Por el sendero en la hierba, de Alfredo Soto Guillén

Presentamos dos poemas del poeta y traductor Alfredo Soto Guillén (Mazatlán, 1992) que pertenecen a su primer libro, Por el sendero en la hierba, que recientemente publicó el Instituto Sinaloense de Cultura. Alfredo Soto Guillén fue becario del programa Los signos en rotación del Festival Interfaz que organiza el ISSSTE. Sus poemas han aparecido en diversas publicaciones.

 

 

 

La danza del cisne

 

Tú sostienes la copa del día

y yo vierto la botella blanca.

Entonces vengo a decirte qué noche, qué balcón, qué luna

y despierta en la danza de mordidas calientes.

Por el tallo desciende de la rosa su saliva sedienta.

 

Pero tú fundas ruinas como sembrando lirios

y yo restauro la roca molida.

Entonces vengo a decirte que mañana despierto,

que mañana, que mañana,

y el tiempo es una jaula.

 

El hierro golpeo con fuerza en los barrotes,

el hierro de engarzados minutos.

Qué noche, qué balcón, qué luna,

qué luna mordida entre las sienes,

qué luna derretida en la cuchara,

qué luna en la sangre, en la nuca mordiendo,

en la cama, en la sábana,

en la nube volcada en la noche,

en la sombra a la sombra lanzada,

arrugada en el suelo.

 

Y la tierra nos cubre de brazos,

nos ama la tierra;

en el abrazo nos cubre de pasto junto al río.

 

Pero yo soy el león peregrino

y tú eres la danza del cisne.

Y la raíz de mi mano se enreda a la tuya,

la raíz de la noche y de la luna

en el montículo verde, en el perfume de hierba,

de tierra, de rocío; perfume que recuerdo pronuncias

con el vaivén de tu cuerpo

y dejas en el balcón de la noche

perfumada y profunda, en la bufanda

lanzada impregnada y dormida.

 

 

 

La hija del carpintero Zimmer

 

Con la altura de una mujer dormida y en ropa de noche

un estampado de rosa tardía como la hora

en que ha de ser mirada

desde el extremo inferior de este poema.

Recostada rendida

por el afán de soportar la carga

de malsufrir la convivencia

con esta cabeza que deambula en los rincones oscuros de la noche

y pierde la mirada a la mitad del verso inconcluso de su recitación

en la ventana, los puentes afuera, las calles, los sonámbulos.

Soporta el clima que le fija a su figura de rosa

la rosa transpirada de la tela y la casa,

áspera la voz y el sueño. Soporta el diminuto traqueteo

del rugido sollozado en la ventana mientras la noche avanza.

Soporta la respiración y el cuerpo de tenerme a su lado

humaresido, en los ojos que la tienen presente

aunque no la miren de momento.

Digo yo que es ella la hija del carpintero Zimmer,

la que cuidó del poeta, por imprevista en el tiempo justo ahora

y perfecta para la ocasión en que pienso

que he de recuperar la vista

para perderla otra vez sobre sus formas.

Entones borro todo de mi mente

y me voy junto a ella a Tübingen de 1838.

Entonces, desde otra ventana ahora, la contemplo.

La contemplo anidando sobre un puente

la contemplo, oteo, miro, vislumbro;

agoto todas las maneras de los ojos.

Entonces la decanto, verso, proso, ensayo;

agoto todas las maneras de la forma,

y me la llevo a los viajes de la mente

mientras del brazo paseamos por el huerto de Conz, 

cuidadosos de no incidir en el paseo de los otros.

Cuidando el sueño lúcido del viaje

para ahuyentar la precisión, la sensación

bajo mi brazo de su brazo y enterarme

de que su cuerpo de rosa tardía se deshoja

un poco y se dobla un poco en los márgenes

y se pierden algunas costuras del encuadernado

o se han borrado algunos versos.

 

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