Presentamos tres textos sobre poética, tres manifiestos sobre poesía, del ensayista y traductor argentino Jorge Monteleone (Buenos Aires, 1957). Desde el aforismo, desde la mirada del lector misceláneo, Monteleone nos lleva de la condición de extranjería en el poema a Bernal Díaz del Castillo en el mercado de Tlatelolco para construir la imagen de la alteridad en el mundo y en la poesía. Monteleone enseña literatura en la UBA. Ha publicado libros como Ángeles de Buenos Aires; El relato de viaje. De Sarmiento a Umberto Eco; Puentes / Pontes. Antología de la poesía Argentina y brasileña; 200 años de poesía argentina.
TRES MANIFIESTOS SOBRE POESÍA CON LA LETRA A
1.ABYSSINIA
La Abyssinia de Arthur Rimbaud como espacio de pertenencia.
Lugar de extrañeza, de extranjería, de vacío lateral a la vez entrañable,
porque un lugar es a la vez imagen, verdad y enigma de una consciencia poética.
Esa región está cerca de nosotros mismos y, de un modo secreto, nos representa.
Osvaldo Lamborghini decía:
“Cuando Rimbaud dice me voy, hay que entender que se viene;
lo que pasa es que con el afrancesamiento uno lee que Rimbaud se va
y por identificación con él uno
se está yendo.
No, vos no te vas con él,
estás acá:
esperándolo.
Se va quiere decir que se viene para acá;
África, las pampas argentinas,
todo igual para Rimbaud”.
Abyssinia es el lugar de lo propio reconocido como extranjería.
Cuando Rimbaud llega a Abyssinia no sólo es un extranjero, también es un bárbaro. Condición propia del poema en la lengua que habla en Latinoamérica,
una lengua atravesada por el desplazamiento, lo extraterritorial, el exilio como fundamento de lo vivido.
Una lengua bárbara respecto de toda norma.
Porque esa lengua que habla el poema viene de otra parte
y a la vez su misma condición de lejanía la hace propia.
No hay lengua en Latinoamérica que no esté traspasada por esa extranjería
y no hay poema que no agudice esa extrañeza.
Escribimos el nombre Abyssinia con una ortografía que no es propia de nuestra lengua
pero que al ser pronunciada se oye, en cambio, como un vocablo familiar.
En esa tensión entre lo propio y lo ajeno,
en la condición de extranjería como identidad
estaría ese territorio al que siempre se llega y en donde a la vez
siempre estamos.
Abyssinia es el ambiente del anacronismo.
Porque al entrar en Abyssinia Rimbaud entraba a otro tiempo
en la misma época que le era particular. Como el poema,
que es anacrónico en la medida en que va contra el tiempo particular que le ha tocado
y al cual, en esa inadecuación fundamental, representa.
El tiempo de Abyssinia no es la actualidad, no es el presente inmediato
toda vez que ese tiempo le es fatal;
tampoco es el pasado,
siempre que lo pretérito no pueda ser percibido como objeto de museo en lugar de huella viviente;
y ni siquiera es el futuro,
como en esa ilusión de porvenir, de adelanto, de presentimiento.
Abyssinia es el sitio de los tiempos superpuestos,
del fluir temporal. Acaso nunca
como la homogénea hora que parece ir de un punto a otro del reloj,
sino como un calidoscopio del suceder,
esa alteridad de los tiempos imaginarios
que el poema lanza en el aire ígneo de su época.
Abyssinia es el escenario del vacío.
Porque así se internó en Abyssinia Rimbaud,
en un desierto en el que desfilaban las caravanas,
que quizás sea, idealmente, el desierto del poema de Darío,
“el vago desierto que forma la página blanca”
donde los signos son
–ensueño y lenguaje–
como los tardos camellos y las figuras errantes en los panoramas.
El vacío como virtualidad, como doble del sentido,
como espacio orientado donde
se disparan trazos fugaces.
El desierto colmado de toda posibilidad
y a la vez cercado en la ilusión del Todo
que en el cero significa lo absoluto.
Abyssinia es la escena del espejismo.
Pero no porque el viajero que se interna en los desiertos calientes
halle en la mirada islas del ansia,
sino porque ese espacio es el privilegio de los espejismos sociales,
es el lugar donde lo social acaece como simulacro,
como el lugar en el que Rimbaud
fue a buscar un sueño de riqueza
para hallar en verdad la amputación y la muerte.
