El Pablo Neruda que yo conocí

El poeta, narrador y ensayista colombiano José Luis Díaz Granados (1946) nos presenta un magnífico ensayo, en su entrañable estilo, sobre sus recuerdos de Pablo Neruda. Hoy, la tumba de Neruda ha sido abierta por órdenes de la justicia chilena. Díaz Granados nos propone pensar en él de otra forma. En 2004, el escritor colombiano, Medalla Presidencial Pablo Neruda, publicó en Planeta “El otro Pablo Neruda”.

 

 

 

 

 

EL PABLO NERUDA QUE YO CONOCÍ

 

Hubo un libro fundamental en mi formación literaria: El viajero inmóvil: Introducción a Pablo Neruda, del crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Recuerdo que mi primo Oscar Alarcón Núñez, que entonces se iniciaba como reportero en El Espectador y vivía en mi casa, había comprado el libro y después de leerlo me lo había prestado. Esto fue a mediados de  1968. Yo acababa de publicar la primera edición de El laberinto, que era un cuadernillo de 8 páginas y que, sin embargo, me había otorgado cierta notoriedad en el mundillo literario de Bogotá. Era un poema híbrido: allí hablaba de Sartre, de Neruda, de Antonioni. Me había impresionado la película El desierto rojo, donde Mónica Vitti hacía el papel de mujer ávida de afecto, tal como le acontecía a María Angélica Solano, la prima a quien estaba dedicado el poema.

 

En aquella época yo andaba buscando afanosamente un lenguaje propio. El experimento era un reguero de influencias mal asimiladas: allí estaba el trastocamiento de la ortografía a lo Cortázar, el monólogo nervioso en segunda persona a lo Carlos Fuentes, los juegos del tiempo en el espacio urbano a lo Vargas Llosa y la disposición de párrafos muy breves a manera de pensamientos, entre comillas, a lo Rulfo. De quien menos tenía influencia era de García Márquez — el quinto de mis narradores preferidos, entonces, junto con los anteriores —, porque precisamente yo libraba una batalla sin tregua para huir de su cercana y pesada sombra.

 

El laberinto, poema en prosa y en verso, vanguardista, era lo contrario de mis poemas anteriores, casi siempre breves, de gran intensidad amorosa, con hondas reminiscencias del modernismo y del primer Neruda y en su mayoría telúricos. Era, pues, un niño que escribía versos en las tinieblas. Durante casi diez años planeaba febrilmente, día y noche, durante las horas escolares, centenares de poemas —místicos, en algún tiempo; políticos hacia 1960 y 1962—, con una fecundidad que ahora me impresiona.

 

Entonces la lectura de un libro como El viajero inmóvil vino a partirme en dos la existencia: puso orden en mi oficio, me enseñó a saber que la poesía era también voz del inconsciente, voz del visionario y voz del vaticinador. Me enseñó que el poeta también era un ser político, un escritor de variados géneros y un hombre con todas las posibilidades para realizarse en el amor y en la felicidad. Me enseñó muchas cosas vitales y me abrió los ojos hacia diversas raíces literarias. Desde entonces, Neruda se entronizó como dios mayor en mi poesía y en mi vida. Cuando terminé el libro y lo volví a leer enseguida con la más ardiente emoción, sentí que yo era otro poeta y otro hombre. Inmediatamente compré Genio y figura de Pablo Neruda, escrito por su ahijada y secretaria Margarita Aguirre, quien años más tarde daría a conocer una versión más amplia con el nombre de Las vidas de Pablo Neruda, título que casualmente yo le había puesto a un artículo mío sobre el poeta.

 

Para colmo de la alegría y de la obsesión, para esta fecha — octubre de 1968 — llegó Neruda a Bogotá, después de una ausencia de 25 años. Luis Fayad, primero, y luego Álvaro Miranda, fueron testigos de mi emoción, mi ayuno y mi sola devoción. Lo vi cuando descendió por las escalerillas del avión que lo trajo de Caracas, junto con Matilde Urrutia, su tercera esposa y musa de sus últimos 20 libros, vestida ella con un radiante traje amarillo. Lo vi cuando recibió el abrazo de Jorge Zalamea y de Jirina, su esposa checa, y los saludos afectuosos de Eduardo Carranza, Arturo Camacho Ramírez, León de Greiff, Gilberto Vieira, Jorge Regueros Peralta, Jorge Rojas y otros amigos colombianos. Lo vi cuando repartió saludos y autógrafos a admiradores y a colegialas que fueron a recibirlo al aeropuerto Eldorado. Lo vi cuando Álvaro Miranda le entregó poemas nuestros, los cuales recibió con paternal calor, balbuciendo un “muchas gracias” con su inconfundible acento del sur de Chile. Lo vi cuando salió con Matilde, el embajador de Chile y otros amigos suyos hacia el automóvil del diplomático y cuando su cuerpo de gigante bondadoso pasó junto a mí como navegando en la niebla.

