El Fondo de Cultura Económica acaba de publicar La iguana de Casandra. Poesía selecta 1983-2021 del poeta peruano Miguel Ángel Zapata (Piura, 1955). Actualmente es profesor principal de literaturas hispánicas en la Universidad de Hofstra, Nueva York. Zapata es un animador de la poesía contemporánea en español. Proponemos aquí la lectura de dos poemas incluidos en este volumen.
Viento infame
(lloverá y lloverá por días dicen los pronósticos)
Y este viento infame traspapela todas tus ideas y tu boina marinera y ya no sabes qué hacer después del café negro y las tostadas con mantequilla, repentinamente el cielo se cierra y te importa un bledo el mundo, las guerras o la política de tu mujer, y prosigues incorregible en la extravagancia de la ciudad, buscando un rincón donde dejar inscrita tu plaqueta de existencia: los poemas.
Ah, si tan solo pudiera controlar este viento codicioso, lo haría huir despavorido a los cementerios, y yo me sentaría en una plaza sin importarme el frío ni el tiempo que me mata (pero nada puedo contra los meteorólogos y sus satélites espías). Entonces no queda más remedio que meterse en casa como topo, prender las fogatas y otra vez el café y las tostadas con un sabor distinto: abrir los libros y hundirse en ellos entre las horas.
No volver más a las pesadillas y a los astros desordenados que desaparecen en tu ventana, lloverá y lloverá y tú tendrás que dormir y dormir como los osos, y el aburrimiento coronará tu sueño y aun querrás recostarte sobre la yerba húmeda (la tortuga paciente), despertar, y seguir cual camarón, contra la resaca de todas las mareas, contra todos los paraguas que desaparecen con este aire que todo lo puede, contra todos los signos oscuros de este tiempo que te hace odiar la lluvia sin quererlo.
(lloverá y lloverá, y los poemas, tan impermeables…)
Saint Escolástica
Ahora observo la rosa desde la ventana en el cuarto de la rectoría: el daguerrotipo viejo lee mi memoria. Duermo aquí, detrás del árbol que cuidan las hermanas, en medio de las flores que me dicen de su sombra y su delicia.
Los frailes sin zapatos levitan sobre los arces. En la rectoría se detiene el tiempo, y cada noche absorbo con lentitud la soledad de otros: esta noche contemplo la foto de Emily, a quien me hubiera gustado conocer para caminar con ella por las calles de Amherst, o sólo sentarme a escuchar sus poemas al lado de la ventana. Ahora el sol y el agua inundan los techos: por estos lares el clima se enciende furioso o se apaga lentamente. No hay vacío pero sí una desesperación dulce que suele traer la duda y la espera de la nieve. Deberé seguir enseñando, borrando la pizarra o ser otro, el que huyó de las lenguas de fuego del inmenso mar.
Aun así, mis dedos trazan este cielo tan azul y el agua que respira en cada árbol, como si la vida fuera sólo una gota de agua que te revive. No quiero que esto sea un himno al desierto ni una plegaria del que duerme en la rectoría y desayuna todas las mañanas con las niñas del coro. Con todo, no podré olvidar sus voces frescas gritándome en los corredores, esperando los largos trazos de la pizarra, y el olvido de la lluvia en plena clase.
La luz del sol entra por todas las paredes de mi claustro, y las rodillas redondas son la memoria de la otra ciudad que ventilaba mis fracasos y mis sueños. Este cañón me trae el sosiego del cielo que me escribe, porque aquí se descuelga el árbol y las calles siempre están vacías de todo.