En el marco del dossier, Modelo para armar: 62 voces de la poesía argentina actual, con selección e introducción de Marisa Martínez Pérsico, presentamos al poeta Miguel Gaya. Escritor. Abogado egresado de la Universidad de Buenos Aires. Socio Fundador y Secretario de Centro PEN Argentina. Ha publicado ocho libros de poesía: La vida secreta de los escarabajos de la playa (1982), Levanta contra el viento la cabeza oscura (1983), Colección Robin Hood (1994), Siluetas en la corriente del río (2000); y en Ediciones en Danza: Los Poetas Salvajes (2003), Lo efímero y otros poemas inestables (2009), El alma y otros lugares (2012) y Cabeza de Artista (2016). Sus novelas: Contemplar ese animal sangriento (Editorial Bruguera, Ediciones B, España 2008), finalista del Premio Biblioteca Nacional 2006. Y las novelas policiales Una pequeña conspiración (2012), finalista Premio Novela Negra 2011 y Resurrección de un comisario (2016, secuela de la anterior), ambas en Editorial Nuevo Extremo, Buenos Aires. Ha sido traducido e integra varias antologías nacionales y extranjeras. Ha publicado poemas y notas en los diarios Clarín, Página 12, Diario de Poesía, diversas revistas y otros medios del país y el extranjero.
Fernando Pessoa se lamenta por sus heterónimos
Todo se lo llevaron.
Mis mejores ropas, mis modales, las palabras
del manantial secreto. Esa mañana que no le he ofrecido a nadie
uno de ellos la arrojó al mundo, a las bestias
y los periódicos.
¡Mi secreto de dandy! ¡Mis ridículas poses
ante el espejo!
Mis inexistentes
cartas de amor.
Por donde avanzo, ellos se han adelantado
quemando la hierba, convocando a las gentes
con artificios de circo y de matones.
Llego cuando la estación de trenes está vacía,
los brindis acabaron
y el último camarero me mira a través de la puerta,
descortés y hastiado. Adiós, me señala con la mano,
ya no abrimos hoy.
Cada uno de ellos a cada uno de los cuatro vientos y confines.
Adiós, me dicen también, no te recuerdo.
Entraron a saco en mí, me dejaron
como un espantapájaros. Seco. Viejo.
He vivido la vida que más horror me dio. Me afané
por las calles de Lisboa y no conocí
otras. Cada adoquín fue granito, cada fachada una máscara,
cada máscara,
espejo.
Así he sido, así fui,
y ellos huyeron al galope
con sus otras vidas a la grupa.
Ahora me siento ante el baúl y voy extrayendo sus rostros.
Me detengo en la engañosa honradez de la frente de uno,
en el gesto sereno de un pedante de provincia,
el ojo estrábico de uno que yo me sé.
Todos existen y yo
desaparezco.
La sombra, al fin, ha sido mi cosecha.
Estamos hablando de Ezra Pound
una cara de la moneda
está abierta a los vientos, la otra
es abrasada por el sol. en cualquier caso
esas caras cambian
y la pregunta es
si la moneda cambia o
si las caras de las monedas son
la moneda, erosionada. o
si la moneda existe
sin la corrosión del tiempo.
esto es lo que yo llamo
las preguntas pertinentes
de la
economía de la política.
cuando a Ezra Pound lo encerraron en una jaula
y lo exhibieron para regocijo y espanto
de las almas buenas
el problema de la corrosión del tiempo en nuestras caras
se puso en evidencia.
¿podía un anciano caballero cargar con nuestras culpas o
ese anciano nos daba la certeza
de haber expiado alguna?
así, el viejo anatema de expulsar a los poetas
lejos de la ciudad
se ha resuelto
para alegría y piedad de las almas buenas:
dejad que gocen y retocen en los parques porque
a prudente distancia tenemos
nuestras jaulas.
Pero
a prudente distancia
nuestras monedas
exhiben
cara al sol
y cara al tiempo
sus rugosidades.
Coyoacán
Rosa Luxemburgo habla. Y Andrés Nin,
y Trotsky. La calle ha muerto, su empedrado
se moja con la lluvia. Mi corazón ha muerto
mojado por la lluvia. Adiós, se dicen.
Los ladridos de los perros a la luna
no encuentran a la luna. Las orillas del río
no saben del río y es de noche. Acaso
la niebla tampoco sepa de la niebla.
Las voces me llevan como si fuera
en andas o ligero. Sin equipaje,
sin deudas, sin pasaje y sin saber.
Rosa Luxemburgo habla y la noche sigue
con sus sombras, sus banderas, con Trotsky
y Andrés Nin y su sangre por la tierra.
Lo efímero
Durante nuestra niñez los balnearios
donde pasábamos los veranos eran
azotados por tormentas
y ráfagas de vientos enfurecidos.
Nuestros padres permanecían ausentes
o absortos en las tropelías de un gobierno lejano.
También los abuelos padecían enfermedades terribles
o habían sido muertos por racimos
en guerras europeas.
Y nosotros trotábamos a veces en un sol deslumbrante.
Nuestro lugar era precario,
nuestro tiempo, enorme,
y podíamos correr por horas
en el lugar exacto
donde el mundo caía.
Aún así, nuestro ánimo
no flaqueaba
y en medio de médanos inhóspitos
o a merced de las olas
reíamos y chillábamos
como gaviotas maltratadas
por el vendaval.
Éramos feos.
Éramos tenaces.
Flacos y secos y oscuros
como palos
y no supimos hasta mucho más tarde
que conocíamos
la cara salvaje
de una cierta felicidad.
El mar
Lo que trae el mar
parece estar
todo acabado,
todo roto,
irreconocible
o que da cuentas
de un mundo a pedazos,
molido por una fuerza
insensata.
Si acaso hay suerte
vendrá entre despojos
un caracol pequeño
y delicado
o alguna otra cosa de inexplicable belleza
abandonados por capricho
entre algas marchitas
y mejillones.
Hay que estar atento a esas señales
que hablan
al menos para nosotros
de algo de lo que pasa
en lo inmenso.