Poesía peruana: Luis Pacho

Leemos poesía peruana. Leemos a Luis Pacho (Laraqueri, Puno, 1969). Ha estudiado Docencia y Derecho. Ha publicado los siguientes libros de poesía: Geografía de la Distancia (2004), Horas de sirena (2010), Noche en velas (2017) e Inventario de relámpagos y otros cantares de qarabotas (2019); los libros de cuentos: El retorno del Puquina(2011) y La otra mirada (2013); y, la compilación: La fiesta de la virgen de la Candelaria en la literatura puneña (2015), en coautoría con Victor Villegas. Obtuvo el Primer premio de poesía en los VII Juegos Florales de Universidad Nacional del Altiplano de Puno el año 2001 y el Tercer premio en el Concurso Nacional HORACIO de los años 2008 y 2016, y menciones en diversos concursos de poesía y cuento. Ha dirigido las revistas de Educación y Cultura Cuarto Intermedio, Ojo de saurio y Letras del Lago. En la actualidad codirige la revista de literatura Pez de Oro.

 

 

 

 

1.

 

En cualquier esquina de la ciudad

golpeado por la edad de la lluvia

yo adoraba los ojos de tinta

escondido en el buche del crepúsculo.

 

Tomaba cualquier luz

de sus entrañas vacías y en medio

del polvo rancio de la noche

encontraba los pechos voluptuosos

de una Diableza en la fiesta.

 

Parecía mentira, pero era cierto,

vivía en las palabras de un nombre

que ya no existe.

Pero igual, cuidaba sus ojos

que siempre decían que venía

otro día al final de la tarde.

 

 

 

2.

 

Ensillar la última canción

de los danzarines olvidados

era el fin supremo de ese trama cotidiano.

 

Con ella trepaba las cumbres más altas

hasta oír las malas palabras

que decía la luna,

y ese universo del que huía

como un cazador nómada se cerraba

en el fondo de mis bolsillos huecos.

 

Ella sonreía detrás de la humareda

que se abría entre la muchedumbre.

Ardía con los mismos ojos

de una Diableza delicada. Y luego

de la más larga sonrisa

que caía de sus labios ausentes,

rodaba interminable en calles desvencijadas,

donde a pesar del incierto frío,

lo único que viven son las palabras.

(Palabra de macho cabrío. De felino en celo).

 

 

 

3.

 

En esa arena hervía la garúa.

Era un géiser que carcomía mi rostro

inventado.

 

Pero el miedo o la soledad en medio

de la noche ayuda a agrandar los sueños.

 

Y no era este cuerpo cobijado

en su silueta de tinta

ni era su potranca tornasolada

al filo de la muerte. Yo sé:

detrás de las palabras y sus velas

el mundo se vuelve sueño.

 

Por eso devoraba

el lácteo hálito de los crepúsculos

como un Diablo o Sicuri en trance fatal.

Me sumergía en el nácar

de su hálito serpentino,

pero me enternecía

apenas el alba tocaba mis labios

y huía detrás de las tapias derruidas

que abundan en esta urbe

con nombre de ciudad.

 

 

 

4.

 

Ahora Ella dormita en mis venas.

 

Todas las veces que su sonrisa

de plata me mostraba sus ojos

relucientes, yo esperaba sus potrancas

con la lúcida pureza de los álamos erigidos.

Ensillaba sus fauces de bestia

por cielos e infiernos desconocidos

hasta despertar, lívido, al toque

de los sikus, helicones y bombos

de una madrugada en febrero.

 

Frágil, divina, pez del silencio.

Todavía sus solanas ahuyentan

el instante mismo de la muerte.

Y yo, otra vez:

totora erguida en el más dulce pantano

que vive bajo el lago de sus ojos.

 

 

 

5.

 

Por último

susurré a sus oídos pocas palabras

como haikus o harawis leves

que por momentos

me devolvieron sus voces

de ángel desterrado.

Y de nuevo la acera fría de estas

noches calcáreas.

 

Geografía de la distancia.

 

 

 

 

Horas de encanto

 

 

1.

 

Mi frente colindaba con el cielo de Huaquina.

 

En él habitaban algunas aves desconocidas.

 

Las oía luego de las tormentas:

a veces apareándose apuradas, y otras,

caminando lentas

como animales desquiciados.

 

Al final de aquellos días,

cuando la lluvia se despedía golpeando

el cemento del cielo,

yo tensaba

las cuerdas de mi charango serenado

hasta desaparecer

por calles y esquinas del pueblo

como un hualaycho impetuoso,

dispuesto a enterrar el cuero cabelludo

en el tenue fragor de unos muslos.

 

 

 

2.

 

La noche era un animal inseguro

que caminaba en mí,

un cuadrúpedo desesperado

que trotaba con el fuego y el miedo

pendido en la lengua.

 

En ese paso lidiaba con algunas luces

enredándose en mis párpados.

