Poesía española: Martín López-Vega

Leemos poesía española. Nos acercamos a algunos textos de Martín López-Vega (Po de Llanes, Asturias, 1975). Es autor del poema largo Extracción de la piedra de la cordura (DVD, 2006) y de los libros de poemas Travesías (Renacimiento, 1997), La emboscada (DVD, 1999), Mácula (DVD, 2002), Elegías romanas (La Veleta, 2004), Gajos (Pre-Textos, 2007) y Adulto extranjero (DVD, 2010, segunda edición 2011), al que pertenecen los poemas que aquí presentamos. Otros títulos suyos son Retrovisor. Poemas elegidos 1992-2012 (Papeles Mínimos, Madrid, 2013), La eterna cualquiercosa (Pre-Textos, Valencia, 2014), Gótico cantábrico (La Bella Varsovia, Madrid, 2017). Ha sido periodista, librero y editor. Ha traducido al castellano libros de autores portugueses (Almeida Garrett, Eugénio de Andrade, Jorge de Sena, valter hugo mãe…), brasileños (Lêdo Ivo), italianos (Salvatore Settis, Manlio Sgalambro, Giuseppe Cesare Abba…), franceses (Claude Roy) y norteamericanos (Charles Simic), etc. Esta selección de textos fue de Javier Vicedo.

 

 

 

 

 

ALFAMA

 

Há um rio
ou um barco no rio
onde a luz é intensa
e de tanta luz nos olhos e água
com rigor se não sabe
se o barco vai vazio.

daniel maia-pinto rodrigues

 

 

Aquellos días deberían haber servido
para ponerme en orden: me sentía más que nunca
de estilo de vida, demasiado solo,
sin alternativa a una vida que ya no me pertenecía.
Cada mañana me preguntaba: ¿esto era
lo que querías? Y me respondía: pues sí,
y con el mismo gesto de estupor me quedaba
ya todo el día. Me sentía como un san Francisco
que un ángel me lanzase desde el cielo
por pura diversión,
como en una tabla del Renacimiento.
Hacía tiempo que debería haber oído
sonar las alarmas, pero ¿quién hace caso ya
a las alarmas?
                        Alquilé una casa
en la rua da Oliveirinha. Las mañanas que había
mercado subía hasta Ladra: a menudo llovía,
pero nadie vendía paraguas.
Si siempre supiera lo que busco,
nunca encontraría nada verdaderamente.
Una vez me tropecé a Georges Braque
con la misma pinta que tenía en 1952.
Me dijo: Nunca tendremos reposo:
el presente es perpetuo. Se vino conmigo al Chiado.
Antes estuvimos un rato jugando
con el Aparelho Metafísico de Meditação
de António Pedro. ¡Grande António!
Nos reímos mucho, y luego nos fuimos de librerías.
El fatalismo no es, como creemos, un estado pasivo,
decía Braque. El cuerpo me dolía a ratos de la misma
forma que la vida, como una postura incómoda.
En la Rua Nova da Trindade nos encontramos,
como en uno de los sueños de sus poemas, con Claude Roy.
Nos fuimos a tomar una cerveza al Adamastor.
Hablamos de Chejov y de Ortega.
Claude decía, usando un portugués perfecto: Somos
personas muy bien informadas. No sé si tendremos
el hábito detestable de recibir noticias de la vida,
en lugar de vivirla. Comimos arroz de bacalhau
en una tasca del Bairro Alto.

Hay ciudades en las que siempre es hora punta
de fantasmas: allí estaban Nathalie y Rosinda
en las Docas, hablando de cosas que habían ocurrido
hacía muchos años. Estábamos traduciendo
a Jorge de Sena en el mirador de São Pedro de Alcántara,
estábamos comiendo ostras antes de salir
corriendo hacia el hotel, estamos en la cama
y te digo que no quiero volver a verte nunca más.
Recuerdo más cosas, desde luego,
pero esto es lo que llega ahora,
como el olor que nos sorprende en la calle
y nos devuelve un rostro, otro paisaje, más vida.

