Poesía chilena: Felipe Moncada Mijic

Presentamos una muestra de  Felipe Moncada Mijic (Quellón, Isla de Chiloé, 1973). Licenciado en Educación y Profesor de Estado en Física y Matemáticas (USACH). Ha trabajado como autor y editor de libros de Física para secundaria. Editor de la revista La Piedra de la Locura. Fundador de Ediciones Inubicalistas. Ha publicado los libros de poesía: Irreal (Ediciones El Brazo de Cervantes, Santiago, 2003); Carta de Navegación (Imprenta Almendral, San Felipe, 2006); Río Babel (Ediciones Casa de Barro, San Felipe, 2007); Músico de la Corte (Ediciones Fuga, Valparaíso, 2008). Salones (Manual Ediciones, Rancagua, 2009). Mimus (Edición del autor, Valparaíso, 2012). Silvestre (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2015). En el género ensayo ha publicado: Territorios Invisibles (Ediciones Inubicalistas, Valparaíso, 2015). Ha obtenido algunos reconocimientos, como: Mejor Obra Literaria, Consejo Nacional de la Cultura, 2017, por el libro de poesía Migratorio. Premio Municipal de Santiago 2016, con el libro Silvestre. Premio Mejor Obra Literaria, Consejo Nacional de la Cultura, versión 2015, por el libro de ensayos Los Territorios Invisibles.

 

 

 

Cocina a leña

 

Un pez de piedra en los médanos maulinos, ajo chilote, aroma y mareas en su redoma de bagual, polen araucano, merkén de los archipiélagos, changle de los robledales, caracoles de otoño en los mercados. Toda una gastronomía de aromas con siglos de lluvia sobre su poncho. Partimos el queso de Carahue, con ají preparado a orillas del Imperial. De un molino de madera caerá la espuma del Pacífico frente a Tirúa, sangre áspera de la manzana. Comeremos de la chorrillana lafkenche, mientras la lluvia lenta sube los caudales y hunde bueyes en las vegas. El tiuque y el chucao presagian la muerte de la semilla, oscuro soplo, viento en flauta de coligüe, un canto arcaico que despierta en el ruido, sagrado monolito de poleo en medio del raco. En la roja ceremonia brindaremos por el cuento de las caletas, territorio de luz, robalos de Nehuentúe, caminos barrosos de Cunco, agua de Lumaco, fiera resistencia de hablar en la cercanía del fogón, atentos al designio del rescoldo.

 

 

 

Semillas

 

A Chiri Moyano

 

I.

 

El arte de permanecer

pregúntaselo a una patagua,

el secreto de enraizar en el aire

y crujir con la ventolera.

 

Cada cual con su estrategia:

el belloto en su huevo de caoba,

el quillay con estrella de palo,

el chagualillo en su poliedro

de cien geometrías minerales.

 

Cada futuro es cáscara

antes de hundirse en el hueso.

 

Natural es el arte de permanecer,

ya seas maleza

o copa de cuarzo en la melosa.

 

En el otoño van juntos

a lucir el esqueleto de la persistencia:

 

ciprés de los peñascos,

mayu de los senderos,

palma de los arenales.

 

En un puñado puedes guardar

el pasado de los jardines colgantes.

 

Vendrá el viento de abril

y de todo esto quedará

el sueño largo de los escarabajos

y una dormida latencia de avispas.

 

 

II.

 

Sube las pinalerías

a recoger harina del pehuén.

 

Bordea las quebradas del Lircay

y busca en la hojarasca de los avellanos

el tosco sabor de la madera.

 

Remonta la cuesta por el estero

y hace rancho junto al palmar

esperando el gotear de los racimos.

 

Acude a la vieja roblería,

llena tu saco de digüeñes,

tu canasto de changles,

hasta que oigas el oscuro galope

de los antepasados.

 

Reúne el maqui, la mora, el boldo,

las flores silvestres del monte;

 

de todo esto quedará

una dormida colmena de abejas

y la densa cortina de la lluvia.

 

 

III.

 

Te puedes ver

en la cúpula de la astromelia

como en un cristal adivinatorio.

 

Antes de perder el sentido

hace tu nido bajo un canelo

mordiendo la pepa del sahumerio.

 

Quema la cáscara del chamico,

mastica la médula del cogollo,

machaca la savia del chagual:

 

dentro de todo duerme un dios curtido,

un diminuto reloj de los vientos

que le da cuerda al temporal.

 

 

 

Tambor de fuego

 

Al Monje, en su partida

 

Vuelves a bajar

por el sendero hasta el Lircay,

nadas contra la corriente

y cierras los ojos

para borrar el tiempo.

Saludas al roble seco.

La retorcida parra de la vega

agita sus brotes al verte.

Un chercán

mueve su cabeza en un boldo.

Levantas nuevamente trumao

bajando al estero de Las Ánimas,

acaricias la piel de la trupa

erguida en la huella

y te vas;

te pierdes por días

en las pozas del Candado,

comiendo truchas,

respirando la soledad de las piedras,

olfateando la ceniza.

 

Vuelves a subir la cuesta,

dirigiendo

con un bastón de coligüe

el canto de todas las aves;

saludas al almacenero,

al chofer del bus rural,

a las vecinas menudas

que siguen la pista de un gato.

 

Es necesario

prender la salamandra,

dejar al bosque

entrar en las habitaciones,

buscar entre la música

un barroco que sacuda su peluca;

 

buscar

entre los sacos del taller

una tierra volcánica

de Cauquenes,

de Corinto,

de Purapel

y echar a rodar la vieja chancadora,

mezclar el barro.

 

Pero te detienes,

te acuerdas

que ya no somos

de este mundo,

que dejaste enfriar

la cocina a leña,

y de tus manos

se desvanecen los cántaros

cuando acuñas

con semilla de quillay

una moneda de barro.

 

No te detengas.

Andrés reúne las astillas,

Anekke descorcha el vino,

Bernardo

hace recuerdos de la nieve,

tu gato

regresa a ronronear

trayéndonos un conejo muerto.

 

Prendamos el horno

antes que todo se desvanezca;

resopla, viejo dragón chino

en medio de los avellanos,

lanza chispas,

aturde a los abejorros,

que en el tambor de fuego

ya se atisba el cristal.

 

Y que nadie diga

una palabra,

 

somos, no somos,

¿y qué importa?

 

Estamos,

y ya no estamos.

 

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