En 2017, el INBA celebró en la Sala Ponce los 70 años de José Vicente Anaya. Publicamos aquí, con algunas modificaciones, el texto que leyó Alí Calderón.
Sobre José Vicente Anaya
José Vicente Anaya me contó una vez que su abuelo materno era tarahumara y que había sido guerrillero con Pancho Villa. Sobre él se canta incluso un corrido donde se destaca su personalidad bronca, libre y de proscrito. “Soy un pobre forastero / que he venido a comerciar / si quieres saber mi nombre / yo me llamo Jesús Leal”. Eso me ayudó a entender mejor su carácter: crítico, libertario, en continuo movimiento, en el curso del cambio.
Me acuerdo particularmente de otra historia que nos contó alguna vez en el Seminario-Taller que impartía en Puebla hacia 2002. Eran los setenta y Anaya trabajaba en la edición de la revista de Seguros Bancomer. Hacía parte del llamado infrarrealismo aunque después, precisamente por su carácter de disidente, se haya querido negar su participación. Un viernes organizó una fiesta en su departamento. Llegaron los infras. En algún momento, uno de ellos (¿Mario Santiago, Rubén Medina?) defecó junto a una maceta. Creo que ahí se marcó una suerte de separación definitiva del grupo. Luego, durante cuatro años, con tres mudas de ropa y una mochila, al modo de los poetas beat, recorrió México y Estados Unidos. Fruto de aquellas experiencias son los poemas de su trilogía Híkuri-Peregrino-Paria. En Peregrino escribió:
Velocidad / / / en la carretera / / /
de noche
por el desierto de Mexicali ///.
A 160 kilómetros por hora
las luces eléctricas pasan en segundos,
se quedan atrás,
y el tiempo las apaga
(igual que apaga los cuerpos
de los muertos).
En 1978, estando en la Sierra Tarahumara, José Vicente Anaya escribió el libro más recordado de su obra, Híkuri, que finalmente publicaría la Universidad Autónoma de Puebla en 1987. Este largo poema, explica su autor, no fue resultado, exclusivamente, de la ingesta de peyote sino, más bien, de una búsqueda espiritual. El poema se impuso en una suerte de dictado o de embriaguez. Se trataba de la urgencia interior que Mark Strand solía identificar con la poesía genuinamente lírica. El poeta polaco Adam Zagajewski, en su defensa del estilo alto y el fervor, ha dicho que el poema es “uno de los vehículos más importantes que nos transportan hacían arriba”. Híkuri logra esa ascensión, ese tensar la lengua que es la poesía.
Mi madre es quien se levanta a despertar al mundo /
con sus ruidos de trastos toca la batería para Charlie
Parker / Desaparecen las alas de mi espalda que
me hacían volar sobre los basureros /
donde juego de día / y sólo miro la cara triste
de mi padre, queriendo recordarse /
Está oscuro / Esto sucede en el cuarto donde duermo,
Que es la casa de todos / mi madre
mete unos panes en la cajita que se llevará su esposo /
mañana le quitaré esa comida tosca, y en su lugar
le pondré unas margaritas
que me puedo robar del cementerio /
!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
Pero contrario a lo que pudiera pensarse, la eficacia del discurso de Anaya en el libro no es la fuerza de gravitación en torno a un sujeto lírico romántico, dueño de la escena, sino, más bien, el espacio de incertidumbre e inseguridad que construye en la paradoja, en el oxímoron, en la contradicción.
ESTOY RASGANDO LAS ESFERAS
QUE CIRCUNDAN MI ESPACIO / Mi circunstancia
Es Otra / Seré sí / Seré no /
He sido el mismo nunca y convulsiono
cargando pesados mazos
para romperme los candados / el único
infinito verdadero es el presente
El yo del que da cuenta Anaya es un yo sin coordenadas. Según Mario Calderón, “Híkuri es la crónica poética de un estado de alucinación donde el hombre penetra a un territorio propio, más allá de las formalidades físicas del tiempo y el espacio”. En este libro y, en general, en la poesía de Anaya, asistimos a la puesta en escena de un lirismo otro, sin asidero.
Pero ahora mismo hay una pregunta que me ronda. ¿Qué le aportó Anaya a la poesía mexicana? Su poesía esta animada por la voluntad de lo distinto. No lo digo como slogan manido de una poética que pretende ser experimental. Fue diferente en un momento en que la uniformidad imperaba. “Qué fácil sería hacer una poesía de imágenes”, se le escuchaba decir en aquel tiempo. Su ética era la búsqueda: “ir hacia lo desconocido, que es también una fascinación por atreverse a atreverse”. Se quejó muchas veces porque hubo gente que dijo que lo suyo no era poesía. En él se cumplió aquello de que el poema se escribe para otro tiempo. Sus poemas tuvieron la apertura hacia el futuro que no han encontrado precisamente aquellos que le cerraron la puerta y lo bloquearon. Supo construir un público fidelísimo desde abajo. Lectores y no clientelas. Interlocutores “orgánicos” de su obra. Como traductor, continuó lo iniciado por El corno emplumado. A través de Los poetas que cayeron del cielo, una gran cantidad de personas nos acercamos no sólo a la poesía de los beatniks, sino a la poesía. Sus talleres, a lo largo del país, le otorgaron un sitio de primera línea como formador de nuevos poetas y nuevos lectores. Fue una especie de apostolado en el que contagió la fe por la poesía. Fue esta fe la que le hizo llevar adelante el proyecto de Alforja, una revista que testimonia el cambio de siglo y el cambio de época en la poesía mexicana. No exagero al decir que sus páginas ayudaron a moldear la sensibilidad de una generación.
Anaya fue un rebelde. Renegó de las instituciones de cultura y del stablishment literario. Pienso que su crítica de Octavio Paz, y de las otrora “viudas de Paz”, nos permitió leer al Premio Nobel de otro modo. Básicamente, entendimos que Paz no es patrimonio de una élite que siempre se ha sentido dueña de la poesía mexicana. Nos enseñó con el ejemplo que es necesario construir otros espacios, otras tradiciones y que, de lo que se trata, es de romper, modificar, el sistema de cosas. No hay una poesía mexicana, hay muchas poesías mexicanas y defender esta diversidad, aún en contra del “hacer comunidad”, es prioritario.
Quiero destacar la generosidad de José Vicente Anaya. Ese es el rasgo que lo ha distinguido siempre. Llegaba al taller y nos regalaba libros y revistas. Había pensado en cada uno de nosotros. Compartió sus ideas, sus asombros, sus indignaciones y nunca fue dogmático o impositivo. Nos ayudó cuando nos pudo ayudar. Nos enseñó, en sus actitudes, la importancia del valor, de la crítica y de la dignidad. Y me vienen a la mente, de pronto, las palabras que el guerrillero villista Jesús Leal dice a su perseguidor en aquel corrido:
“si usted carga sus cartuchos / yo también cargo los míos”