Una modesta reunión: 15 poetas irlandeses contemporáneos

Presentamos una muestra de poetas irlandeses preparada y traducida por Adalberto García López. De esta tradición provienen algunos de los más complejos y delicados espíritus de la literatura de todos los tiempos. Los poetas que componen esta muestra son Eiléan Ní Chuilleanáin, Eavan Boland, Ciaran Carson, Paul Muldoon, Nuala Ní Dhomhnaill, Matthew Sweeney, Dennis O’Driscoll, Paula Meehan, Peter Sirr, Vona Groarke, Joseph Woods, Sinéad Morrissey, Caitríona O’reilly, Leontia Flynn y Doireann Ní Ghríofa. Las traducciones son de Adalberto García López, excepto cuando se indique.

 

 

 

EILÉAN NÍ CHUILLEANÁIN

(Cork, 1942)

 

FRONTERAS

Para John McCarter

Conduzco hacia el norte a tu velorio sin manos libres.
Debo iniciar en el inicio, en la página en blanco de mi cabeza.
Ya no tengo un corsé acanalado de rimas;
soy la bruja que se para en una sola pierna, enmascarando un ojo.

Inspeccionada por los lentes del soldado en Aughnacloy,
recuerdo lo seguido que cruzabas el mapa en un esfuerzo
amoroso (como la hija de Lir que fue conducida al mar de Moyle
con hechizos) de Dublín a Portadown o de Armagh a Donegal.

Así que cruzo las líneas que existen para contener y planificar
la cintura global como sobrios conjuntos monolingües,
sigo el camino que marca la curva del terreno,
cruzo un arroyo llamado Fairy Water, para llegar al puente de Strabane.

 

EAVAN BOLAND

(Dublín, 1942-Dublín, 2020)

 

CUARENTENA

En la peor hora de la peor temporada
     del peor año para todo un pueblo,
un hombre salió de su trabajo con su esposa.
Caminaba –caminaban ambos– hacia el norte.

Ella tenía fiebre por el hambre y no le seguía el paso.
     Él la alzó y la cargó sobre la espalda.
Así que fue con dirección al oeste y al oeste y al norte.
Hasta que, ya de noche, bajo estrellas de hielo, al fin llegaron.

Por la mañana los encontraron muertos.
     Por el frío. Por el hambre. Por las toxinas de una historia completa.
Pero los pies de ella estaban sobre el esternón de él.
El último calor de su carne fue el último regalo para ella.

Que ningún poema de amor llegue a esto jamás.
     No hay lugar para la inexacta
alabanza de las sencillas gracias y la sensualidad del cuerpo.
Sólo hay tiempo de hacer un inventario despiadado:

murieron juntos en el invierno de 1847.
     También lo que sufrieron. Cómo vivían.
Y lo que hay entre un hombre y una mujer.
Y en qué oscuridad puede verse mejor.

 

 

CIARAN CARSON

(Belfast, 1949-Belfast, 2019)

 

CASA

rápidamente voy desde
el aeropuerto
hacia la montaña

pasando los alambres de púas
decorados con
bolsas de plástico

campos de basura
y cardos
en los patios

desde el borde
de la meseta
mis ojos miran con mayor detalle

la claridad
de las calles
de Belfast

astilleros
domos
teatros

un helicóptero
del Ejército Británico
sobrevuela

en un punto fijo
del aire

yo veo todo

 

 

PAUL MULDOON

(Portadown, 1951)

 

CUBA

Mi hermana mayor llegó a casa esa mañana
En su vestido de noche de blanca muselina.
“¿Quién carajo te crees que eres,
Largándote a bailes casi desnuda?
Como si no fuese suficiente
Con el mundo en guerra, si no es que rumbo a su fin.”
Mi padre manoteaba sobre la mesa del desayunador.

“Esos yankees no eran de fiar—
Si hubieses escuchado a Patton en Armagh—
Pero este Kennedy es casi un irlandés
Así que no es mucho mejor que nosotros.
Y él con sólo dar la orden.
Si aún tienes algo de cordura
Quizás deberías hacer las paces con Dios.”

Yo podía escuchar a May a través de la cortina.
“Perdóname, Padre, porque he pecado.
Dije una vez una mentira, fui desobediente una vez.
Y, Padre, un muchacho me tocó una vez”
“Dime, hija. ¿Fue ese toque irrespetuoso?
¿Tocó tus pechos, por ejemplo?”
“Se rozó contra mí, Padre. Delicadamente.”

