“Acerca del dolor jamás se equivocaron los Antiguos Maestros”

“El magisterio cultural de José Emilio Pacheco tiene en la práctica de la traducción otro de sus capítulos más importantes; asunto sobre el que el siguiente texto de Jorge Mendoza Romero intenta reflexionar y cronicar”.

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“Acerca del dolor jamás se equivocaron los Antiguos Maestros”.

Notas sobre las aproximaciones de José Emilio Pacheco

Con las aproximaciones de José Emilio Pacheco culmina un régimen de paráfrasis, flexibilidad y aticismo en la práctica de la traducción en lengua española. Los alejandrinos en que acompasó los versos de “El desdichado” de Gérard de Nerval fueron sancionados por Salvador Elizondo, la más afortunada entre las versiones que se han vertido en nuestra lengua. Octavio Paz enfatizó que con la aproximación a los Cuatro cuartetos de Eliot, aparecida en 1989, nos encontrábamos ante la mejor que se ha hecho “en ningún idioma”. El poema de Nerval fue traducido cuando José Emilio Pacheco era un joven de 19 años, y dirigía el suplemento “Ramas nuevas” que se publicaba en la revista Estaciones de Elías Nandino. La versión del poema de Eliot es entregada en su primera forma cuando su traductor pisa los cincuenta años. Tres décadas en las que la apropiación y la infatigable reescirtura, otro rostro de la poiesis, negocian el tiempo del poeta, el narrador, el ensayista, el articulista, el cronista y el historiador.

El olor de la erudición

La pluma de José Emilio Pacheco no se limitó al arduo recrear en otro lenguaje la música, la emoción o el sentido de las voces extranjeras. En el semanario compás de cinco cuartillas desarrollaba una aproximación y la enmarcaba con reflexiones que lo mismo referían aspectos técnicos que sociológicos, de la historia mundial o de la vida de los autores y su reflejo en la sensibilidad de la época. Lleva tiempo a José Emilio Pacheco definir por entero la máquina textual en que se convierten los inventarios. Transita desde finales de los cincuenta por pequeñas notas que capturan las novedades editoriales o los debates estéticos de la hora hasta la contundente exploración de un asunto desde mediados de los setenta. “Simpatías y diferencias”, “Calendario” y el más durable de todos, “Inventario”, son los nombres de las páginas que saltan de la fecha en que fueron publicadas para instalarse en las antologías de crónica o ensayo de México. Ese inmenso cronicar de la realidad y sus reinos —tan sólo de las crónicas sobre poesía en lengua inglesa casi se juntan 300 cuartillas— reclama una publicación a la que paradójicamente se ha negado el propio José Emilio Pacheco. Sus razones son bien conocidas. Afirma que necesitan corregirse porque, una vez publicadas, periclitan. Un breve cómputo de los lectores que han reunido estas páginas: Carlos Muciño, Paco Ignacio Taibo II, quien esto escribe y Alí Calderón más tantos otros lectores anónimos. Al parecer la editorial Era ha echado a andar un proyecto con la anuencia del autor en el que Eduardo Antonio Parra cumplirá un magnífico trabajo.

La crónica, bautizada por Juan Villoro como el “ornitorrinco de la prosa” en claro homenaje a Alfonso Reyes, posee según el propio José Emilio Pacheco la ventaja de permitir leer y contribuir a que se lea. Ha escrito Vicente Quirarte que “el trabajo de José Emilio Pacheco que convencionalmente llamamos periodístico tiene en la tradición mexicana una genealogía definida. De Luis de la Rosa a Francisco Zarco, de Ignacio Manuel Altamirano a Manuel Gutiérrez Nájera, de Amado Nervo a Martín Luis Guzmán.” Con todos ellos se conquistan vastas planicies del mejor periodismo literario. José Emilio Pacheco extiende un axioma que Carlos Monsiváis atribuye al periodismo mexicano del siglo XIX: “el periodismo es el espacio por excelencia de la cultura, la gran posibilidad a mano en un país con mayoría absoluta de analfabetos”.

Aún en los artículos, crónicas o aproximaciones sobre un tema tan específico como la poesía de algún poeta inglés o norteamericano, mantiene intacto el deseo de democratizar la cultura. Si la paráfrasis y el estilo ático son convicciones de su estética, se avienen muy bien con el servicio cultural. No es extraño que en dos oportunidades reproduzca consejos sobre arte poética de MacLeish y Pound y que anime una sección llamada “Poesía para todos” en la revista Comunidad Conacyt. Sin embargo, a diferencia de la generación de la Reforma, busca mostrar mas no imponer. De MacLeish incluye lo siguiente: “La primera disciplina es entender que hay disciplina, que todo arte empieza y acaba en la disciplina, que es ante todo y sobre todo un oficio. (…) La persona que anuncia al mundo que va a hacer “su cosa” es como el amateur que salta del trampolín y le grita a los jueces que hará lo que salga con naturalidad.” De entre las recomendaciones que transmite de Pound sobresale una: “No aceptes ningún dogma.”

