Poesía norteamericana: Donald Hall

Presentamos, en versión del poeta, ensayista y traductor Gustavo Osorio de Ita, un poema paradigmático de una etapa lírica de Donald Hall vinculada a la muerte de su esposa Jane Kenyon (1947-1995). Hall es autor de trece colecciones de poesía. En España se pueden encontrar publicados por Valparaíso Ediciones, en versión de Juan José Vélez Otero, Eagle Pond, obra de Kenyon y Hall y, La cama pintada. Donald Hall fue nombrado Poeta Laureado de los Estados Unidos en 2006 y, en 2010, el presidente Barack Obama le hizo entrega de la National Medal of Arts.

 

 

 

 

 

 

Los últimos días

 

“Era algo razonable

de esperar”.” Así él lo escribió. Al día siguiente,

en una sala de consultas,

la hematóloga de Jane, Letha Mills, se sentó,

firme, su asistente

parada dando la espalda hacia la puerta.

“Tengo noticias terribles,”

les dijo Letha. “La leucemia ha vuelto.

No hay nada qué hacer.”

Los cuatro lloraron. Él preguntó cuánto tiempo

¿por qué ahora?

Jane sólo preguntó: “¿puedo morir en casa?”

En casa, aquella tarde,

tiraron juntos las medicinas a la basura.

Jane vomitó. Él gemía

mientras ella permanecía con los ojos secos – callada,

tratando de dejar ir. Por la noche

él tomó el teléfono para hacer

llamadas que trajeron

a un niño o a un amigo al horror.

A la mañana siguiente,

trabajaron seleccionando de entre los poemas de ella

aquellos para Otherwise[1], escogieron

himnos para su funeral, y se daban

palabras mientras escribían

y revisaban su obituario. Al día siguiente,

con más trabajo por avanzar

en torno al libro, él vio cuán débil ella se sentía,

y dijo quizás no ahora; quizás

más tarde. Jane sacudió la cabeza: “Ahora,“ dijo.

“Tenemos que terminarlo ahora.”

Más tarde, mientras ella se deslizaba exhausta hacia el sueño,

dijo, “¿No fue divertido?

¿Trabajar juntos?¿No fue divertido?”

Él le preguntó, “¿Qué ropa

te pondremos, para el entierro?”

“No lo había pensado,” dijo ella.

“Qué tal aquel salwar kameez[2]

blanco” dijo él –

para ella su seda hindú favorita la cual compraron

en Pondicherry hace año

y medio, la que, en adelante, usaría para lo mejor

o para verse aún más hermosa.

Ella sonrió. “Sí. Excelente,” dijo.

Él no le contó

que un año antes, soñando despierto,

la había visto

en el ataúd con su blanco salwar kammez.

Sin embargo él no pudo parar

de planear. Aquella noche él rompió con,

“¡Cuando Gus muera yo

lo cremaré y esparciré sus cenizas

sobre tu tumba!” Ella rió

y sus grandes ojos se aceleraron mientras asentía:

“Será bueno

para las margaritas.” Se recostó pálida de nuevo

sobre las almohadas floridas:

“Perkins, ¿cómo se te ocurren estas cosas?”

Hablaron sobre sus

aventuras – manejando a través de Inglaterra

cuando se casaron,

y excursiones a China e India.

También recordaron

días ordinarios – veranos en el lago, trabajando

juntos en poemas,

paseando al perro, leyendo a Chekhov

en voz alta. Cuando él elogiaba

miles de asignaciones vespertinas

que los llevaban hacia

la dicha y el reposo en esta cama pintada,

Jane rompió en lágrimas

y gritó, “No cogeremos más. ¡No cogeremos más!”

Incontinente por tres noches

antes de que muriera, Jane necesitaba que la llevaran

al cómodo.

Él la limpiaba y le ayudaba a volver a la cama.

A las cinco alimentó al perro

y regresó para encontrarla al otro lado del cuarto,

bien sentada en una silla.

Si no podía levantarse, ¿cómo pudo caminar?

Él temió que ella se cayera

y llamó a una ambulancia para llevarla al hospital,

pero cuando le dijo a Jane,

ella hizo una mueca y comenzaron las lágrimas.

“¿Tenemos que  hacerlo?” Él canceló el servicio.

Jane dijo, “Perkins, quédate conmigo cuando muera.”

“Morir es simple”, dijo ella.

“Lo que es peor es…la separación.”

Cuando ella dejó de hablar,

se quedaron juntos, tocándose,

y ella fijó en él

sus hermosos, enormes y redondos ojos cafés,

brillando, sin parpadear,

y fervientes con amor y miedo.

Uno por uno fueron llegando,

lo más antiguos y entrañables, para decir adiós

a su querida amiga del alma.

Al principio ella decía sus nombres, lloraba y los tocaba;

después sonreía, después

elevaba una comisura de su boca. El último día

ella contempló despedidas silenciosas

con sus manos entrelazadas y sus ojos enteramente abiertos.

Dejando su lugar junto a ella,

ella con ojos atónitos, él le dijo,

“Pondré estas cartas

en la caja.” Ella no había hablado

por tres horas, y entonces Jane dijo

sus últimas palabras: “O.K.”

A las ocho aquella noche,

sus ojos se abrieron, tal como permanecieron

hasta que murió, la respiración por reflejo

comenzó, él se inclinó para besar

de nuevo sus pálidos y fríos labios, y sentirlos

una última vez juntarse

e hincharse y chasquear para besarlo de vuelta.

En las últimas horas, ella sostuvo

sus antebrazos alto con pálidos dedos apretados

al nivel de las mejillas, como

la estatua de la diosa sobre el lavabo del baño.

Algunas veces su puño derecho latigueaba

con espasmos hacia su rostro. Por doce horas

hasta que ella murió, él siguió

rascando la larga y huesuda nariz de Jane Kenyon.

Un agudo, casi dulce

aroma comenzó a elevarse desde su boca abierta.

Él observó su pecho aquietarse.

Con su pulgar cerró esos cafés y redondos ojos.

 

 

 

De Inventios of Farewell. Ed. Sandra Gilbert, WW Norton & Co. New York.

 

 

 

 

[1] Poemario de Jane Kenyon publicado en 1996 por Graywolf Press.

[2] Vestido tradicional de una pieza originario de Asia Sur-Centro.

 

 

 

 

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