 

(Como si agonizara al pie de los crepúsculos).

 

No sabía

si era el miedo acusándome

como espejos repentinos

o

era mi delirio atado a su cintura.

El alba tocaba mi frente

y yo me descubría entre los senos erizados

de aquella chica de Cruzpata.

 

Aquella que me atara

a sus cabellos largos en un bar de la frontera.

 

 

3.

 

A su lado

me alcé como un remolino en la meseta,

anuncié las nubes e hice

que brotara la luna a sus pies.

 

La buscaba en la orilla

más cercana,

pero jamás en los acantilados deicidas

donde anidaban

sus ojos arcanos como la muerte.

Los eucaliptos de Huaquina

apuraban la tarde

y sus labios de hierba silvestre

sólo hablaban de la luz del día siguiente,

y nunca más

fui ese cuerpo varado

al borde de los ríos

ni terminé siendo el cauce olvidado

en la arquitectura del estío.

 

Horas de sirena.

 

 

 

 

País / 1

 

 

Mis ojos desatados en nubes alargadas.

 

Mis manos que exhiben un corazón de cernícalo.

 

Mi cabeza que tiene la forma

de un país agujereado por el miedo y la tristeza,

de vez en cuando muestra

a sus arcángeles y demonios escarlata

y siempre que puede, inventa una columna de humo

en señal de bienvenida o despedida.

 

 

 

 

País / 2

 

 

Amanecí en la hirsuta

cabellera de los guerreros del viento,

en aquellos traqueteos

que todavía

confunden la costumbre de los espejos

con la libertad de los pájaros.

 

Incluso las lechuzas

-que llevan la marca de la muerte en su pico­-,

se pierden detrás del ocaso

buscando los huesos de nuestra infancia.

 

Los que se fueron dejando cielos azules,

danzaron bajo las neblinas

como cernícalos enloquecidos

dispuestos a arrebatarnos

nuestros ojos roedores.

Entonces

fue inevitable

descolgar

la musaraña

de los panteones

y abrir las puertas:

HONORABLE DESCONOCIDO.

 

 

 

 

País / 5

 

 

A las diez de la noche han cerrado

las puertas.

 

Al final de la calle

-detrás de la humareda que me detiene-,

extraño ese huayno que bailamos

por última vez.

 

El silencio dice todo.

 

Y yo entiendo

por qué ando solo y hablo del Perú

cada vez que se abre una noche en velas.

 

 

 

 

Aulas del instituto

 

A Luis Enrique

 

Buscabas la mirada ausente y decías

que en el fondo de todo

la vida era un riachuelo incesante escurriéndose

de las manos.

 

Como un camino que conduce a un mismo lugar.

 

En las afueras/ mientras la ciudad

ocultaba el rumor de sus ventanas/

la noche se encogía aterida arrastrando hojas de otoño,

papeles olvidados y siluetas de parejas

yendo y viniendo de alguna fiesta o un bar nocturno.

 

Era el tiempo de las explosiones en la noche

y huelgas de hambre,

cuando los hombres del pueblo

provistos de sueños esculpidos en los lugares más extraños

de la memoria,

se acomodaban en las bancas del muelle

con su botella de ron

y una carta de despedida en el bolsillo.

 

Nosotros, hijos de los paquetazos y los shoks,

recogíamos la historia guardada

de esos desconocidos

que se acercaban a beber su nostalgia junto a nosotros.

 

(El Perú giraba a nuestro alrededor,

como un remolino llevándonos al centro de la humareda).

 

No se sabía entonces de aquellos sueños encontrados

en un tranvía o una discoteca

que pudiera prolongar el trino de las aves.

 

Pero la vida siempre fue más cierta que sus golpes.

 

Los días del Instituto

no podían repasar más las estaciones del tiempo

y aquellas consignas que gritamos

en calles y plazas hasta secarnos la garganta,

terminaron llevándose la libertad y las palabras

                                                         del día siguiente.

 

 Noche en velas.

 

 

 

 

El q’arabotas emprende su destino

 

Mis sueños,

como los de cualquier niño,

se eclipsaban en los confines de la lejanía.

 

Nada guardaba para ofrecerle al destino,

salvo mi cuerpo templado

en agua sirenada

y mi canto que hacía crecer de contento

a los ichus del pajonal.

 

Desde el primer llanto

supe que el cielo me amamantaría

como a todo hijo nacido en el abandono.

 

Nadie como yo habitaría

los territorios de la muerte.

 

Nadie anudaría los peñascos, aunque fuera

un remolino solitario

que llevaba

ánimas benditas entre el pasto seco.

 

En ese trance dudé del olvido,

de su forma

de inundar o secar los ríos del campo.

Incluso dudé de las vizcachas

y de los pájaros

alzados en la garúa

que hacían una fiesta cada vez

que mi zurriago desataba un rayo.