Lo social, como negatividad,
habla en lo poético
y despliega sus visajes,
los espejos que se trizan en la lucha simbólica por nombrar.
Abyssinia es el sitio de lo no intercambiable.
Porque cuando se argumenta que Rimbaud fue allí a hacer negocios,
también hay que afirmar que su realización fue
desastrosa.
“En los negocios –dijo Segalen–
le encuentro un defecto capital:
fracasó”.
En ese defecto, en esa defección de lo intercambiable
se funda la prolongación de lo poético.
Pero no porque lo poético sea ese lugar aurático,
que se cree autónomo respecto de las mercancías y sus altares,
sino porque al recorrer el espacio económico
se define como una excrecencia,
una inutilidad,
una negación del negocio.
Un espacio donde todo trabajo no redunda en ganancia
sino en incesante pérdida,
gasto sin rumbo,
exceso en perpetua resta.
Abyssinia es una zona de delirio.
Porque como para Rimbaud, es aquel lugar al que se parte en el régimen del ensueño
o al que se vuelve como lógica del delirio
A veces es el sucedáneo huérfano del mundo objetivo,
a veces el umbral de una boca de sombra que habla en el más allá,
a veces la radiosa aparición de lo sagrado en el olvido,
en la risa y hasta en la blasfemia.
Pero su lengua, en el seno mismo de lo social,
siempre suena como el delirio de Rimbaud aquel día final,
cuando dictaba en la agonía una carta a su hermana
y le indicaba los lotes de mercancía que debía subir al barco
y esa mercancía pavorosa estaba compuesta de dientes arrancados:
“Un lote: un solo diente
Un lote: dos dientes
Un lote: tres dientes
Un lote: cuatro dientes”.
Porque así establece lo poético su comercio con lo real,
como una alucinación incluso en el temblor lúcido del día,
un delirio que parece más verdadero que lo verdadero.
Abyssinia es la casa del desamparo.
Un sitio como el que Rimbaud atravesó en una parihuela, en el centro del dolor,
tendido en el desierto durante varias horas bajo la lluvia,
sin abrigo y sin posibilidad de moverse.
Un lugar a la intemperie, cargado de borrascas,
que se lleva a menudo el cuerpo en un furioso viaje.
O en esas callejuelas del Harar, entre paredes de barro cocido,
al sol, con olores fétidos y vagas especias en el aire,
donde la belleza, para nombrarla una vez, es injuriada
y esa injuria misma se vuelve su materia verbal,
su razonable desatino.
En el desamparo está la condición de lo poético,
porque ninguna comodidad le está ni estuvo reservada,
y es en ese estado donde se regresa
a la intemperie primitiva de todos los nacimientos,
allí donde toda exterioridad es un peligro
y donde para siempre la necesidad y el deseo
serán la medida del mundo.
2. ASA NISI MASA
En una escena del film Otto e mezzo de Federico Fellini un mago entretiene a los turistas en un hotel internacional donde está el director de cine Guido Anselmi
– especie de alter ego de Fellini, con la cara de Marcello Mastroianni–.
Está junto a su productor, que se enloquece gastando dinero para un film que no llega a realizarse y se dilata.
El mago tiene una partenaire, Maya,
–¿tal vez alguna alusión a Maya, el nombre de lo ilusorio en el budismo?–.
que puede adivinar, con una venda en los ojos, lo que cada uno tiene o piensa cuando el mago abre su mano y lo transmite.
Todo parece falaz, improvisado y trivial.
El mago transmite a Maya lo que se halla en la cartera de una huésped del hotel y lo que otros piensan.
Hasta que ve a Guido.
Se conocen de antes, tal vez del music-hall;
Guido es escéptico y melancólico y vive en la ironía de un tiempo que no reconoce propio.
El mago le pregunta si quiere probar el juego de las adivinaciones.
Le dice que la magia es real:
“No sé cómo sucede, pero sucede”.
Y Guido piensa en algo;
tal vez algo imposible, abstruso, tan personal que no podría adivinarlo nadie.
Acaso quiere tenderle una trampa a esos farsantes. Pero no puede con ellos.
La mujer adivina se ve confundida, pero acaso la magia existe…
Dice que no entiende lo que le transmite esa consciencia, pero lo escribe en el pizarrón. Las palabras son:
ASA NISI MASA
¿Qué es esto? ¿Qué quiere decir?