Algunas veces quedaba con mujeres a través
de una página web de contactos: hay soledades
iguales a la nuestra en todos los lugares del mundo.
Cenábamos en sitios fixe y luego follábamos
sin mucho entusiasmo, compulsivamente.
A una de ellas, sin embargo,
me hubiera gustado conocerla más: naturalmente,
no se lo dije. A cambio me llevó al Oceanario.
Allí es fácil ver metáforas de uno mismo,
hermanarse con las medusas,
con los minúsculos peces luminosos.
No me turbaron ellos, sin embargo, ni pensar
en quien pensé al oír el canto de los pájaros tropicales,
ni siquiera ver dirigirse hacia mí los dientes del tiburón
—ese acercamiento lo siento desde hace tiempo,
lo he dicho ya; fue otro pez, enorme, lento, torpe,
fue sentir cómo giraba su ojo para mirarme
cada vez que pasaba a mi lado; él era yo allí,
si es que en todas partes tiene que haber alguien,
algo o algo-vivo que se nos parezca. Rita se dio cuenta,
me preguntó que si me encontraba bien. ¿Cómo
me voy a encontrar bien —debería haberle dicho—
si me paso la vida en un acuario en el que no hay nadie
igual a mí, en el que soy el más torpe,
el más feo, el único que no inspira temor ni afecto?
En cambio dije: tudo bem,
como a buen seguro hubiera dicho
mi amigo el pez cuyo nombre ignoro.

Juliana de Norwich rogaba al cielo tres cosas:
contemplar la Pasión, una enfermedad corporal
y recibir tres heridas como don de Dios.
No deberían extrañarnos tales peticiones:
de nosotros sabemos apenas
aquello que ha sido puesto a prueba
y nunca sabemos bastante de nosotros mismos.
Te preparas para un dolor
pero siempre es otro distinto el que llega.
Aunque nosotros prefiramos contemplar
otra Pasión, y las heridas las busquemos
en lugares más cotidianos. Pienso en ese discípulo
de Leonardo (Boltraffio o De Predis,
no está muy claro) que pintó al Salvador
como si fuera una hermosa muchacha florentina,
tan turbadoramente bello como la más deseable
muchacha de Ghirlandaio.
                                           Quizás
quería pedirle tres heridas, también.

Para evitar tomar decisiones hacía turismo.
En el Museu da Marinha pasé una media hora
ante la imagen del arcángel San Rafael que naufragó
en el primer viaje de Vasco da Gama a las Indias.
Rescatado de la mar océana ahí estaba, magullado,
roto, con esa extraña postura de quien busca el equilibrio
a bordo en un mar movido, agujereado
me miraba diciendo: lo mío sí que fue un naufragio,
, y aquí estoy. Un día se me metió algo en el ojo
y no conseguí sacármelo en todo el día,
era como ver por todas partes cuadros de Vieira da Silva.
Cuando pensaba que se me acababa el tiempo y debía
decidir algo, iba a ver un pequeño almendro en flor
escondido en la rua Damasceno Monteiro.
En el Pois Café pasaba las horas de tregua.

La tragedia, me repetía, no tiene mérito. Una vez
que decides algo, lo que sea, su mecanismo
se pone inexorablemente en marcha.
Pantalones, televisores, amistades, amores,
todo se recambia porque nada se repara.
Alcanzamos la conciencia de nuestras carencias
pero ¿qué conseguimos en realidad?
No podemos saltar sobre agujeros negros
sólo por saber dónde se encuentran.

Desde luego, pensé en el suicidio,
pero con menos convicción que antes de llegar allí.
Era natural hacerlo, una vez confirmada mil
y una veces mi total incapacidad para un cambio
radical. Pero me faltó tanto coraje como aburrimiento
me sobraba incluso para eso. Los sobres de azúcar
ponían un punto filosófico al café,
decían: ¿habrá más verdad que ser persona
entre la muchedumbre? Al lado, cómo no,
un retrato de f. p.

Nunca he sabido calcular los m² de una casa
ni los habitantes de una ciudad.
Las ciudades tienen el tamaño de los amores perdidos.
Cada casa en la que he vivido
medía tanto como mi soledad.
                                                  Cada mañana me acercaba
al mirador del Largo das Portas do Sol
para contemplar el amanecer,
a esa hora en que la luz no te deja ver que hay otra orilla,
e intentaba descifrar lo que esa imagen quería decirme.
 

 

 

 

 

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