El resultado: más de cincuenta años de vida cultural vistos por los ojos de un solo autor y una prosa flexible y sobria donde, si de características de estilo se habla, los gerundios son poco menos que aves peregrinas.  A José Emilio Pacheco puede aplicársele el comentario que Alfonso Reyes anota en Las mesas de plomo sobre los periodistas ingleses del siglo XVIII. Se distancian del ensayo sedentario de Bacon para recorrer los espacios abiertos. Se apellidan Swift, Addison, Steele, Johnson y Goldsmith. Su periodismo se vuelve literario porque, entre otras cosas, sometieron a dieta la erudición, no la aniquilaron. Eludieron  “sus abismos de cifras y sus guijarrales de nombres”. A través de “unas cuantas insinuaciones precisas y suficientes”, sólo dejaron sobre la página el olor de la erudición.

Traductor, traedor

En 1964 se conmemoraron cuatrocientos años del nacimiento de la figura autoral llamada William Shakespeare y a propósito, José Emilio Pacheco publicó una versión del soneto XV. A la manera del manuscrito encontrado, anuncia que transcribe una colaboración anónima. La precede de unas líneas que delimitan una postura sobre la traducción. Pacheco se apropia de la idea de que cada veinte o treinta años es deseable el remozamiento de las versiones y, ante las dos tentativas, la literalista y la perifrástica, elige la segunda:

El mundo se divide en dos grupos: los hombres que creen en la necesidad de pasar literalmente a otro idioma las palabras del texto original; y los que afirman que la fidelidad sólo puede lograrse traicionando lo literal (…) Esta segunda posición tiene sus partidarios radicales que llegan a defender, como único camino para acercarse a esa imposibilidad humana que es la versión poética, el poema escrito sobre otro poema; o sea lo que en castellano designamos como paráfrasis, y que los franceses llaman tema, con un término extraído del lenguaje musical (“variaciones sobre un tema de…”).

Estas ideas son ampliadas en la conocida nota de Tarde o temprano de 1980:

No tengo nada contra los traductores académicos pero mi intención es muy distinta: producir textos que puedan ser leídos y juzgados como poemas en castellano, reflejos y aun comentarios en torno de sus intactos, inmejorables originales. (…) Empezaron como ejercicios en los cursos de lenguas clásicas y modernas. Antes de leer a Ezra Pound, los ejemplos de Octavio Paz y Jaime García Terrés me llevaron a buscar mayores libertades. (…) Considero estos trabajos una obra colectiva que debiera ser anónima y me parece abusivo firmarla. No obstante, quien desee cotejarme con las otras interpretaciones verá que tampoco puede hablarse de plagio.

En esos años José Emilio Pacheco ha recibido un aprendizaje sin paralelo al integrar las redacciones —que encabeza durante algún periodo— de la Revista de la Universidad de México y de México en la Cultura. En lo que respecta a la traducción, José Emilio Pacheco había militado en el ala literalista, debido a los cursos que toma en la Facultad de Derecho. Sin embargo Jaime García Terrés, director de la Revista de la Universidad de México, lo apremia para que extinga “lo literal, lo almidonado y lo incomprensible” de cada una de las traducciones que le encarga.

Si las cartas cruzadas de Alfonso Reyes con Pedro Henríquez Ureña nos hacen testigos de la exigencias que el dominicano impone al autor de Junta de sombras, queda por escribirse para la historiografía de la literatura de México este capítulo de la formación de José Emilio Pacheco. Varios de los poemas en lengua inglesa que traduce son también traducidos por García Terrés. García Terrés —como en el caso de Ignacio Ramírez con respecto a Altamirano y de éste respecto a Justo Sierra y de éste respecto a Luis G. Urbina— aventaja a su mejor alumno por quince años, lapso que libera al maestro de sentirse amenazado por el alumno y al alumno de subestimar a su maestro. Jaime García Terrés nació en 1924, año en que llega a la presidencia Plutarco Elías Calles y José Emilio Pacheco nace en 1939, año del preludio fúnebre de la invasión de Polonia.

Una muestra: en los primeros versos de  “The expiration” de John Donne (“So, so, break off this last lamenting kiss, / Which sucks two souls, and vapours both away; / Turn, thou ghost, that way, and let me turn this…” José Emilio Pacheco ciñe en endecasílabos los pentámetros del original y, donde el sentido no colma o rebasa las once sílabas, emplea el heptasílabo: “Así, así, así rompe este beso / final y doloroso que convierte / en vapor nuestras almas.” Por su parte Jaime García Terrés elige la correspondencia de un pentasílabo, un endecasílabo y un alejandrino. Esta gradación de menor a mayor —en camino contrario al elegido por Pacheco, de mayor a menor— suscita que la cadencia de la frase resulte pesada: “Así, así /  rompe por fin este beso plañidero / que desangra dos almas y luego las esfuma.” José Emilio Pacheco elige, como quería Valéry, las palabras menos enfáticas, la expresión más simple y directa (“… este  beso / final y doloroso que convierte / en vapor nuestras almas.”); Terrés opta por algo distinto (“el beso plañidero / que desangra dos almas y luego las esfuma”).