 

Cuando se sentó en la parte delantera del automóvil, junto a Matilde, yo, solidario, le hice un rápido saludo con la mano derecha. Matilde le llamó la atención con el codo, susurrándole algo al oído. Neruda de inmediato devolvió mi saludo, quitándose la cachucha, emocionado, con una amplia sonrisa al tiempo que achinaba los ojos.

 

No supo nunca Rodríguez Monegal, el inmenso servicio que prestó a este adolescente — tenía yo entonces 22 años — mareado, inseguro, confundido, que desde ese inolvidable año 68 sabía ya qué quería y qué buscaba entre los procelosos laberintos de la escritura.

 

En julio de 1970 era yo todavía un joven de endemoniada timidez, lleno de profundos complejos y anegado de falsos orgullos y de gratuitas prevenciones contra escritores famosos y poderosos. Mi gran amigo y maestro Manuel Zapata Olivella, me invitó a que hiciera parte de la delegación colombiana al III Congreso Latinoamericano de Escritores, que se celebraría en Caracas, junto con León de Greiff, Germán Arciniegas, Fernando Charry Lara, Fanny Buitrago, Dora Castellanos, Germán Espinosa, Carlos Perozzo, David Bonells Rovira, Carlos Celis Cepero, Jaime Tello, Clemente Airó, Germán Posada Mejía, Mario Laserna, Hernando Vega Escobar y otros destacados intelectuales del país.

 

Entre los escritores venezolanos y de otros países que allí se congregaron recuerdo a Miguel Otero Silva, Arturo Uslar-Pietri, Guillermo Meneses, Pedro Sotillo, José Ramón Medina, Luis Pastori, Caupolicán Ovalles, Elvio Romero — el valeroso poeta paraguayo con quien trabé amistad —, Benjamín Carrión, Ricardo E. Molinari, Ricardo Gullón, C. Córdova Itúrburi — tío del Che Guevara —, Angel Rosemblant, Roberto y Sara de Ibáñez, Silvina Bullrich, Henri Charriere, “Papillón”, cuya fama comenzaba, Rosario Castellanos, Enrique Anderson-Imbert —quien tuvo una inolvidable discusión sobre Shakespeare con Carlos Perozzo —, Ulises Petit de Muriat, Augusto Tamayo Vargas, Augusto Céspedes, Braulio Arenas, Rubén Astudillo, Lucila Velásquez — que había sido novia de Fidel Castro en México en los años 50 —, Pablo Antonio Cuadra, Rogelio Sinán y el admirado Emir Rodríguez Monegal.

 

Existía la posibilidad de que Neruda — quien se encontraba en Brasil — llegara de un momento a otro por vía marítima. Pero pasaron dos días con sus noches y el autor del Canto general no aparecía por parte alguna. Mientras tanto, me pareció lo más natural acercarme al crítico uruguayo para desahogarme, para hablarle del fantasma que se me atragantaba febrilmente; quería darle las gracias por su libro, por haberme ayudado a descubrir mis propias raíces y a encauzar mis propias obsesiones. Pero cada vez que lo intentaba me esquivaba con evidente antipatía, yo diría que con fastidio, y desde el primer momento me decretó una severa distancia. La jovencita norteamericana que lo acompañaba, en cambio, me saludaba siempre con la más fresca de sus sonrisas. ¡Qué gran escenario hubiera sido aquel, frente al mar Caribe, en la patria de Bolívar, en el paradisíaco balneario de Puerto Azul, a pocos kilómetros de La Guaira, con Neruda presente y todos mis demonios en ebullición, para conversar con Monegal sobre El viajero inmóvil. La emotividad de la juventud o su prevenida timidez aleja muchas veces a quienes queremos expresarle nuestro afecto.

 

* * *

 

Una mañana, de regreso al hotel en compañía de Fanny Buitrago, quien venía del mar, observé reflectores, lamparazos y camarógrafos de la televisión y de noticieros cinematográficos. Me acerqué al “lobby” del edificio y allí, en un descanso de la escalera principal, vi primero la cachucha verde, luego el inconfundible perfil, el esbelto rostro pálido y la mirada serena bajo los grandes párpados: estaba allí de cuerpo entero, Pablo Neruda, alto, poderoso, paternal, conversando distraídamente con su entrañable amigo Otero Silva, muy cerca de Matilde y de Elvio Romero.

 

Sobreponiéndome a mi timidez me lancé a saludarlo en mi calidad de miembro de la delegación colombiana. Neruda estrechó mi mano con efusividad, balbuceó algo afectuoso sobre Colombia y esperó a que Fanny también lo saludara. Al contrario de su biógrafo uruguayo, el gran chileno mostraba una enorme sencillez, revestida de una espléndida alegría.