La escena vuela a un escenario del recuerdo de Guido, que como todo recuerdo infantil está magnificado.
Es un internado de niños, en una granja de altas paredes encaladas, donde está el pequeño Guido.
La gran casona está cuidada por niñeras vestidas de blanco.
Las mujeres son bellas, dulces y cálidas, como grandes madres míticas, que sólo ofrecen amor incondicional.
Bañan a los niños en un tonel que es gigante, porque la mirada es la de un chico y así lo ve todo:
las escaleras son vastas, el espacio es enorme,
las paredes blancas tienen retratos misteriosos,
las sábanas y las toallas son como olas que cubren los cuerpitos tibios y limpios.
Luego de ese baño en una noche de invierno, con una especie de inocencia bautismal, las mujeres llevan a los niños a la cama, que está limpia, profunda y caliente.
Una vieja adorable, especie de ama de llaves y hada madrina a la vez, pero italiana y arrugada y un poco elemental, se la pasa mascullando sobre su vida propia y va a ver si los niños están listos para dormir.
Les dice que no la engañen, que no se hagan los dormidos y allí se ve que los adora, como una abuela ancestral.
Los niños, como alguna vez lo hicimos en ese momento excitante de habitar una breve morada infinita antes del sueño,
se acurrucan y a la vez se divierten,
agitan los pies en el aire, hacen monerías, se tiran pedos con la boca:
es la última hora del juego en la que el mundo todavía es un paraíso protegido y dichoso y hay una ansiedad del placer más absoluto.
En esa hora el dolor del mundo no ha llegado, ni las pesadillas de la historia, ni la muerte, y se sienten eternos, a salvo, aunque ni siquiera lo sepan.
Se apagan las velas, el viento sopla, los cuadros se llenan de sombras.
Los niños se quedan solos mientras los adultos se retiran.
Y en la oscuridad una niña le habla a Guido señalando el retrato del Tío Agostino, que está en el cuarto:
le dice que no se duerma,
que es la noche en la que los ojos del retrato se mueven,
que no tenga miedo y se quede quieto,
porque el Tío Agostino va a mirar hacia el rincón de la habitación donde se encuentra un tesoro
y que serán ricos
y por eso tiene que recordar las palabras mágicas para que eso pase.
Como las de los cuentos.
“¿Te acordás cuáles son esas palabras, Guido?” le pregunta la nena.
Lo dice:
“Asa Nisi Masa
Asa Nisi Masa
Asa Nisi Masa”.
El viento sigue soplando, las paredes blancas se vuelven sombrías, una paz de otro mundo invade la estancia,
y poco a poco el fuego del hogar va creando los rescoldos antes de apagarse también.
La palabra oculta en el juego de la jeringonza
que repite la sílaba con la letra S (Asa-NIsi-MAsa) es:
ÁNIMA
Alma, el doble femenino, la alteridad del mundo.
Eso es también la poesía:
un conjuro hermético para recuperar el paraíso, acaso bajo la forma de la propia infancia olvidada
–que también ha sido la hora interminable de la lectura, de los cuentos donde algo extraviado se busca–,
o de las filiaciones familiares –el total amor de los hijos–
o de los ancestros –descendencias, lengua materna, voz y ley del padre–;
la incesante metamorfosis del deseo –y las historias parciales del amor–;
una morada de sagrada incandescencia;
la ilusión de un orden mágico como irrupción en la doxa;
la potencia de lo imaginario constituyente del mundo, ejercida por un hacedor, o un narrador;
la conversación y la risa de la amistad –“fidelidad, constancia, resistencia, acaso perennidad”–;
toda pasión que desgarra y alienta aun en el recuerdo o en el escepticismo;
la presencia de las materias, nombradas –tesoros prometidos en una utopía de lo no intercambiable–;
la Imagen, en el Ritmo;
eso que dice “yo” en un babélico rumor impersonal, blanco,
o como glosolalia,
ecolalia,
hablar en lenguas,
o como el habla testamentaria de un muerto;
el espacio del entresueño donde resuena desplazada la pesadilla de la historia
–Póiesis en la Polis–,
como esos retratos que gravitan, que cruzan miradas múltiples y conforman una trama social;
eso que magnetiza el habla y se dice y se inscribe y obliga a preguntarse
¿qué es esto?