 

Traducción de Gustavo Osorio de Ita.

 

 

NUALA NÍ DHOMHNAILL

(Lancashire, 1952)

 

EL PROBLEMA DEL LENGUAJE

Coloco mi esperanza sobre el agua,
en este pequeño bote
del lenguaje, igual que alguien pondría
a un bebé
en una canasta entrelazada
con hojas de iris,
su parte inferior sellada
con betún y brea,
luego dejo todo en medio
de la juncia
y juncos cerca
de un río
sólo para que lo lleven de aquí a allá,
sin saber dónde podría terminar;
en el regazo, tal vez,
de la hija de un faraón.

 

 

 

MATTHEW SWEENEY

(Lifford, 1952-Cork, 2018)

 

EL IGLÚ

Esperó afuera del iglú
para una invitación a entrar.
No había aldaba o timbre.
Tosió, no hubo respuesta.

Se agachó y miró adentro.
Sintió el aire cálido de un fuego
acariciar sus mejillas y alborotar su cabello.
Hola dijo en voz baja y lo repitió.

La escarcha en los dedos de sus pies lo instó a entrar,
también lo hizo el dolor en su estómago. Sus rodillas
una por una le dieron la bienvenida a la nieve
y lo llevaron al calor.

Se puso de pie y respiró profundamente.
Sostuvo un pie en las llamas
luego lo cambió por el otro pie.
Se acostó en la alfombra de oso polar

pero un olor lo levantó de nuevo
y lo condujo a un tocador de hueso
donde había un cuenco con una tapa.
Lo levantó para revelar carne seca.

Agarró un trozo y lo mordisqueo.
con sus dientes. Era reno.
Devoró todo lo que había en el cuenco
y fue a buscar más.

No encontró nada pero había una botella.
de aguardiente que bebió.
Volvió a beber y la dejó.
Se tumbó en la piel de oso y se durmió.

 

 

DENNIS O’DRISCOLL

(Thurles, 1954-Naas, 2012)

 

EL PADRE

A partir de William Carlos Williams

cuánto depende
del sonido familiar
de su carro rojo

derrapando en la noche
sobre la última curva
rumbo a casa

asustando a las gallinas blancas
y aplastando charcos relucientes
de lluvia

 

 

PAULA MEEHAN

(Dublín, 1955)

 

ESTO NO ES UN POEMA CONFESIONAL

Lo escribo en la luz de la Antigua Grecia
o en la antigua luz de esta montaña.
Lo escribo en la sombra de los mitos
o en la sombra de las personas que los crearon.
No sé si tengo el derecho de decir estas cosas.
Sólo sé que debo hacerlo.

La encontré en la fría luz de Finglas,
mi madre se acurrucó ante una pregunta fetal
en el patio trasero. Las estrellas eran brillantes
ojos sobre la noche. El pasto estaba escarchado
y crujían los pasos.
Recuerdo
lo mal que se veía vestida
para la noche que pasó.
Su pijama de nailon rasgado, sus delgados pies descalzos.
Mal calzados. Ningún sonido se escuchaba
en el dormitorio. A lo lejos, un perro.
Luego otro. Un carro arrancando,
el motor con problemas para ponerse en marcha.

Me desperté de un sueño de verano,
mi primer amor, con gritos y puertas cerrándose.
Me había despertado con mi padre gritando
el nombre de mi madre. Una y otra vez.
Y querido y dulce Jesús y oh Cristo.

Las ventanas de la planta baja estaban todas abiertas.
Y esto trajo el frío adentro.
Todavía se podía oler el gas.
La encontré con la cabeza en el horno.
La arrastré afuera. Fue lo que dijo

entonces y para siempre. Como para disipar las acusaciones,
o para aclarar su propia historia, o para dar los únicos datos
que fueran necesario grabar. Él no era un hombre de elaboraciones.
¿Estoico o cínico? A día de hoy sigo con las dudas.
Por supuesto que lacónico: aunque lejos de la Antigua Esparta
fue criado, él hubiera encajado.

Creímos que estaba muerta.
Sus pies eran como hielo en mis manos.
Si no fuera por la noche que estaba presente
quizá hubiéramos extraviado su respiración:
la delgada caña elevándose, su triste melodía en el aire
era la prueba que estaba ahí.