 

MIS BOTAS DE Q’ARA,

DE CINCUENTA Y CUATRO HEBILLAS

CONGELABAN

LA DISTANCIA,

                  LAS COLINAS

                                 Y SUS SECRETOS.

 

 

 

 

 

Herencia de q’arabotas

 

Una madrugada,

antes que pereciera en la ceniza

de los relámpagos, fui bautizado en la nevada

más intensa de la cordillera.

 

En ese instante heredé un chillador hechizo,

un chojjchi mostrenco

y un zurriago del tamaño del viento.

 

Más tarde

cuando el día se llenaba de sombras

e insectos olvidados,

me hice de una pistola mohosa

luego de amontonar nubes cúmulos y nimbos

para que la lluvia

me limpiara del sabor rancio de la noche.

A mi paso arreaba remolinos

para arrojar mi tristeza

y, a veces, mi propia sombra

me alzaba del barro que me cubría.

 

En mi pecho de jauq’a

crecía un puma, un toro, un cóndor.

 

Y sin camino que me detenga,

supe de las mentiras

con que estaba empedrado el cielo

y aprendí a medir el tiempo en la pluma

de las águilas viajeras

y en los ojos de los peces muertos.

 

MI NOMBRE CRECÍA

COMO UN VENTARRÓN OLVIDADO

Y SE PERDÍA DETRÁS LAS NUBES,

DONDE ANIDABA EL CIELO

DE MIS ALEGRÍAS Y MIS DESDICHAS.

 

 

 

 

 

El q’arabotas traza su camino

 

Todos los rostros

estaban marcados en mi cuerpo de viento.

Todos los caminos

sabían que mi vida nacía y moría

en las patas de mi caballo.

 

Con el último sorbo de alcohol

desataba tempestades,

y al desaparecer en la bruma de la lejanía

me dibujaba casi siempre

en las formas del granizo.

 

Al ver galopar la muerte

en la espalda de hacendados y rodeantes,

yo mismo le puse precio a mi cabeza.

 

Y aunque mi silueta tintineara

en la humedad de los calabozos,

yo fui ese desconocido

que arrojaba

sueños y espinas

y se sentaba al borde de los puquios

para leer su suerte

en las hojas de la hierba silvestre.

 

El que al filo de la media noche

invocaba a la sirena de la laguna de Ancophujo:

Sirena mi cuerpo, sirena mi charango.

Has que mi zurriago retumbe como el trueno,

has que las tawaqos tengan ojos solo para mí.

 

EL RELINCHO DE MI CABALLO

ME ENSENÓ QUE RODAR

COMO PIEDRA DE LADERA

ERA MI DESVENTURA.

 

 

 

 

 

Las tawaqos sonríen al q’arabotas

 

A pesar de mi lengua llagada de cansancio,

tenía los ojos colgados

en las trenzas de casadas y solteras.

Por ellas he vaciado el cielo,

por ellas he perseguido

las últimas estrellas del invierno:

de pueblo en pueblo,

                              de caserío en caserío.

 

Cada espejo alumbrándome

era la señal para pintar el arco iris

o llenar un río con flores de ortiga.

 

Luego de la tormenta

-como un relámpago inesperado-,

echaba espuelas

en la plaza y calles del pueblo.

No importaba que el alcohol me tendiera

de sol a sol o de luna a luna;

con los ojos

que apenas distinguían la luz del día,

cogía mi charango

y cantaba para urdir sus corazones.

 

DOMITILA, SANTUSA, JULIA, LUCILA;

TODAS SABÍAN

QUE MIS PALABRAS

NO ERAN DE ARENA

NI SE DESPERDIGABAN

COMO PIEDRAS DEL CAMINO.

 

 

 

 

Un charango anima al q’arabotas

 

La noche

era un roedor carcomiendo mis sueños.

Otras veces parecía

un pájaro carpintero que picoteaba mi suerte,

un vendaval de murciélagos

amenazando enterrarme en la borrasca.

 

Alertado por lechuzas y gatos monteses,

no terminé ahogado en la niebla

ni dormí contando polillas

en el calabozo de la hacienda.

Aun cuando dormía

laceaba toros salvajes que embestían

sin miedo a la soledad y al ocaso.

 

Aquellas veces, era lo mismo

burlar a la muerte y a los rodeantes

que cegaban los ojos

de mis parientes desconocidos.

 

Pero antes de arder en el fuego del crepúsculo,

antes que mi sombra

se multiplicara en la tristeza,

yo renacía en los acordes de mi charango:

dulce como un manantial de aguas claras

y crudo como el frío de la cordillera.

 

MI CHARANGO HACÍA TRINAR

A LOS JILGUEROS/

CON ELLA SILBABAN LAS VIZCACHAS/

BAILABAN CACTUS Y QEÑUAS

CON UNA SONRISA EN SUS RAMAS.

 

 

Inventario de relámpagos y otros cantares de q’arabotas.

 

 

 

 

 

 

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