Antología de poesía mexicana: José Javier Villarreal

Presentamos dos textos inéditos del poeta, editor, ensayista y traductor mexicano José Javier Villarreal (Tijuana, Baja California. 1959). Obtuvo el Premio de Ensayo Ángela Figuera, el Premio de Poesía Aguascalientes, el Premio Nacional de Poesía Alfonso Reyes, el World Cultural Council, en dos ocasiones –como poeta y editor- el Barbón de Oro y el Reconocimiento Libros UANL. Actualmente es Miembro Artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte FONCA-CONACULTA.

 

 

 

 

 

 

HAY QUIEN TIENE LA GANA de habitar el paraíso.

Como si fuera y se presentara, como si dijera:

aquí estoy, cumplí con mi trabajo, estoy listo y dispuesto,

no tengo temor alguno, puedo sentir el aire fresco,

la brisa sobre mi rostro, la temperatura que me habrá de conducir

por las tersas playas de la felicidad.

Estoy dispuesto a exponerme. Los ángeles –todos de azul marino-

reman alegremente;

la muchacha –no hay necesidad de acentuar su belleza-

se desnuda como si nada frente a los hombres que conversan en el parque

a la sombra de los arrayanes.

Los veleros en la marina, los niños en sus salones,

los jardines y zonas de juego deslumbrando con sus colores.

El paraíso es así. ¿Pero quién lo habita,

quién se atreve a caminar por sus angostas veredas,

quién cree adivinar siluetas en la neblina que se levanta de la superficie del lago?

La pregunta es engañosamente larga pues se divide en preguntas más pequeñas,

en historias menudas, en galerías de una extensa caverna.

Pensar que el paraíso es una extensa caverna

sería tanto como cuestionar la existencia de las aves,

poner en duda la realidad de sus plumas

o ignorar el aire que recorre sus entrañas.

Dónde esté el paraíso no es una cuestión definitiva,

Milton hizo decir a Lucifer que el infierno se encontraba donde él estuviera;

el paraíso, desde esta perspectiva, puede estar aquí o allá, incluso,

quizá, más allá, o, todavía, más acá.

Pero ¿quién lo habita, quién se atreve a llenar el formulario,

a pagar la póliza, a dejarlo todo,

a cerrar la puerta, despedirse, y cruzar el umbral

que debe haber?

Hay quien asegura que ese tiempo nunca se da,

que no hay ocasión propicia para tal decisión.

Habitar el paraíso encierra largas y melancólicas consecuencias,

actitudes no siempre positivas o alentadoras.

Dante volvió a la tierra, pero sin Beatriz, y justamente en ese momento termina la Comedia,

la Vida nueva es una extraña alegoría, dado que se escribió

antes de ir al paraíso.

Me da por pensar, lo cual no tenía claro

cuando empecé a escribir esto,

que tal vez se trate de sobrevivientes,

que lo que llamamos realidad

o vida cotidiana

sea un largo despertar, una extensa mañana, una pradera que parece no tener fin

donde habitan veteranos, hombres y mujeres de experiencia,

ángeles –sin ninguna duda- que por razones muy diversas

y particulares

se vieron expulsados o fuera del paraíso,

y nadie se atreve a confesarlo.

Visto de esta manera no hay pasos ni instructivos,

no hay poemas o cuadros que nos abran sus puertas,

pólizas o actos voluntariosos que nos conduzcan hasta él;

sólo accidentes, vida cotidiana, día tras día

que de pronto se rompe o descarrila, establece su propio tiempo y espacio

donde puede haber o no jardines, pájaros, cavernas,

muchachas de extraordinaria belleza que se desnudan

en los lugares más inesperados.

Del paraíso sólo se conservan sus consecuencias,

y con el paso del tiempo se acentúan sus huellas

aquí entre las cosas de este mundo.

 

 

 

 

 

 

 

 

EL MUNDO NO SE ACABÓ, nadie había pronosticado su fin para este cambio de año.

El invierno llegó.

No se trata de pueblos ricos, de culturas milenarias

o mundos sofisticados;

es gente ordinaria que viste con lo que puede,

que toma y come lo que le alcanza,

que ve, los fines de semana, lo que la cartelera del periódico le anuncia,

que las ofertas de un Buen fin

-que tiene su origen en un Viernes negro hablado en otra lengua-

le ilusiona, le ofrece un motivo.