¿qué quiere decir?,
tal como
“la poesía es un caracol nocturno en un rectángulo de agua”.
La he frecuentado toda mi vida para hacerla en secreto o inventar fábulas críticas para relatarla
–y escribir en ellas una morosa y elusiva autobiografía–,
para nombrar de nuevo su extranjera lengua en el lenguaje natal y en el tiempo donde se cruzan, en virtuales anacronismos, el presente, la época y la vida anterior:
ASA NISI MASA
ASA NISI MASA
ASA NISI MASA
3. ALTERIDAD
Los poetas hablan como extranjeros,
hablan como los expulsados de la República,
como los outsiders, como los utopistas del vacío.
Y eso no los aleja de sus semejantes, ni siquiera de los marginados.
El poeta, decía Rimbaud en los días de la Comuna, debe “encrapularse”,
y la Crapule eran las mujeres y los hombres del pueblo
que marchaban contra los reyes, que alzaban gritos libertarios
como en el poema “Le forgeron” (“El herrero”),
cuando le muestran por la ventana al rey Luis XVI,
que será guillotinado en 1793,
el pueblo amenazante y le dicen:
“Es la Crápula, Señor.
Babea en los muros, crece, pulula…”
¿Qué es esta lengua de la poesía en esta tierra,
qué es esta incesante recreación y estas libertades y estas derrotas,
qué es este ávido tesoro de heterogéneos dones,
de presencia y diferencia,
de mixtura y babelismo,
de espera y repetida fundación?
¿No nos preguntamos desde el comienzo por qué somos
esta apoteosis de lo disyuntivo,
esta indecidible identidad que dice como decía César Vallejo,
“A lo mejor soy otro”?
¿Nombramos como Vallejo una inmensa visibilidad que fabulamos
o una imago en la cual se vive
y en ellas proyectamos una futuridad que sin embargo no existe
porque, dice el poeta, acaso más allá no hay nada
y sólo hay, entonces, este ahora,
esta presencia del presente?
“A lo mejor soy otro; andando al alba, otro que marcha
en torno a un disco largo, a un disco elástico: mortal, figurativo, audaz diafragma.
A lo mejor, recuerdo al esperar, anoto mármoles
donde índice escarlata, y donde catre de bronce
un zorro ausente, espurio enojadísimo.
A lo mejor, hombre al fin,
las espaldas ungidas de añil misericordia,
a lo mejor, me digo, más allá no hay nada”
¿Cómo entonces vivir el presente de lo heterogéneo
y la espléndida religación
y cómo no sentir para decirlo una lengua herida de alteridad?
¿Y no será esta lengua como el zumbayllu de Arguedas,
el trompo zumbador?
¿Esta lengua no será, como dice Arguedas del zumbayllu,
en verdad winku, es decir, deforme sin dejar de ser redondo,
y layk’a, es decir, brujo, porque era rojizo
y con muchos colores difusos
y cambiaba de voz y de colores
como si estuviera hecho de agua?
Y el zumbayllu, el trompo lanzado,
inscribe sus signos en la tierra con su púa
y a la vez, zumba, canta, vibra,
y llega a todas partes
porque para él no hay distancia, el zumbayllu
canta al oído de quien espera y de quien resiste.
Lengua-zumbayllu.
“Tenochtitlán no existe” –escribió José Martí ante las ruinas mexicanas en 1888–
“Tenochtitlán no existe.
No existe Tulán, la ciudad de la gran Feria.
No existe Texcoco, el pueblo de los palacios.
Los indios de ahora, al pasar por delante de las ruinas, bajan la cabeza,
mueven los labios como si dijesen algo, y mientras las ruinas no les quedan atrás,
no se ponen el sombrero. De ese lado de México,
donde vivieron todos esos pueblos de una misma lengua y familia
que se fueron ganando el poder por todo el centro de la costa del Pacífico
en que estaban los nahuatles,
no quedó después de la conquista una ciudad entera,
ni un pueblo entero”.
México-Tenochtitlán fundada en un islote en medio de lagos,
cuyo terreno se iba ganando mediante calzadas que comunicaban con otras ciudades:
por el norte con Tlatelolco,
por el sur con Itzapalapa,
por el oeste con Tacoplán,
por el este con Tetzcoco.
