji, 2008) no se parece a nada –a nada, al menos, que no sea una mancha, lejana reminiscencia de otra cosa. Fabio Morábito, en un ensayo sobre el río Spree de Berlín, escribe: “Un río tiende a contener la ciudad que atraviesa y a frenar sus ambiciones, recordándole su rostro; sin río, o sea sin rostro, una ciudad está abandonada a sí misma y puede convertirse, como la ciudad de México, en una mancha.” Quizá Morábito tenga razón; quizá todo se reduzca a un problema hidráulico.

            Hay quienes dicen que esta ciudad es como una Gran Pera -versión rarita de la Gran Manzana-; la parte más ancha de la fruta al sur y el palo de la rama por ahí donde está la Basílica de Guadalupe, en la delegación Gustavo A. Madero. Pero basta con mirar más de cerca para advertir que, en todo caso, la pulpa de la fruta se desborda mucho más allá de su perímetro. Como uno de esos contornos trazados en gis después de la escena de un crimen, cuyas consecuencias rebasan la pretendida contención de la silueta: pera caída sobre asfalto.

            Escribe Wallace Stevens:

 

Las peras no son violas,

ni desnudos ni botellas.

A nada se asemejan.

 

 

Río Santo Desierto-Mixcoac

No es posible extraer ninguna idea comprehensiva de la ciudad de México con sólo caminarla. Los paseos solitarios de Rousseau, los vagabundeos de Walser o Baudelaire, las Bildergänge o las caminatas-imagen de Kracauer y las flâneries de Benjamin fueron una manera de entender y retratar la nueva estructura de las ciudades modernas. Pero a los habitantes de la ciudad de México no les está concedido el punto de vista de la miniatura ni del pájaro porque carecen de todo punto de referencia. Se perdió, en algún momento, la noción de un centro, de un eje articulador.

            Es lugar común: la ciudad de México tiene que ser vista desde arriba. Lo he intentado: el Segundo Piso del Periférico no ofrece más que un breve salir a respirar a la superificie, en medio de nuestras cotidianas pataditas de ahogado. Desde muy arriba: acaso sobrevolando la ciudad de México se puede, de alguna manera, volver a observarla. De noche y visto desde lo alto, el valle recupera su pasado líquido: lago sobrepoblado de lanchas pesqueras. También en un día claro, desde la ventanilla de un avión, la ciudad de México es casi comprensible –representación más sencilla de sí misma, a escala de la imaginación humana. Pero a medida que la nave se acerca a tierra, uno descubre que la cuadrícula flota como sobre una extensión indeterminada de aguas grises. Los pliegues del valle son amenazas de una ola de mercurio que nunca termina de reventar contra la cordillera; las calles y avenidas, pliegues petrificados en un lago fantasma que se desborda.

 

 

Río Tacubaya

Es normal que algunos pasajeros lloren cuando los aviones despegan –la gente viene de separaciones y al abrocharse el cinturón siente una última sacudida del desprendimiento–, pero imagino que no es usual ver semejante espectáculo cuando por fin aterriza el vuelo. A mí me ha dado por llorar en algunas llegadas a la ciudad de México. En cuanto veo el Nabor Carrillo -ese lago imposible, perfectamente cuadrado- me desmorono; nada estruendoso, sólo un par de lágrimas sueltas. No dudo que más de una vez haya sido esta escena patética motivo de la más sincera compasión de mis compañeros de fila (qué pena, pensarán, ha de ser muy infeliz aquí esta pobre). Pero puedo asegurar que ese llanto ridículo que me viene en los aterrizajes no tiene nada que ver con la infelicidad. Durante mucho tiempo se lo adjudiqué al cansancio -lágrimas: secreción de la fatiga y el hastío. Con el paso del tiempo he comenzado a creer, más bien, que se trata de una simple respuesta húmeda al hecho concretísimo de hacer tierra en este gran lago desierto; mera resistencia a la caída hacia un mundo futuro que, mientras se acerca, se vuelve otra vez inconmensurable; o como escribe Galway Kinnell, imponderable:

 

…a todos nosotros,

 pequeños caviladores que entretienen pensamientos similares

sobre el aterrizaje en un mundo imponderable,

el avión transoceánico devuelve a casa,

apoyando su enorme peso, entrando casi delicadamente,

al lugar donde

-soltando nubes pequeñas, abruptas, y largas manchas negras

            de hule-

reconoce el suelo de su origen.

 

 

*Originalmente publicado en Papeles falsos (Sexto Piso, 2010)

 

 

Datos vitales

Valeria Luiselli (ciudad de México, 1983) es autora del libro de ensayos Papeles falsos (Sexto Piso, 2010). Ha colaborado en revistas y periódicos como Letras Libres, Etiqueta Negra, Reforma y The New York Times. Ha escrito libretos de ballet para compañías de danza, entre ellas, para el Ballet de Nueva York. Creció entre Corea y Sudáfrica,  y estudió en India, España, Francia y Estados Unidos. Actualmente, es estudiante de doctorado en la Universidad de Columbia y está terminando una novela.

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