Dos poemas de Paul Muldoon

Presentamos, como homenaje en el Día del Padre, dos poemas del poeta irlandés Paul Muldoon (1951) en los que aborda temas relacionados a su padre. Los poemas pertenecen al libro Almuerzo con Pancho Villa que tradujo Gustavo Osorio de Ita y que fue publicado por Valparaíso México.

 

 

 

Mi padre alerta

 

Mi padre y yo estamos atrapando aquellos charalitos

En el río Oona.

Nos hace sentir justos,

La forma en que los devolvemos.

Nuestra benevolencia es admirable.

 

Cuando mi padre se levantó en los bancos de arena

Se me ocurrió que aquellos peces

Bien podrían haber sido pirañas,

El río una alfombra roja

Extendiéndose desde donde él justo había estado,

 

O pienso ahora si él está muerto o sólo duerme,

Pues si está muerto yo conservaría su tumba

Segura y en secreto,

Sacaría al río de su curso,

Lo recostaría en su cama, lo traería de vuelta.

 

Nadie podría preguntarse

Si tenía tesoros o si era un rey,

Hablando ahora de los peces reales más abajo.

 

 

 

El espejo

 

En memoria de mi padre

 

I

 

Él ya no era mi padre

pero yo aún era su hijo;

me entendía con esa fría paradoja,

en su traje de domingo la remota figura

que enterramos al día siguiente.

 

Un gran día para lágrimas, copas de jerez,

whiskey, sándwiches de ternera, té.

Un viejo amigo suyo contaba de nuevo

su excursión

a Youghal en los treintas,

él había sido su primer compañero

en la ruta Cork/Skibbereen

ya después en los cuarentas.

Había un manojo de misales

Sobre el mantel de la sala de estar

que formaba una media luna alrededor de un florero,

su regalo de retiro de C. I. E.

 

II

 

No me percaté hasta dos días después

que fue el espejo quien le robó el aliento.

 

El viejo, monstruoso y veneciano espejo

con el marco ornamentado en oro

los encontramos en la casa de tres pisos

cuando nos venimos del campo.

 

Tenía miedo de que descendiera

del muro y me tragara

de un solo golpe a media noche.

 

Mientras decoraba la recámara

había bajado el espejo

sin pedir ayuda alguna;

pronto se volvió color terracota

y su corazón se quebró aquella noche.

 

III

 

No había nada por hacer

salvo terminar con el trabajo,

empapelar las grietas,

pintar la alta ventana,

lijar la puerta, como la puerta de una cripta.

Cuando sostuve el espejo

tuve miedo. Me lo imaginé respirando a través de él.

Lo escuché decirme en un tranquilizador murmullo:

Te daré una mano, aquí.

 

Y pusimos de nuevo el espejo en su lugar

arriba de la chimenea,

mi padre sosteniéndolo firmemente

mientras yo ponía en su lugar

los dos clavos.

 

También puedes leer