Y la gran plaza de Tlatelolco era el mercado
y Bernal Díaz del Castillo decía que ni en Constantinopla ni en Roma
había plaza tan compasada y con tanto concierto
y tamaña y llena de tanta gente.
Y en 1528 un poeta nauhatl sobreviviente de la caída de Tenochtitlán en 1521,
dijo en un cantar triste:
“En los caminos yacen dardos rotos,
los cabellos están esparcidos.
Destechadas están las casas,
enrojecidos tienen sus muros.
Gusanos pululan por calles y plazas,
y en las paredes están salpicados los sesos.
Rojas están las aguas, están como teñidas,
y cuando las bebimos,
es como si bebiéramos agua de salitre.
Golpeábamos en tanto los muros de adobe
y era nuestra herencia una red de agujeros”.
Cuando Martí escribe que Tenochtitlán no existe,
se oye el continuo rumor de una lluvia de sangre
sobre un lugar vacío.
Era ese mismo lugar en el que Alfonso Reyes, en Visión de Anáhuac,
todavía escuchaba las voces,
las lenguas de aguamiel:
“Las conversaciones se animan sin gritería:
finos oídos tiene la raza,
y, a veces, se habla en secreto.
Óyense unos dulces chasquidos;
fluyen las vocales, y las consonantes tienden a licuarse.
La charla es una canturía gustosa.
Esas xés, esas tlés, esas chés
que tanto nos alarman escritas,
escurren de los labios del indio con una suavidad de aguamiel”.
Así se abre el territorio en la disyunción
de la utopía y la contrautopía,
de la conquista a la independencia:
nada comenzaba en 1492,
era en cambio el resultado enteramente nuevo de lo absolutamente previo.
Nuestro continente no era el Nuevo Mundo:
cuando Colón llega a la isla de Guanahaní
es el mundo conocido el que se vuelve Nuevo.
No fue un comienzo, fue una épica de la alteridad.
Y así en ese hiato de utopía y violencia,
en ese verdadero quiebre epistemológico para Occidente alzado
sobre un fondo de muerte,
como rezaba el canto triste,
edificamos la pregunta.
¿Por qué somos
esta apoteosis de lo disyuntivo?
La pregunta que se dice en esta lengua llena de agujeros.
José Emilio Pacheco volvió a escribir ese poema
cuando reescribió el cantar triste de aquel sobreviviente,
sobre otra matanza en Tlatelolco en 1968,
la matanza cuya irracionalidad de superficie
no puede ocultar una ratio de dominio.
Una lengua de otros constituida en la extranjería de lo propio,
una lengua soterrada en el aire,
el aliento manchado de todas las sangres,
el decir de las víctimas de la espera.
Y si para los conquistadores éramos el territorio invisible,
Lezama Lima nos enseñó que poblar,
transformar toda extensión en era imaginaria
es una riqueza.
“Pachacámac es un dios invisible
que a través de la naturaleza y el hombre
adquiere su visibilidad.
En ninguna cultura como la incaica
la fabulación adquirió tal fuerza de realidad”.
Por eso todavía nos preguntamos sobre la lengua para decir
nos.
Una lengua de invención y la invención de la lengua,
una utopía inventiva herida por una violencia primordial y repetida.
La lengua de la poesía dice nuestra interminable diferencia,
y dice que no hay unidad posible,
no hay conciliación, sobre todo en el espacio global de los dominios:
la amenaza que adquiere en la historia diversos rostros y dimensiones,
la amenaza monológica que se denominó de muchas maneras:
invasora,
colonialista,
neocolonialista,
imperialista,
hegemonizante,
dominante,
centralizadora,
globalizadora.
A la unificación respondemos con la diferencia,
con la pluralidad,
con la diversidad,
incluso con las minorías dispersas en las mayorías.
Esa lengua que habla la poesía fue elevada alguna vez
sobre las otras voces desplazadas, sepultadas, desmembradas.
La poesía habla en esa memoria
donde la lengua misma que nos dice
es una red de agujeros
como en el poema del sobreviviente nahuatl.
Así se alza la lengua en la alteridad,
en la ajenidad,
la lengua como una casa hecha de barro y llena de agujeros,
la lengua como el órgano cortado de la dicción,
una lengua soterrada en el aire.
La poesía habla una lengua que surgió en nuestro continente
de una violencia primordial y repetida.
