Presentamos algunos textos del poeta español José María Muñoz Quirós (Ávila, 1957). Es Miembro de Número de la Academia de Poesía de Castilla y León y Director de la revista literaria “El Cobaya”. Ha merecido premios como el Vicente Aleixandre, San Lesmes Abad, Fray Luis de León de Castilla y León, Gil de Biedma, San Juan de la Cruz y Ciudad de Salamanca así como el Premio Alfons el Magnanim de Valencia. Recibió recientemente el Premio Internacional de poesía Rafael Morales. Su libro más reciente es Inalterable luz, Vaso roto. Madrid, México. 2017.
Caballos de neón. Rojos
enigmas; en la luz
de sus ojos la sombra deja
un buitre destronado
por las altas palabras
donde termina el tiempo de la noche
elevando sus manos,
haciendo signos con los dedos.
Ya no retorna el día:
han huido del mar todas las olas.
Siento que en las palabras se ha escondido
el rostro de la niebla: amargo rito
de desnudez y bruma, dócil grito
de amor que suena a tiempo dolorido.
Atrapo la inocencia del olvido,
voy buscando la luz de ese infinito
que puede ser mi sombra, ese delito
que me abate y me turba sorprendido.
Camino hacia la noche. Va desnuda
de toda luz y suena breve y muda
una música absorta, una tormenta
de vana sed y frío, un imposible
deshielo de la voz en la invisible
presencia de esa muerte tan violenta.
La tierra sólo es parte de los hombres
en el dolor del tiempo. Es el latido
de una sangre escondida, la semilla
que ha esparcido la vida sobre el campo
para ver cómo crece, cómo escapa
de los vestigios de la muerte. Absortos
los hombres naufragaron en sus aguas
de siglos y de noches imparables
hasta tocar el fondo. Luego vino
la piedra lentamente y fue creciendo
como un cuerpo inocente limpio y breve.
La tierra nunca supo abrir sus ojos
derramados de sueño, y en su seno
fluye el frío maduro de la nieve.
Última luz. La tarde me dibuja
un presagio de huida. Escapo
entre sus dedos, voy despacio
detrás de una hoja libre
que va huyendo por el parque
inesperada y breve.
Al reflejar las horas
el temblor de ese instante
me sostienen las alas
de los pájaros últimos. Nada escucho
de su voz y su grito, de sus sílabas
mudas. Escasa luz
que escapa hacia la línea
lejana de la sombra. Cae la noche
como un manto de fuego
derrotado y lejano.
No atrapo el tiempo porque vuela y huye,
es distante y amargo como el oro
de los árboles débiles del día. En el fondo del mar
viven las cosas
que no tienen ya tiempo, que han hundido
sus lágrimas de sal entre los peces
en las aguas dormidas por unos labios mudos.
En su vaga ilusión me dan la mano
como olvidos cansados, como fruta. Tiempo
en la ingenua sombra de la noche
que se pierde en tu cuerpo como el frío
se derrumba en la nieve. Tiempo amargo.
No atrapar la distancia de las cosas
lejanas e invisibles. Es difícil
imaginar otro mejor camino
hasta llegar al fin donde tú vives,
hasta llegar al lado del misterio.
Me deslumbran las luces de la tarde
en la línea rosada, sobre el fondo
de los campos tan grises, donde duerme
una encina pequeña, donde pastan
las ovejas despacio. Arriba el cielo
nos contempla desnudo, azul cansado,
presintiendo una estrella, tal vez sólo
la luz que nace. Vuelve el tiempo
a dormirse en las piedras, quejumbroso,
vuelve el agua del río, vuelve
el musgo pegado en cada roca, vuelve
mi tristeza a invadirme el alma luego.
No todas las preguntas son lo mismo:
unas veces el duro enigma brota
como un agua sin fondo. A veces mana
como el silencio de una tarde breve
que se escapa en las alas de una triste
cigüeña cuando vuela. Otras veces
es la sombra de un árbol en verano,
o la fuente que se alza en chorro abierto
hacia la inmensa brisa donde abraza
la soledad del viento. Son preguntas
como labios sedientos, como noches
heridas que ya nadie reconoce.
No todas las preguntas son preguntas.
A veces viene el agua y nos responde.
CARTA
“Padre, perdóname, no haré más versos”
Ovidio
Padre, perdóname, no haré más versos,
aunque me hunda en el vano vacío
de no existir, y muera, como pájaro
enjaulado en su cárcel a la que tanto ama
y de la que nunca pensó que escaparía.
Padre, perdóname, no haré más versos,
ni soñaré que algo no tangible me salude
cuando despierto, cuando sólo es de día
para los que tienen oficio más decente.
Perdóname. Los versos sólo pueblan
escaparates de nostalgia, luz oscura
y veneno tan agrio como un beso
premiado por ser dócil, por ser siempre
sólo uno más en el cubil del mundo.
Padre, perdóname. No haré más versos.
Aceptamos el fuego cuando abrasa
la luz de nuestros sueños, la penumbra
terrible de la niebla, el sol caído
en un día de oscura sombra herida.
Aceptamos el agua de las fuentes
que no sacian la sed, las infinitas
acepciones del viento, la derrota
de las promesas incumplidas. Dejo
mi corazón abierto a quien espere
verse allí en el espejo de la sangre,
acercarse a sus labios tan callados.
Esa nostalgia del amor me nombra
el mundo una vez más y sólo escucho
su silencio en la voz de los que callan.
Se va la luz. La sigo con mis ojos
y me devuelve al sueño, a la penumbra
donde habita mi ser en esta oscura
caverna de secretos y de abismos.
Vuelvo a seguir su estela interminable
que se transforma en noche mientras sube
a la sombra del mundo, frío espacio
de los instantes del silencio. Impone
su paso clandestino, su retina
de fiebre. Voy tras sus huellas. Asomo
mi ser al frío y no recibo nada
desde la lejanía. Luego esparce
la luz su fuerza y me desnuda el alma,
y me quedo sentado en el olvido.