Los bárbaros, que siempre estamos esperando con emoción y miedo

-pese a no conocer el poema-,

no llegaron, no traspasaron la amurallada frontera que nos contiene

y nos obliga a vivir con nosotros, entre nosotros.

El día amaneció frío, la noche anterior lo estaba,

todos los pronósticos lo aseguraban;

sin embargo, en esa continuidad sólo el suministro eléctrico falló;

los aparatos,  junto con los demás muebles que nos rodean,

acentuaron su silencio y su quietismo;

nada se movió y nada parpadeó.

El día se revelaba inédito, siendo tan parecido

a los días del año anterior, era distinto,

más serio, anguloso, cercano a la fisonomía y carácter de mis ancestros.

Esto lo sé por Minerva, por una amiga de Minerva

que le mandó una liga sobre la familia Villarreal.

De San Miguel de Allende a Monclova, de las minas

al Valle de las Salinas. Hombres y mujeres de su tiempo,

soldados y terratenientes, infatigables matronas

que sacrificaban su belleza en familias numerosas.

“Perseguidos todos ellos”, aclaró Minerva.

Este año llegó porque le correspondía, no porque quisiera;

la falta de luz aún no se ha resulto y sigue siendo un misterio que espero pronto se aclare.

(“Trabajamos las veinticuatro horas –me advirtieron-, pero el servicio puede demorar

de una a treinta horas;

claro que llegaremos lo antes posible”.)

Aquí me había atascado. Llegaba al punto de la dubitación.

Varias veredas ¿Por cuál seguir?

¿Ahondar en el clima? ¿Continuar con la familia? ¿Decir

-lo cual es mentira- que la batería de la computadora se había agotado?

¿Intentar descubrir una epifanía con respecto al cardenal que se posó en la rama

de la anacahuita

que tengo enfrente,

tras la ventana?

Eran cerca de las nueve cuando llegamos a la tiendita de la carretera en Potrero.

Mi madre se quedó en el auto.

Minerva y yo entramos dispuestos a comprarlo todo, a preparar nuestra cena.

El dependiente era sumamente simpático y amable, y lo más que se había internado

en México era Ensenada

-a hora y media de la frontera-.

Nos mostró los quesos, los congelados

y la variedad de botanas que exhibía bajo el mostrador.

Llegamos a Tecate y pusimos la mesa;

mi hermano había llevado Noche buenas.

Obviamente que he vuelto al año anterior, había luz en la casa de mi madre,

el invierno todavía no asentaba sus reinos

y en esa geografía no hay anacahuitas, los Villarreal

son una excepción y todavía no conocía el contenido

de la liga que había mandado la amiga de Minerva hace ya varios años;

era otro año, pero a pocos días de éste.

Sigo sin luz y el frío es mayor, el mundo no se acabó,

nadie había pronosticado tal cosa; los muebles

siguen en silencio y no parpadean, sólo el frío

-ahora- se siente en la planta de mis pies

como un ángel que ha detenido su vuelo,

apagado la chimenea y sentado frente a mí

al otro lado de la mesa.

 

 

 

 

 

Datos vitales

José Javier Villarreal (Tijuana, Baja California. 1959). Poeta, traductor, ensayista y editor. Obtuvo el Premio de Ensayo Ángela Figuera, el Premio de Poesía Aguascalientes, el Premio Nacional de Poesía Alfonso Reyes, el World Cultural Council, en dos ocasiones –como poeta y editor- el Barbón de Oro y el Reconocimiento Libros UANL. Actualmente es Miembro Artístico del Sistema Nacional de Creadores de Arte FONCA-CONACULTA.  Entre sus libros de poesía se cuentan: Estatua sumergida, Mar del Norte, La procesión, Portuaria, Bíblica, Fábula, La Santa y Campo Alaska. Como ensayista: El oro de los siglos, Por una nueva anunciación y Las penas del guardador de rebaños. Tras la huella del Polifemo. Ha traducido a Ezra Pound, Manuel Bandeira, Oswald de Andrade, Czesław Miłosz, Murilo Mendes, Lêdo Ivo y Ferreira Gullar. Es director de las revistas Deslinde y Cathedra de la Facultad de Filosofía y Letras de la UANL en donde es profesor. Produce y locuciona el programa de radio “Aventuras sigilosas” 102.1 de FM para Radio Nuevo León.

 

 

 

 

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