La trajimos entre nosotros,
mi padre y yo, nunca tan cerca
o cómplices. Nunca más fuimos los que éramos.

Cuando llegó, el doctor estaba ebrio
y peor que inútil. Le prescribió más
somníferos y depresores, se embolsó su pago
y tropezó hacia su carro.

El sol salió, los niños
se quejaban de sus desayunos.
Los más grandes se apuraban para llegar a la escuela.

Y así es como los dejo ahora:
cierro la puerta para dejarla cerrada firmemente.
El pasado es un país solitario.
No hay gráficos ni mapas.
Todo lo que lees son rumores, remotos
como los mitos en esta isla griega
donde un pequeño bote se lanza al mar
en una mañana resplandeciente
mientras arrastra mi atención a su paso.

 

 

PETER SIRR

(Waterford, 1960)

 

UNA LECCIÓN

Dices
que hay un idioma en el que la palabra familia

significa también partida.
Me das libros, cintas de grabación, el diccionario

más delgado del mundo,
apréndelo, me dices.

 

 

 

VONA GROARKE

(Edgeworthstown, 1964)

 

CEMENTERIO DE KILCUMMIN

Por supuesto que está lloviendo cuando empujo la puerta
que no quiere ceder en esta cruz grisácea:
hitos y muros de piedra, un cielo plomizo, tumbas
que tal vez estuvieron limpias una vez y a las cuales rezaron
pero, décadas después del último entierro, han perdido
cualquier certeza que tuvieran para derrumbarse y mojarse.
Lápidas con nombres enmohecidos, fechas agotadas
conmemoran ahora una cosa: cómo olvidar.

Alguien de mi árbol genealógico está enterrado en algún lugar aquí.
Su herencia: tres entradas en el registro parroquial
y una descendencia disgregada, esparciendo su nombre.
Ana Walsh. La bisabuela de mi madre.
Muerta. Saco las puertas detrás, libre como siempre he sido
de encontrar en un pasado no encontrado una atadura, una excusa.

 

 

JOSEPH WOODS

(Drogueda, 1966)

 

RECUERDO UNA MAÑANA CLARA

A partir de El libro de la almohada de Sei Shōnagon

Para Richard Halperin

Sei Shōnagon registra, a pesar del sol brillante,
el rocío que aún gotea de los crisantemos
en el jardín, cómo, en los andrajos
de telarañas, las gotas de lluvia cuelgan como perlas.

Esta mañana arrastré el sofá de ratán
a la veranda y comencé un poco de observación
sedentaria de aves con la lente de la cámara
para binoculares y comparaba las imágenes

digitales con los dibujos más precisos
incluidos en Newman’s Birds of Souther Africa. Sin agitarme,
el drongo ahorquillado revoloteaba en el césped
junto al suimanga malaquita que parpadeó

en un rojo imposible desapareciendo en ornamentados
árboles. Ahí estaba el tejedor enmascarado, es decir,
un voltaje amarillo con una cara manchada de negro.
El azulito angoleño se bañaba enérgicamente

en la fuente antes que el extravagante
turaco crestimorado (en realidad, común)
llegara con su hueco
canto elevándose en un in crescendo.

Y, como Sei Shōnagon, describí lo bello
de este acontecimiento, y lo más impresionante
es que ninguno de ellos estaba impresionado.

 

 

SINÉAD MORRISSEY

(Portadown, 1972)

 

ARTICULACIÓN

Y estos, damas y caballeros, son los huesos
del caballo de Napoleón: Marengo. Articulado así
–tibia a peroné, escápula a húmero,
esqueleto apendicular enganchado a la parte superior
de la columna vertebral y las delgadas costillas colgando
encierran el espacio del corazón perdido–
parece un modelo a partir de un kit de manualidades,
un modelo de madera de cualquier caballo tal vez.
Veo a los ojos que han visto al Emperador
no es nada, sin embargo, a esto: ni una cafetera