El primer libro de poemas de José Emilio Pacheco, Los elementos de la noche (1963), cierra con una sección de aproximaciones, de la que forma parte Donne. Al ámbito inglés se le suma el italiano a través de Quasimodo y el francés con “La cabellera” de Baudelaire y “El barco ebrio “ de Rimbaud. A partir de entonces comienza a operarse un cambio en el autor y en general en varias regiones del castellano, el interés por la poesía francesa disminuye y crece la frecuentación de la inglesa. Tras los antecedentes de Salvador Novo, en México se publica en 1952 la Antología de la poesía norteamericana de Agustí Bartra que, siete años después, se incorpora a la colección Nuestros Clásicos de la Universidad Nacional y es reseñada por José Emilio Pacheco. Por otro lado, en 1962 aparecen dos hitos en la historia de la traducción en América Latina: casi simultáneamente se publican en los conos sur y norte las traducciones de Rodolfo Alonso y Octavio Paz de Fernando Pessoa. La primicia la tiene, una vez más, José Emilio Pacheco, pues a él le llegan las versiones de Octavio Paz que aparecen en el número de noviembre de 1961 de la Revista de la Universidad de México junto al ensayo “Fernando Pessoa: el desconocido de sí mismo”. El otro hito, la Antología de la poesía norteamericana, es obra de dos poetas nicaragüenses que viven en Estados Unidos, José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal. Este último había publicado en México un año antes otro libro insustituible para la poesía del continente, Epigramas. Señala el camino de la conversación que desemboca en “la otra vanguardia”, como la nombra José Emilio.

¿Quién es el lector de una traducción? ¿A quién va dirigida? José Emilio Pacheco responde: el depositario de una traducción es aquel que no conoce la lengua de origen, por más elemental que pueda escucharse. Para él se traduce y no para quien se desliza, con distintos grados de conocimiento, en una lengua que reconoce y que le permite cotejar distintas versiones. Es precisamente en un texto sobre Jaime García Terrés donde José Emilio Pacheco reproduce un juego de palabras que combate el lugar común del traductor como un traidor según la sentencia italiana. Para la escritora de Perú Rosario Núñez, el traductor es un traedor: “nos trae, nos entrega, nos regala, hace nuestro lo que de otra manera perderíamos. Al no traducirse iba a quedarse ajeno y remoto para siempre”.

Ligado a la función del traductor como traedor, emerge el cuestionamiento hacia la noción de “influencia” a la que se complacen en seguir atados quienes, criollos étnica o mentalmente, reproducen el esquema colonial. Parece que vivieran los tiempos en que un juez emitía el siguiente edicto, como narra el barón de Humbolt: “trátese como blanco”. No se refiere a la “angustia de las influencias” que profesa Harold Bloom. Vale la pena reproducir extensamente estas palabras:

La noción de “influencia” supone un concepto vertical en que las metrópolis dejan caer migajas del banquete de la cultura a los perros hambrientos del tercer mundo. Reproduce la idea de que las mezclas intereuropeas son válidas, en cambio resulta abominable cualquier mestizaje con los inferiores.

Los poetas del siglo de oro español tienen patente de corso para entrar a saco en la poesía italiana y hacer su obra admirable a partir de la tradición petrarquista. Si el nicaragüense Darío, cuatro siglos después, hace lo mismo con la poesía francesa es un descastado, un cortesano, un traidor de las esencias telúricas americanas. La novela inglesa y el drama francés del XVII y XVIII actúan bien al tomar de la literatura española lo que les haga falta. Pero que en 1957 y 58  no se atreva Paz a servirse del surrealismo ni Fuentes de los narradores británicos y norteamericanos.

Para entender nuestra literatura hay que reemplazar la idea de influencia por la de apropiación.

Así, llegamos a dibujar un perfil de las aproximaciones: se trata de la interpretación libre de un poema escrito en otra lengua con el cual el nuevo texto no niega su vínculo. Suscita un objeto verbal que agrega o sustrae elementos en beneficio de una lectura estética y cuyo marco de enunciación o entorno pragmático es fijado por el transcurso histórico de las literaturas en Latinoamérica. Su sustento y procedimiento guía es la paráfrasis: los rasgos específicos de una serie cultural son atenuados, esto es, traducidos a otra serie cultural donde no se busca la equivalencia, sino la aproximación sémica. La densidad semántica es aligerada, porque hay un ideal clásico del arte. En cuanto a su recepción se le arrogan funciones de democratización de la cultura.

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