Presentamos, a modo de seminario permanente de pensamiento poético mexicano, estos Estudios para dilucidar sobre la Poesía Mexicana de todas las épocas, con especial énfasis en la poesía actual. En esta ocasión: Tres poetas de Salvador Elizondo, ensayo sobre la continuidad, la síntesis y el discurso en la poesía mexicana, entre otras cuestiones.
Tres poetas
El año de 1971 conjuga la conmemoración de tres aniversarios altamente significativos en la historia de la poesía mexicana moderna y se suman los nombres de los poetas celebrados en el signo que define la gran transición de las formas “musicales” de la poética del modernismo a las más ceñidas, más rigurosas, más intelectuales e imaginativas de la nueva poesía. En el parámetro que instaura el primer centenario del nacimiento de José Juan Tablada y de Enrique González Martínez con el cincuentenario de la muerte de Ramón López Velarde y de la publicación de su poema La suave patria, se muestra el panorama, vasto ya de un siglo, de una metamorfosis, como todas, sorprendente: la que ve nacer, a la luz que la obra o las inquietudes que estos poetas afocan sobre el instante en blanco en que una tradición ya exhausta (la española) y una revolución que ha culminado (la del modernismo) se confunden, una poesía definida y caracterizada tanto en su forma como en sus objetivos, una poesía consciente de sí misma.
Le debe a Tablada la nueva poesía el entusiasmo formal por la poesía como una técnica que puede ser trascendida o que, cuando menos, es capaz de ampliar los límites que la tradición de una sensibilidad poética demasiado estrecha le asigna. Fue tal vez Tablada el primero en percatarse de la condición de unidad esencial que rige sobre el poema, de la vida independiente y única que alienta en esa configuración de palabras que se sintetizan en una expresión inmediatamente aprehensible como forma totalizadora de una emoción. Inventor o adaptador —cuando no intérprete— de métodos y procedimientos exóticos o inusitados, contribuyó con sus inquietudes, más que con su obra, a instaurar un clima en que las posibilidades de la poesía proliferaran sin tasa, dando lugar a que una vanguardia alerta compensara con sus experimentos o con sus estridencias, con sus técnicas o sus recetas, la templanza formal y el quietismo del otro extremo de la balanza poética de su tiempo.
En el otro extremo —un extremo colocado en el centro— oscila el platillo que sopesa el metal menos brillante, pero más puro que las «gemas» y los jaikais de Tablada, de las severas y límpidas meditaciones admonitorias de la poesía de González Martínez. Poeta de perfección exquisita, fue el primero en volcar el ánfora de la retórica demasiado musical y demasiado banal del modernismo para erguir en su lugar el estípite con la cabeza de Palas junto al que en la primera mitad del siglo XIX, en América, en el cuervo de Poe —de gloriosa tradición en la poesía francesa y de escaso renombre en su patria—, se posaría en una noche lóbrega, el cuervo que sufre la metamorfosis poética que lo transformará, a lo largo de las peripecias de la historia de la poesía, primero en las lechuzas inmóviles de Baudelaire, luego en el cisne de Verlaine que emigra a América convertido en el símbolo del modernismo de Rubén Darío, después ya de haber sido tácitamente condenado a muerte por la misma ars poetica que lo había empollado: la de Verlaine. A la interrogación que el cisne proponía con la curva de su cuello González Martínez opuso la respuesta contundente del búho que puede ver en al noche, que puede penetrar por la fuerza de la mirada —es decir de la inteligencia—los misterios nocturnos, y cuyo canto es escueto, admonitorio y preciso.
Ejerció también, paradójicamente, González Martínez más que Tablada que había sido proclamado poeta preferido de la juventud, una influencia de capital influencia para la poesía mexicana al convertirse en el maestro de los jóvenes poetas que dieron una solución de continuidad, los del grupo de los «Contemporáneos» que tan certeramente sintetizó el nuevo estremecimiento de la poesía postsimbolista que nació bajo sus alas en el momento en que otro poeta de extraordinaria significación había sabido conjugar, en nombre de un arte de imágenes rarísimas y terminantes que ahondan en esencias que sólo en México podían haber sido destinadas, la pulcritud verbal de González Martínez y la osadía vanguardista y experimental de Tablada.
La deuda de la poesía hacia Ramón López Velarde se dirime en la expresión de su significado. No fue López Velarde el que introdujo «lo mexicano» en el ámbito de la temática de la poesía. Flaca tarea hubiera sido ésa. Ramón López Velarde supo elevar lo que de más particular había en la vida mexicana a la universalidad de la existencia poética: supo elevar lo que de universal había en los detalles a las fulgurantes generalizaciones de que es capaz la poesía y fue el primero que supo dar la nota común a todos los instrumentos que a partir de su obra había cobrado un timbre único y distintivo sin detrimento de la dignidad que el tono poético requiere y que, casi siempre, se ve disminuido por una demasiado violenta tentativa de someterlo a las exigencias de una expresión de efectos inmediatos o de documentación folclorística. Ramón López Velarde supo elevar «lo mexicano» a la altura de la poesía sin que esta prodigiosa operación entrañara para nuestras letras el riesgo de contaminación de patriotería y de chovinismo. Si con motivo de su cincuentenario la atención se fija con demasiada insistencia pero con poca perspicacia en La suave patria, poema compendioso y de circunstancia, se corre el riesgo de pasar por alto el grueso de su obra en verso y en prosa que no desdice ni de la posibilidad que Tablada practicó en términos de una vanguardia experimentalista ni de la rígida disciplina sobre las formas poéticas que la sabiduría del Hombre del Búho ejerció sobre el canto.
Año de examen de conciencia de los poetas mexicanos que habrán de volver la vista hacia el trecho recorrido desde hace cien o cincuenta años, en el de 1971, ni la lección de Tablada —sus invenciones cobran más vida ahora— ni el ejemplo de González Martínez ni la síntesis de López Velarde han sido olvidados. La huella de estos poetas de ayer es bien visible en la poesía que hacen —valga la redundancia—los de hoy.