Un acercamiento a El tigre en la casa, por Mijail Lamas

En esta ocasión, y a propósito de la reedición mexicana de El tigre en la casa, recuperamos un ensayo del poeta Mijail Lamas, publicado en el libro Una raya más. Ensayos sobre Eduardo Lizalde (CONACULTA-FETA, 2011). El ensayo de Lamas realiza un recorrido por la fauna simbólica del libro emblemático de Eduardo Lizalde.

 

 

 

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Este fecundo rayo moteado y asonante, un acercamiento a El tigre en la casa

 

 

por Mijail Lamas

 

Este ensayo retoma una idea del texto de Edgar Amador Lopez Velarde, Autor de Jorge Luis Borges; esta tesis fue retomada por Mario Bojórquez en su ensayo La poesía del resentimiento. A ellos está dedicado este ensayo.

 

 

Alejado de la militancia política y cuatro años después de publicar su extenso poema Cada cosa es babel, poema que reflexiona sobre el lenguaje y la función enunciativa de la poesía, Eduardo Lizalde publica un libro fundamental para la poesía de lengua española, El tigre en la casa, Editado por la Universidad de Guanajuato en 1970 y galardonado ese mismo año con el Premio Xavier Villaurrutia. Éste representa la concreción de una voz que germinaba agazapada desde hace tiempo. Con este libro nace una estética inusitada, que toma sin reservas elementos de la poesía de Charles Baudelaire así como del romanticismo español de Gustavo Adolfo Becquer; una poesía que conjuga la eficacia verbal de Salvador Díaz Mirón y la escalofriante plasticidad del Isidore Ducasse:

 

Lavo la mano, amada
en el amor de las mujeres,
y la mano se dora, agradecida,
se vuelve joya.
Antes muñón, y garra o tronco,
dórase la mano
en esos páramos de miel.
Pero a los cuatro días o cinco,
seis cuando más,
vuelve a escurrir por mis uñas
ese líquido amargo y pestilente
que tu piel de loba
destila al ser cortada.

 

La música de esta poesía está sostenida en una evolución de versos mayormente heptasilábicos y endecasílabos, ocasionalmente eneasílabos, sobre todo en los versos más contundentes. Sin embargo no es raro ver, como en el ejemplo anterior, cierta irregularidad métrica; y este elemento va diferenciarlo de otros poetas cercanos a él; hablo esencialmente de Alí Chumacero (que utiliza casi exclusivamente la silva castellana) o Rubén Bonifaz Nuño (que siente una predilección característica, además del endecasílabo, por el eneasílabo, o que también explora el verso de acentuación en la quinta sílaba, con variedad en la cantidad silábica después del acento), con los que comparte cierta temática tabernaria y la reescritura, en ocasiones paródica, de los clásicos grecolatinos.

Aunque pueda parecer que a partir de Cada cosa es Bebel y sobre todo de El Tigre en la casa, Lizalde empieza desde cero una nueva manera de atacar el trabajo poético,  este impulso (tremendista le han designado algunos), se puede rastrear desde sus primeros poemas:

 

 

El fuego
paladeaba el bosque
y lo encontraba de su gusto.

 

En estos versos yace el germen de esa poesía que combina el encanto destructor y una sublimada plasticidad. Pero es evidente que hasta la aparición de El tigre en la caza , ese avasallante impulso se despliega.

