Como parte de nuestro Dossier de Teoría de la Traducción, presentamos un texto del poeta, crítico y traductor francés, Yves Bonnefoy (1923), sobre el proceso y destino de la traducción poética desde su visión. Bonnefoy afirma, entre otras cosas, que «La obra original aconseja al traductor en su relación con su propia lengua. Le sugiere maneras de ver y de sentir».
La traducción como intercambio
¿Es posible traducir la poesía? No existe traductor que, en algún momento de su quehacer, no haya tenido la impresión de que se le escapaba aquello que en ese preciso instante le parecía lo más valioso de lo que estaba intentando recrear. El matiz de un adjetivo, la sonoridad de una palabra, algo insignificante en apariencia, pero que, sin duda conmovió y atrapó a un poeta y que ahora lo conmueve a él también. ¿Es realmente necesario sacrificar este regalo? ¿Podemos consentir este sacrificio? Y, si fuera así, ¿podemos seguir pensando que tiene sentido hablar de traducción?
Y, sin embargo, nada más experimentar esta frustración, el traductor de poesía siente de nuevo el intenso deseo de traducir.
¿Por qué? Ante todo, porque la experiencia que acaba de vivir le ha enseñado de manera precisa e inmediata —ya que se produce en el desarrollo mismo de su trabajo— que las cosas fundamentales de la naturaleza o de la existencia se perciben en otra lengua mediante conceptos distintos a los suyos debido al medio de abordar el objeto, de articularse entre sí, de producir significado. Y ello le ha permitido comprender mejor que el discurso de los conceptos no consiste solo en palabras, hecho que lo empuja aún más a la poesía, pues esta es justamente el recuerdo de lo que se añade a la realidad con respecto a su percepción a través de los conceptos, además de ser, el deseo de dar con este añadido mediante una forma distinta de decir. Si no lo era ya cuando emprendió esta tarea, el traductor se hará poeta mientras la lleva a cabo. En adelante, no aspirará solo a traducir una obra concreta, sino que, al descubrir en el conjunto de su propia lengua y de su habla esas redes de significados que ocultan el brillo de la vida y de la naturaleza, querrá profundizar en esas formas de ver y de no ver y que el lenguaje se dote de ojos.
Pero, ¿por qué se vuelve entonces hacia el poeta que estaba traduciendo, por qué no lo deja a merced de su texto para poder, así, dedicarse más a esa nueva, y tan difícil, empresa? Pues porque ahora sabe apreciar mejor que ese poeta tuvo, en su propio idioma, su propio lugar o su propia época, exactamente el mismo proyecto de renovación de la lengua al que ahora él se entrega; y que ello lo lleva a pensar que ese amigo lejano puede hablarle de su propia experiencia, aunque él no sea capaz de traducir completamente lo que así se le dice. El otro poeta lo guiará. De él aprenderá, por ejemplo, a descubrir en unos acontecimientos que aquel tuvo la suerte de vivir de lleno, determinadas virtualidades simbólicas que el pensamiento suele ocultar. Y podrá hacer suyos, retomar, los obstáculos, los conflictos entre niveles de habla, entre ensoñación y lucidez, a los que se vio expuesto ese otro, lo mismo que a sus fracasos o sus alegrías. Todo ello le permitirá afrontar mejor sus peligros —ilusiones, utopías, desalientos— inherentes a la creación poética.
En resumen, lo que en un primer momento fue solo la lectura de un texto y el intento de trasponer sus significados —un propósito que, por desgracia, les parece suficiente a los grandes filósofos que reflexionan sobre la traducción— se convierte en escuchar a otra persona y colaborar con ella, realizar una búsqueda en común. La obra original aconseja al traductor en su relación con su propia lengua. Le sugiere maneras de ver y de sentir. Y, por qué no, el traductor puede incluso, a través de lo que va descubriendo, criticar lo que escribió su iniciador, discutir sus propuestas y modificar sus imágenes, añadiendo con toda legitimidad, precisión, claridad, color a determinados pasajes del texto.
Un intercambio, este podría ser el futuro de la traducción. No un proyecto de simple transposición, palabra por palabra, que considera el texto como algo intangible que viene dado —condenándolo por ello irremisiblemente al pasado— y que silencia una voz, sino la recuperación de sus expectativas bajo el signo de un devenir.
¿Y por qué, si todavía está vivo y es capaz, por tanto, de oír lo que va a decirle su traductor, el poeta traducido no aceptaría gustoso verse privado de algunas parcelas de su palabra, perpetuando, de esta forma, su anhelo más querido?
La traducción puede ser una pérdida de poesía, un peligro para la idea de la poesía, Pero, al mismo tiempo, tiene la fortuna de ser lo que intensifica su necesidad y recuerda su derecho a existir y su valor redimidor en un mundo en el que el discurso conceptual amenaza cada vez más con anegarlo todo. La traducción es, así, mucho más que un nuevo texto: es un lugar de confluencia, la indicación de un camino.
Creo que en el futuro asistiremos a una relación cada vez más estrecha entre la necesidad de la poesía y la de traducirla, con actos de traducción que serán poemas en sí mismos y que podrían cambiar incluso formas todavía hoy difíciles de imaginar.
Yves Bonnefoy
(Traducción de Clara Curell)