 

Durante los tres días que duró el evento anduve muy cerca de Neruda, sin que, desde luego, él se percatara de su observador, pues aparte de mi timidez sentía temor enfermizo al rechazo. Lo admiraba, confundido entre las docenas de mesas circulares en el amplio comedor, entre los formidables almuerzos y las suculentas cenas. Lo veía a lo lejos apurar con lentitud un vaso de whisky. Miraba su esbelta figura, grueso de tórax y delgado de piernas, tomar del brazo a mi compatriota León de Greiff, los dos solos, mientras contemplaban el mar infinito. Pensaba yo entonces: “¿De qué hablarán este par de colosos marinos mientras contemplan el insondable teatro de sus poemas?”. Veía también a Neruda llegar con pasos lentos a la tribuna donde se llevaban a cabo las sesiones del Congreso: se sentaba sin prisa y desde allí, con los ojos achinados, saludaba a Córdova Itúrburi, que se hallaba en la última esquina de la enorme sala. El poeta chileno escuchaba las ponencias de los delegados, oía a Caupolicán Ovalles hablar de “los ojos tristes de Pablo Neruda” y él en su trono, tranquilo, con los párpados entrecerrados que disimulaban su eterna alegría de niño, escribiendo mientras tanto con una pluma de tinta verde, el discurso que pronunciaría minutos después.

 

Y lo recuerdo, más cerca, de espaldas y de perfil, a pocos pasos de mí, durante el recital colectivo ofrecido en el auditorio de la Universidad  Central, en Caracas, junto con De Greiff, los Ibáñez, Molinari y Otero Silva. Los delegados al Congreso estábamos sentados en el escenario, detrás de ellos y frente al público. A un lado, mirando nuestros perfiles, en el mismo escenario, se hallaban algunos invitados de honor, entre ellos Matilde Urrutia, María Teresa de Otero Silva y otros que no recuerdo.

 

Se trataba de un recital en beneficio de los damnificados de un reciente terremoto acontecido en Perú. Me parecía increíble tener a Pablo Neruda ahí, muy cerca de mí, a menos de un metro, durante tres horas, vestido con un traje de dacrón gris claro, zapatos de gamuza, camisa blanca y corbata roja, un poco tímido, discreto, serio y feliz, leyendo Alturas de Macchu Picchu con esa voz única de salmodiante, mientras su compañera Matilde, pequeña y pelirroja, de ojos grandes y expresivos lo observaba rígida y devota hasta el final.

 

Recuerdo que De Greiff — muy admirado y aplaudido por el público de Venezuela —, con su exagerada manera de fumar en su singular boquilla blanca, ocasionó un acceso de tos a Molinari, quien tuvo que abandonar el escenario durante varios minutos. Y sin querer, también botó al piso con su codo la cachucha de Neruda. Este terminó su recital leyendo Testamento de otoño, poema final de Estravagario, libro al que yo debo la alegría de vivir. Desde que comenzó su lectura yo anduve pendiente de la expresión que pondría el público cuando llegara a los versos que dicen: “En fin, podemos existir, / aunque no acepten nuestras vidas / unos cuantos hijos de puta”, que simbolizan la apoteosis de su amor por Matilde. Pero Neruda dijo los versos con la misma expresión de tierna letanía con que había leído sus poemas anteriores. Matilde siguió con la misma inmovilidad devota y el público continuó con la misma admiración expectante de siempre.

 

Cuando terminó el acto, el público, compuesto en su mayoría por niñas y estudiantes, se abalanzó sobre Neruda con libros, cuadernos escolares, papeles y hasta servilletas, para que el poeta estampara su autógrafo, pero Matilde se levantó de su silla y comenzó a apartar a su marido de los admiradores. “¡Pablo está enfermo!”, exclamaba. “No lo molesten!”, en tanto que él, como un gigante pasivo y amable, se abría camino entre la multitud hasta ser rescatado por el brazo generoso de Otero Silva.

 

Más tarde, durante un intermedio de un bellísimo espectáculo de ballet folclórico efectuado en un teatro cerca de Macuto, invité a De Greiff a tomar una Coca-Cola. Él me preguntó: “¿Y usted tiene moneda?”. Y yo le dije: “Esto es gratis”. Y hundí el botón del aparato que nos llenó el par de conos de cartón. En ese momento pasó Neruda y se detuvo un instante frente al maestro colombiano. Lo saludó calurosamente y De Greiff me presentó en términos excesivamente generosos teniendo en cuenta su proverbial parquedad para los elogios. Enseguida se acercó un grupo de personas y alguien le preguntó a quemarropa: “Maestro Neruda: ¿Qué piensa proponer en este Congreso? Y él rápidamente respondió: “Voy a proponer un congreso para acabar con todos los congresos!” y se alejó trabajosamente entre el montón de gentes que lo rodeaba, sin dejar un sólo momento su traviesa risa infantil.

 

 

 

 

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