Encontramos finalmente la consolidación de una simbología que se vuelve marca personal del autor, así como la  afirmación de una poética que expone los temas que se habrá de tratar, de aquí en adelante: el amor y la desgracia amorosa; el impulso sexual y el erotismo con su particular sesgo de ironía; el desencanto político no desprovisto de humor; y finalmente la belleza, vista bajo una óptica eminentemente rilkeana del ángel que destruye con su abrazo, o como la “belle dame sans mercí” de Jonh Keats —impía como el tigre— que devora el corazón de los hombres, pero, con que apenas conceda un toque efímero a nuestro papeles, posibilita toda verdadera poesía.
El corte de caja con su anterior poesía, es pues, resultado de la radicalización de esa estrategia de anteponer lo hermoso a lo mórbido, de tal modo que la poesía de Lizalde parece funcionar a través de la paradoja: “Recuerdo que el amor era una blanda furia/ no expresable en palabras”.
En estos dos versos, alejandrino y heptasílabo respectivamente, no sólo encontramos la paradoja del amor que es enunciado en su imposibilidad de enunciación, además el oxímoron “blanda furia” remata con síntesis y maestría la primera idea del famoso poema.
Este procedimiento, como podremos ver, es recurrente en la poesía de Lizalde, por lo que hay en ella una constante convivencia entre la violencia y la ternura, lo pasivo y lo activo, incluso entre lo vegetal y animal, lo mineral y lo orgánico, etcétera.
En esa contradicción el amor ha adquirido su insólita naturaleza que proviene de la tradición petrarquista, que ha sido perpetuada celosamente en casi toda la tradición poética occidental desde el renacimiento; pero pocas veces ha sido tan desgarradora y brutal como en estos poemas de El tigre en la casa.
Sobre la belleza, como uno de los temas centrales de este poemario, hay que decir que recorre sus páginas como una presencia que es apenas reflejo de aquella belleza que lo es absolutamente, su imperfección es producto del mundo que la adultera, y cuando no es así, su naturaleza es destructiva o tristemente inalcanzable, su signo es el vacío de la pureza. Pero ese tenue rayo, ese sesgo apenas de su luz inalcanzable, es material valioso para todo poeta, porque el poema es su recipiente, aunque también adultere. De ahí  que podríamos interpretar como una poética personal de Lizalde los siguientes versos:

 

Ya que un museo del bien
sería una simple galería desierta
puede ponerse un poco de estiércol al poema.
No importa que haya piojos incrustados
en las vetas de este rayo purísimo de sol.
Bastará que el rayo, moteado y asonante
(…) consiga iluminar el punto en que descansa el ojo.

 

Al fijar el procedimiento de su poética personal, Eduardo Lizalde elige la figura del tigre como el símbolo inequívoco de la desgracia amorosa; en esta bestia se conjugan “le plus beu” y la “fearful symmetry”, gracia y flexibilidad conjugadas al servicio del homicida.

La equilibrada bipolaridad del tigre, su carnicera figura imperturbable se antepone a la perra, como contraparte efectiva del mismo signo. Alguna vez Lizalde declaró que “la humanidad es soltera y huérfana, por lo que el ser humano tiene algo de tigre”; esta declaración nos remite inmediata al poeta jerezano Ramón López Velarde.
Me explico, el tigre de Lizalde es una alusión a la desgracia amorosa, según recuerda él mismo en otra entrevista, esta naturaleza alegórica del tigre es cercana entonces a la que Ramón López Velarde bosqueja tan acertadamente en su poema en prosa “Obra Maestra”, donde expresa que “El soltero es el tigre que escribe ochos en el piso de la soledad. No retrocede ni avanza”.
El fervor que Lizalde demuestra por la poesía del poeta Zacatecano no sólo se corrobora en su propia poesía, también lo animó a completar un poema que habría dejado  inconcluso el poeta  de la “Suave patria” antes de su muerte; el poema en cuestión se titula “Rigoletto”,  y apareció publicado en el suplemento cultural El Ángel del periódico Reforma el 14 de agosto de 2005.
Si en Ramón López Velarde el tigre es el soltero que ha decidido evitar la paternidad, en Lizalde “el tigre real, el amo, el solo, el sol”  lo es como fiera que no acepta compañía, el tigre caza solo[1], pero ambos tigres comparten el ámbito doméstico de su encierro.

Las similitudes con el texto de López Velarde resultan incuestionables, cuando presenciamos la inmovilidad pesada de la bestia que no avanza ni retrocede, “que suele crecer de noche” y que se extiende por toda la habitación: “y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo”. Por eso no resulta gratuito que Lizalde haya elegido la figura indomesticable del tigre como uno de los personajes centrales de su libro. Esta bestia devora desde el interior al dueño de la casa, donde la casa es la alegoría del cuerpo. La función del tigre en este poema es también la metáfora del más aplastante desasosiego: perro guardián, pero también carcelero.

 

…resguarda bien la casa
pero la cuida sólo
para que nadie salga.

El tigre (símbolo de realeza y crueldad) también es la manifestación activa del aspecto destructor (dionisiaco o lunar) del amor, “porque es la muerte él mismo”:

 

Hay un tigre en la casa
que desgarra por dentro al que lo mira.
Y sólo tiene garras para quien lo espía,
y sólo puede herir por dentro
y es enorme.