Por ello esta lengua que hablamos
–las lenguas originarias y el español y el portugués y las lenguas de los inmigrantes;
las lenguas de los conquistadores y las lenguas de las víctimas de la conquista;
las lenguas de los libertadores y de los sumergidos–
no es una unidad, sino un desgarramiento,
una multiplicidad,
una desterritorio de voces superpuestas,
una extranjería ecoica,
una radical heterotopía.
Y allí en esas heridas,
en esos huecos,
en esos hiatos
es el lugar donde la poesía
habla.
Porque la poesía es aluvial y nunca monologa
y es atravesada por una interminable diferencia,
como esa lengua del poema Galaxias,
del poeta de Brasil Haroldo de Campos,
la lengua que es “residuo de drenaje”,
que “es agua de colada”,
que es “mar de los sargazos”,
la lengua que es palimpsesto
de todos los posibles excesos de lenguaje,
lo que fermenta en el más profundo fondo
del “piélago-lenguaje”
porque la poesía nombra
en lo más profundo y esencial de la lengua materna
y en cada una de sus manifestaciones para hacerla otra, extraña,
y no hay espejo mejor que aquella lengua hablada en la poesía.
Pero también podríamos decir que la poesía nos traspasa
como si estuviéramos en el otro lado de la lengua,
como si la lengua hablara de otro modo,
o, mejor dicho, nos hablara de otro modo,
como si aquello inadecuado,
aquello que nos vuelve extraños y ajenos
en el seno mismo de lo familiar,
aquello que se nombra con esa palabra alemana Unheimlich,
que se tradujo como lo ominoso o lo siniestro,
pero que es la negación de lo Heimlich,
que es eso que nos hace sentir en el hogar,
en el terruño,
en lo habitual, en lo familiar, en lo propio.
La poesía con la lengua que nos es familiar,
con la lengua hablada en el terruño,
puede manifestar lo extraño,
lo inaudito,
lo irreductible,
lo inesperado,
aquello que habla de otro modo.
Y a veces en el ritmo de la poesía,
en la voz de la poesía que ensayan los poetas,
todo suena como una lengua extranjera,
y hasta suena como una lengua que no existe,
una lengua inventada por los poetas
o acaso una lengua inventada por poetas inventados,
como los poetas apócrifos de Antonio Machado,
que se llamaban Abel Martín o Juan de Mairena.
O los poetas heterónimos de Fernando Pessoa,
que escribía como amanuense de otros poetas
que estaban adentro de él mismo y se llamaban
Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis o Bernardo Soares.
Los fundadores de la poesía latinoamericana,
Darío, Huidobro, Vallejo, Girondo,
parecían de pronto escribir en otra lengua.
Por eso cuando Rubén Darío renueva la poesía en lengua española
había revolucionado su ritmo
y sus poemas sonaban como escritos en una lengua ajena,
lo acusaban de galicismo mental mientras escribía
“yo persigo una forma que no encuentra mi estilo”.
Por eso en su libro Trilce
César Vallejo escribe como si la lengua
acabara de inventarse,
versos incesantemente extraños
donde leemos esas frase nuevas de significado incierto:
“Alfan alfiles a adherirse
a las junturas, al fondo, a los testuces,
al sobrelecho de los numeradores a pie.
Alfiles y cadillos de lupinas parvas”;
por eso Vicente Huidobro
llegaba a esa lengua de Altazor
que había transpuesto su propio límite
para significar lo que nadie hasta entonces había oído:
“Jaurinario ururayú
Montañendo oraranía
Arorasía ululacente Semperiva
ivarisa tarirá”.
Por eso Oliverio Girondo hacía estallar cada vocablo
como si astillara su sentido en otro y otro signo abierto
en abismo medular, en la másmédula:
“Mi Lu
mi lubidulia
mi golocidalove
mi lu tan luz tan tu que me enlucielabisma
mi descentratelura
y venusafrodea
y me nirvana el suyo la crucis los desalmes
con sus melimeleos
sus eropsiquisedas sus decúbitos lianas y dermiferios limbos gormullos;
Darío, Vallejo, Huidobro, Girondo, Haroldo de Campos,
fundadores de la poesía latinoamericana,
nombran esa lengua constelada,
ritmada,
extranjera de sí misma para suturar aquella red de agujeros.
La alteridad suprema donde la lengua que somos
alcanza su grandeza en esa
precaria
voluntad
acérrima
que la sostiene.
La poesía es lo otro del mundo.