Se cumple un aniversario más del nacimiento de Ramón López Velarde (Jerez, Zacatecas, 15 de junio de 1888 – Ciudad de México, 19 de junio de 1921). A través de las dos versiones de uno de los poemas de La sangre devota (1916), Mijail Lamas analiza la maduración de un poeta esencial de la poesía en lengua castellana.
“Y pensar que pudimos…” El oficio de poeta en Ramón López Velarde
Toda la poesía de Ramón López Velarde es la presencia o ausencia de una mujer.
José Gorostiza
El conocido enunciado del poeta francés Paul Valéry que a la letra reza: un poema no se termina, se abandona, es apenas una tentativa para hacernos desistir de la devastación de los versos o la dilapidación total del poema.
Pero la costumbre de abandonar los textos que dan cuenta de aquello que fuimos antes, esos ripios y esa frugalidad que no todos se atreven a remover de los viejos papeles, se puede contraponer a la necesidad de pulir la obra, carbón de roca que se convertirá en diamante.
Se sabe que José Emilio Pacheco no pierde la oportunidad de corregir y modificar algunos de sus antiguos poemas, incluso aquellos más emblemáticos, especialmente cunado se reedita y adiciona su conocido Tarde o temprano, volumen que en su última edición reúne su obra poética hasta 2009. Su reiterada labor de corrección ha sido criticada sobre todo por aquellos que consideran al poema una eternización del instante, no susceptible de modificaciones posteriores. Otro caso es el de Jorge Luis Borges, el cual despojó a algunos de sus poemas de Fervor de Buenos Aires de una buena parte de sus giros idiomáticos y algunas alusiones rioplatenses.
Pero no todos corren con suerte, se sabe de algunas obsesiones que han convertido hermosos libros de poemas en colecciones de escombros. No es el caso del poema que nos ocupa.
“Y pensar que pudimos…”, poema de Ramón López Velarde, fue coleccionado en La sangre devota, volumen editado hacia 1916, y que resume en cinco estrofas certeras, rítmicamente simétricas, la poética de Ramón López Velarde: la búsqueda incansable de un lenguaje certero y la imposibilidad del amor.
Y pensar que extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra ilusión, como perenne rosa…
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de fértiles veranos…
Y pensar que pudimos
en una onda secreta
de embriaguez, deslizarnos,
valsando un vals sin fin, por el planeta…
Y pensar que pudimos,
al rendir la jornada,
desde la sosegada
sombra de tu portal y en una suave
conjunción de existencias,
ver las cintilaciones del zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias…
De este poema se conoce una versión anterior publicada el 24 de julio de 1912, en el periódico La Nación, el poema se titula “Rumbo al olvido”.
¡Oh pobres almas nuestras
que perdieron el nido
y que van arrastradas
en la falsa corriente del olvido!
Y pensar que extraviamos
la senda milagrosa
en que se hubiera abierto
nuestra ilusión, como perenne rosa.
Pudieron deslizarse,
sin sentir, nuestras vidas
con el compás romántico
que hay en las músicas desfallecidas.
Y pensar que pudimos
enlazar nuestras manos
y apurar en un beso
la comunión de fértiles veranos.
Y pensar que pudimos,
al acercarse el fin de la jornada,
alumbrar la vejez en una dulce
conjunción de existencias,
contemplando, en la noche ilusionada,
el cintilar perenne del Zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias…
Mas en vano deliro y te recuerdo,
oh virgen esperanza,
oh ilusión que te quedas
en no sé qué lejanas arboledas
y en no sé qué remota venturanza.
Sigamos sumergiéndonos… Mas, antes
que la sorda corriente
nos precipite a lo desconocido,
hagamos un esfuerzo de agonía
para salir a flote
y ver, la última vez, nuestras cabezas
sobre las aguas turbias del olvido.
Esta versión de 1912, más extensa, resulta a la luz de la versión de 1916, recargada y con evidentes lazos a la expresión del modernismo más crepuscular, con claras notas, salvo en el sistema de rimas, a la actitud romántica; en ese sentido lo prolijo de esta dicción no consigue la certeza de la versión publicada cuatro años más tarde.
En nuestra lectura podemos observar que en el poema de 1912 hay cuatro estrofas –1, 3, 7 y 8– que López Velarde decide retirar en la versión de 1916. Esto le permite dotar al poema de una sensación que parece venir de la suspensión anímica y que nos ubica en el drama del yo lírico de manera instantánea.
Retirar estas estrofas también dota de unidad rítmica y retórica al poema posterior, donde las tres primeras estrofas repiten, como lo señalaba anteriormente, la misma simetría rítmica: cuatro versos, tres de ellos heptasílabos y el final endecasílabo, para rematar con una estrofa de siete versos en los que también mezclan versos de las mismas medidas. Aunque esta última estrofa mantiene versos de la métrica de 1912, López Velarde sustituye y modifica los versos segundo, tercero, quinto y sexto de esta estrofa. Veamos:
[1912]
Y pensar que pudimos,
al acercarse el fin de la jornada,
alumbrar la vejez en una dulce
conjunción de existencias,
contemplando, en la noche ilusionada,
el cintilar perenne del Zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias…
[1916]
Y pensar que pudimos,
al rendir la jornada,
desde la sosegada
sombra de tu portal y en una suave
conjunción de existencias,
ver las cintilaciones del zodíaco
sobre la sombra de nuestras conciencias…
Mientras que en la versión de 1912 el uso del endecasílabo tiene una importante presencia, en la versión de 1916, la breve contundencia del heptasílabo se vuelve predominante y otorga una mayor concreción, sobre todo en esta última estrofa.
Todo lo anterior se refuerza con el uso adecuado de la anáfora, figura retórica por repetición que López Velarde aprende de la liturgia católica, sin duda de sus años de seminarista.
Finalmente la solidez formal que se logra en la segunda versión, consolida el contenido del poema, hace más transparente a los ojos del lector la dolorosa nostalgia de lo que no fue: la usencia de la amada y la senda intransitable de la vida en pareja.
El tema de lo que no fue y podría haber sido, lo encontramos en otros poemas representativos en la obra del poeta Jerezano, ahí está “Mi corazón se amerita”, alguna estrofa de “Treinta y tres”, el emblemático “Obra maestra” y uno de mis predilectos “Mi villa”, donde la amada conjeturada muere inmediatamente después de ser enunciada.
Este brevísimo atisbo a la obra de Ramón López Velarde, nos permite constatar que en él residió el anhelo de perfección en el poema. En él, su oficio dedicado de poeta, supo eliminar el exceso de su expresión gracias a una mirada atenta que buscaba “con los cinco sentidos abiertos al mundo de afuera”, logrando erigir “una nueva armonía de las palabras”[1], inédita hasta entonces en la poesía mexicana.
[1] José Gorostiza, en “Ramón López Velarde y su obra”. Ramón López Velarde visto por los contemporáneos, Comp. Marco Antonio Campos, Col. Biblioteca Ramón López Velarde, Instituto Zacatecano de Cultura Ramón López Velarde, 2008.