o un cepillo de dientes, ni Su mejor abrigo gris perla
del mausoleo; ni el yeso
apretado en la forma de lo que se ha perdido
para devolverlo a la vida como una máscara mortuoria,
como una fotografía perforada al revés
de sí mismo; ni ninguna de las cosas en relieve
por uso o toque o asociación más libre
(simple charla, rumores) con Su brillante semejanza–
estos mismos cascos pisaron barro en Austerlitz,
este mismo sacro aseguró la victoria final.
Además, pon tu ojo en la cuenca del ojo
(uno por uno y delicadamente) y observa
lo que cambia: lo que es recto se ondula,
el suelo sobre el que estás parado se inclina,
la atmósfera clara de la habitación se espesa
y como espejos inclinados uno contra el otro
se produce un pasillo abovedado sin fin
a otro lugar, y se dan cita cosas aún más verdaderas:
de toda la nieve rusa, un cielo de humo,
la picadura de hierro, las entrañas amontonadas,
acurrucado como un potrillo pequeño, un hombre duerme
dentro del estómago abierto de un caballo…
Así de cerca está Marengo de la historia
–esfenoides, vómer, lagrimal, mandíbula:
el tiempo que dure antes de desmoronarse,
portal, máquina del tiempo, llave maestra
a lo que no se puede imaginar. ¿Quién podría resistir
un boleto para los campos de sangre humeantes
de Europa justo cuando la estrella del perro se desvanece?
Aguanten la respiración ahora mientras les muestro esto.

 

 

CATRIONA O’REILLY

(Dublín, 1973)

 

LOS SUICIDAS

Ellos piden: el mundo les da una piedra
que gira hasta que la mayor parte de ella está en la oscuridad.

Afuera, entre las estaciones nocturnas, las señales vacilan,
el mecanismo de la celda se apaga.

No podemos hacer nada salvo mirar, mirar y esperar,
dejándolos al viento, a la corriente de las mareas,

ellos, que últimamente eran propensos a cavilar sobre sí mismos y eclosionar
en una cuerda, un gancho, una silla, una campana, una solicitud:

rara vez una amabilidad. Con ellos mismos fueron los menos amables.
Como nosotros, fueron incapaces de creer

que las frecuencias de la luz eran de su interés:
siguieron la lógica de la partícula hacia las profundidades

del fondo del mar, literalistas que encontraron una solución.
En este silencio, en este intervalo inconmensurable

entre la sístole y el amanecer, pedimos:
ella nos da la palidez sideral de las campanillas de invierno.

 

 

LEONTIA FLYNN

(Dundrum, 1974)

 

PARA STUART, QUE POR ACCIDENTE OBTUVO UN PUESTO EN EL SERVICIO MILITAR

Tengo en mi diario marcado el 6 de mayo
como una tarde hermosa. Caminamos silenciosamente
de regreso a mi casa. Hay condolencias,
estamos sentados alrededor como si fuera un velorio,
alguien menciona a Kafka.

Tú hablas sobre tu madre.
Por ahora, te digo, sólo por ahora…
la luz del día, y una chispa de la colilla de tu cigarro
cae sobre tu abrigo de lana
donde tu corazón truculento lentamente muere.

 

DORIEANN NÍ GHRÍOFA

(Galway, 1981)

 

EN LAS CLARAS, EN LOS PIXELES, EN LOS LADRILLOS

I

En el embarazo, una mujer carga
los ovarios de un bebé como pequeños puños

en las muñecas de las trompas de Falopio; dentro de cada puño
un millón de células de ovocitos, microscópicas pepitas.

En esto, la madre es la cáscara del huevo
que guarda sus descendientes.

 

II

Dos semanas antes de Navidad, sostengo
una cadena de oropel plateada cuando el teléfono suena.
El arrendatario quiere nuestra casa para su hijo.
Dejo caer el oropel. Nos da un mes.

En los estantes del supermercado,
mis dedos pasean por los huevos pecosos
enclavados en el cartón.
Dentro de cada uno de los cascarones:

hilos de chalaza, filamentos
lustrosos que agarran cada membrana
a su orbe amarillo, levantando cada yugo
para mantenerlo firme en ese exceso líquido.

III

Busco sitios web donde renten casas
pero todas me parecen muy caras.
Entonces me distraigo con viejas fotografías,
dando clic en
                        Familia desalojada en Glenbeigh, 1888
para encontrar una cabaña destrozada, un hombre, una mujer,

cuatro niños descalzos. Miro las manos
de la niña, pero no puedo distinguir lo que tiene,
un delantal pálido, quizá, o un puñado de lana.
Ahora su mano sólo existe en pixeles, esta chica
que viene a través de la retina y el nervio óptico
para vivir en mi mente. Me percato,
entonces, de lo que tiene en su mano.
Reconozco su piel pecosa.
Conozco su carga líquida, su chalaza.
Conozco el oro que flota adentro.

 

 

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