 

 

En el caso del tigre que “se pone intolerante, aúlla trota, / marcha, cae, destruye” y ronda el lecho, pero al que no se le deja entrar, es muchas veces el signo protervo que precede a la catástrofe, o es la desgracia latente — “Algo sangra, el tigre está cerca.”— que se cierne sobre los amantes, esos amantes que sólo ante el reconocimiento de su propia muerte se pueden reconocer en el otro, para adquirir conciencia verdadera de si mismos:

Reino es la soledad de todas las ternuras.
Sólo el terror despierta a los amantes

Pero el tigre alegórico invade también el ámbito del sueño, y es en el sueño donde éste depredador extiende su soberanía de manera más efectiva y onerosa: “¿Cómo escapar de un tigre/ que crece al avanzar cuando lo sueñan…?”

Si, como ya he dicho, el tigre es la manifestación activa del aspecto destructor del amor, lo altaneramente despreciable, de la misma forma se podría afirmar que la perra encarna la traición, la injuria, la indignación, así como a la mujer que las provoca:

 

No se conforma con hincar los dientes
en esta mano mansa
que ha derramado mieles en su pelo.
No le basta ser perra:
antes de morder
moja las fauces
en el retrete…

 

También podríamos decir que la perra representa un aspecto pasivo que se contrapone al del tigre. La perra, antes que atacar, prefiere darse muerte “a propias garras y colmillos”; la perra claudica y abandona el combate.
De esta “traición de perra sin entrañas”, surge uno de las más inusitadas elegías jamás escritas, “La ciudad ha perdido su Beatriz”, donde las alusiones grecolatinas saltan a la vista:

 

¡Ay Prometeo! Ya miro bien tus fieras
y entrañas nutritivas.
Termina el túnel del sueño cotidiano,
pero irrumpe a una luz más deslucida
que el negror de los sueños.

 

No obstante, me atrevo a decir que hay un resabio a canción ranchera en todo esto:

 

Si perra innoble fue, si diosa cruenta
¿a qué llorar su muerte?
Sangre vertió, desmembró cuerpos,
vendió a los cerdos carnes
en perlas cocinadas,
destejió obsidianas
para tejer con ellas
excrecencias de chivo.
¿Por qué llorar entonces?

 

La dualidad de la figura perra, que encarna al sujeto y los atributos del sujeto, se complementa y se opone al tigre petulante y carnicero, convirtiéndose ambos en las dos caras de la misma moneda:

 

Muerde la perra
cuando estoy dormido;
rasca, rompe, escaba,
haciendo de su hocico lanza
para destruirme.
Pero hallará otra perra adentro,
que gime y cava hace veinte años.

 

Y esa perra que anida y pugna por salir cavando un hueco, es también la derrota amorosa, la triste compañía del soltero.
Como hemos podido constatar, el tigre y la perra son figuras de múltiples interpretaciones, su naturaleza arquetípica le permite a Eduardo Lizalde fijar su obra en la gran tradición de la poesía de lengua española.

Termino haciendo una afirmación personal, la lectura de El tigre en la casa me ha modificado no sólo como lector de poesía; su fecundo rayo “moteado y asonante”, me ha acompañado en las más distintas etapas de mi vida, y me sigue regalado visiones insólitas de la condición humana, cada vez más próximas, así como una compresión más profunda de las pasiones más elementales y diversas. Su sólida construcción, el asalto infalible de sus versos y esa estructura múltiple que se aleja de la manida e inflexible unidad temática que suele imperar en algunos libros, me sigue pareciendo por demás eficaz a casi cuarenta años de su publicación.

Ciudad de México, 3 de julio de 2009.


[1] Si bien la figura del Tigre como soltero es presentada en El tigre en la casa, es mucho más evidente en “Caza mayor” donde el solitario carnicero sólo se reúne con la hembra para copular o destruir su descendencia, permaneciendo eternamente soltero: “La tigra sólo alumbra, cada dos años,/ una alegre camada de tres o cuatro crías./ A veces la destruye casi a toda:/ comparte con el tigre las carnes entrañables…”

 

 

Datos vitales 

Mijail Lamas es poeta, traductor y crítico. Nació en Culiacán, Sinaloa, el 22 de febrero de 1979. Ha publicado los libros de poemas Contraverano (2007), Cuaderno de Tyler Durden seguido de Fundación de la casa (2008) y Un recuento Parcial de los Incendios, selección de poemas(2009). Obtuvo el accésit del XXVII Concurso de Poesía Ciudad de Zaragoza en 2011  y el Premio Nacional de Poesía Clemencia Isaura en 2012. Edita el blog de reseñas La Estantería. Twittea en @mikhailenko

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