Poesía mexicana: Mónica Zepeda

Leemos la poesía de Mónica Zepeda (San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, 1987). Es Licenciada en Literatura y Creación Literaria por el Centro de Cultura Casa Lamm. Es autora de Si miento sobre el abismo (2014) y Las arrugas de mi infancia (Coneculta Chiapas, 2020). Miembro del Seminario de Cultura Mexicana Capítulo San Cristóbal. Su obra ha sido incluida en Universo Poético de Chiapas: itinerario del siglo XX (Coneculta Chiapas, 2017); Poetas en el Cosmovitral (H. Ayuntamiento de Toluca, 2018), Grito de Mujer–Chiapas 2018 (Biblioteca de las Grandes Naciones, País Vasco, 2018). Poemas suyos también han sido publicados en diversos medios impresos y electrónicos de México, España, Honduras, Guatemala, Perú, Bolivia y Chile.

 

 

 

 

 

 

Encomienda

 
Pareciera que están en todas partes
las partes no incineradas de los sueños
de quienes quedamos vivos:

El sol —prefijo de la edad—,
la penúltima diástole del paro cardiaco
—lágrima herencia de uno mismo—.

Su compasión lía, cual red de precipicios,
los extremos del salto al instinto trapecista.
Su perpetua retórica es mañana de otra época
que, como ésta, nunca me perteneció.

Envuelta en el disfraz de la razón por sobre los latidos,
la promesa de mi agonía parpadea ante tus ojos
y mientras duerme aún inventa que sonríes
cuando eres cenizas.

Si tu muerte no ahoga mi alma, si se desborda
el duelo y en mis mejillas consigue sostenerse una palabra,
si de mi vientre nace la poesía, en algún momento le diré:
“Hija, tienes que vivir… tranquila”.

 

 

 

 

¿Qué bienaventuranzas cantaría si me prestase su voz un ángel?

 
¿Qué bienaventuranzas cantaría si me prestase su voz un ángel?
Al sentir en los ojos la irrefutable muerte que surca
y que inquiere atajos de miedo y de esperanza,
uno ancla y a sus pies nacen flores sin sembrarlas.
Pero, ay, cuántos acordes y notas sofoca mi afonía,
la existencia pertenece próxima y entera al universo,
por encima y por debajo de los mares.
Inmerso en la sal, un pez dorado no sabe qué es el agua.
Agua de carne, agua de hueso contenida,
alabada, apenas invisible se vislumbra la verdad
y es el párvulo que exulta: “Todavía sigue viva, no pisen la sangre”.
Disgregamos entonces nuestros pasos por el recóndito
y estrecho transcurrir de arenas y memoria,
mientras aguarda en comunión y en solitario
algún sendero guía donde el amor enardece céfiros y encanta.
A caudales fluye la noche hacia el azar
y del cielo pende, como astro, una gaviota.
¿Quién prescribe bajo el manto de la helada su destino?
¿Y a la perpetuación del instante quién la rechaza?
Antes de que un sol atraviese por entre las grietas
o la serpiente sea para el águila un bocado, sostenemos la espuma
en las rocas, aunque resuene el trágico vaivén del adiós en los labios.
Y sin embargo, cuando todo se derrumba, no todo cae.
Pues nadie desciende ajeno al mundo, ni siquiera el ángel.
Un bombín viste de gala al hombre, es cierto, y a la tierra sin dechado, madrigales.

 

 

 

 

 

Lejos de lo posible


Lejos de lo posible y bajo el umbral,
me tumbé a llorar no la lágrima, sino al hombre,
los relámpagos en mi cabeza, el sudor nocturno
y frío, los tiempos necesarios, la salud y el cáncer
de mama de mi madre. Me tumbé sobre la idea
de vivir después de ti y se escapó de mis manos
lo que entonces parecía tan inalcanzable.

Aunque se escarbe hasta el fondo de la última
palabra algún enigma, los valles y temores,
situados en la geografía íntima e individual,
se conduelen casi siempre propios
y ajenos a uno mismo.

¿Acaso dilapidó el pan las migajas
de lo que fuimos, de lo que soy,
de esto que ha sido año tras año,  adiós tras adiós,
conjugar el musgo al talón a orillas del río?

Pongamos sobre la mesa el aplauso,
el regocijo, los semblantes de alegría.
Mañana terminará el ayer y el hambre
que sentíamos nuestra nunca nos perteneció.

Festejemos, pues, el umbral, lejos de lo posible.

 

 

 

 

No importa cuán deshabitado esté

 
No importa cuán deshabitado esté
el sendero donde dormita el sol,
transparente como la brisa, sobre una roca.

Aquí descienden los anhelos vitales.
La buganvilia, en castidad, arrulla su rocío,
sin violentar el verdadero significado.

Más allá del símbolo y los siglos,
el tiempo fecunda con adolescente ansia
y se reproduce fundamental e infinita la historia.

Ahora bien, ¿qué espíritu desprevenido
no le daría consentimiento? Nada es seguro.
La esperanza fue tan sólo una oruga
y hoy alzó su vuelo frágil frente a mí.

No importa cuán deshabitado esté.

Ofrezco a la vida apacible y benévola
mi incomprensión humana. El porvenir
se ciñe perplejo ante la sospecha de mis alas.

 

 

 

 

Celebro, a tientas, la ceguera.

 
Celebro, a tientas, la ceguera.
Un cosmos mágico y de inmortal
embeleso late tras su neblina.

Se sacude y treme y tropieza
ante los ojos de nadie
y no cae, aunque caigan los paisajes
sobre este amanecer de inmensurable precipicio.

¿Quién está ahí?
Ensambla la voz y, como si el destino
se contemplara senil en su retrato,
en el rostro universal, me reconozco a mí mismo.

Yo estoy aquí. Inmenso y diminuto,
en todos los átomos del tiempo y en las células
breves, siempre moribundas, de las garras.
Frente a la tempestad, manifiesto mi equilibrio
y ataviada, en la inteligencia común,
se yergue mi ignorancia.

Lejos de la noche, de no saber
mancomunar a los opuestos en el punto medio,
de no saber interpretar el resplandor
en la realidad última de una mirada,
derramo por el sueño mi cuerpo desnudo:

Yo no volé. Nací en lo alto.
Soy el árbol enraizado a la cumbre.

¿Quién eres tú cuando aprecias la belleza
o distingues en la integridad del alma lo sagrado?

Yo estoy aquí, donde el abismo y sin alas.

 

 

 

 

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