Poesía portuguesa: Sophia de Mello Breyner Andresen

En versión de Fermín Vilela, leemos a Sophia de Mello Breyner Andresen (Oporto, 1919-Lisboa, 2004). Obtuvo distinciones como el  Prémio Camões de 1999 y el Premio Reina Sofía en 2003. Publicó libros de poesía, narrativa, ensayo y teatro. Entre sus libros de poesía destacan: O Dia do Mar (1947) Coral (1950), O Nome das Coisas (1977) e Ilhas (1989).

 

 

 

 

El hombre

 

 Era una tarde de fin de noviembre, ya sin ningún otoño.

 La ciudad levantaba sus paredes de piedras oscuras. El cielo alto, desolado, color del frío. Los hombres caminaban por la vereda, empujándose unos a los otros. Los autos pasaban rápido.

  Debían ser las cuatro de la tarde de un día sin sol ni lluvia.

  Había mucha gente en la calle. Yo caminaba, bien rápido, por la vereda. A cierta altura me encontré justo atrás de un hombre muy pobremente vestido que llevaba, al cuello, una niña rubia, una de esas niñas cuya belleza no se puede describir. Es la belleza de una madrugada de verano, la belleza de una rosa, la belleza del rocío, unidas a la increíble belleza de la inocencia humana.

 Instintivamente, mi mirada se quedó atrapada en la cara de la niña. Pero el hombre caminaba muy despacio y yo, llevada por el movimiento de la ciudad, pasé enfrente suyo. Al pasar, giré la cabeza para atrás para ver otra vez a la niña. Fue entonces cuando lo vi. Me paré de inmediato. Era un hombre extraordinariamente bello que debía tener unos treinta años y en cuya cara estaban inscriptas la miseria, el abandono, la soledad. Su traje, que al perder el color se había vuelto verde, dejaba entrever un cuerpo carcomido por el hambre. El pelo era castaño claro, con raya al medio, un poco largo. La barba de varios días le crecía en punta. Esculpida estrechamente por la pobreza, la cara mostraba el hermoso diseño de los huesos. Pero lo más hermoso de todo eran los ojos, los ojos claros, luminosos de soledad y de dulzura. Justo en el instante en el que lo vi, el hombre levantó la cabeza al cielo.

 ¿Cómo contar su gesto?

 Era un cielo alto, sin respuesta, de color frío. El hombre levantó la cabeza con el gesto de alguien que, habiendo cruzado el umbral, no tiene nada más para dar y mira hacia afuera buscando una respuesta: su cara goteaba sufrimiento. La expresión era simultáneamente de resignación, espanto y pregunta. Caminaba despacio, muy despacio, por el lado de adentro de la vereda, cerca de la pared. Iba muy recto, como si todo el cuerpo estuviese erguido en la pregunta. Con la cabeza levantada, miraba el cielo. Pero el cielo eran planicies y planicies de silencio.

 Todo esto pasó en un instante, y por eso yo, que me acuerdo claramente del traje del hombre, de su cara, de su mirada y de sus gestos, no consigo repasar con claridad lo que pasó dentro mío. Era como si me hubiese quedado vacía mirando al hombre.

 La multitud seguía pasando. Era el centro del centro de la ciudad. El hombre estaba solo, solo. Ríos de gente pasaban sin verlo.

 Sólo yo me había parado, inútilmente. El hombre no me miraba. Quería hacer algo, pero no sabía qué. Era como si su soledad estuviera más allá de todos mis gestos, como si ella lo envolviera y lo separara de mí y fuese demasiado tarde para cualquier palabra o remedio. Era como si tuviera las manos atadas. Así es como, a veces, en los sueños queremos actuar y no podemos.

 El hombre caminaba muy despacio. Yo estaba parada en medio de la vereda, contra el sentido de la multitud.

 Sentí que la ciudad me empujaba y me separaba del hombre. Nadie podía verlo caminar lentamente, tan lentamente, con la cabeza levantada y con una niña en brazos, frente a la pared de piedra fría.

 Ahora pienso en lo que podría haber hecho. Debería haberme decidido. Pero tenía el alma y las manos pesadas de indecisión. No veía bien. Sólo podía vacilar y dudar. Por eso estaba ahí parada, impotente, en medio de la vereda. La ciudad me empujaba y un reloj daba la hora.

 Me acordé de que tenía a alguien esperándome y que llegaba tarde. Las personas que no veían al hombre empezaban a verme a mí. Era imposible quedarse quieta.

 Así que, como el nadador que se ve atrapado en una corriente deja de luchar y se deja llevar por el agua, así dejé de oponerme al movimiento de la ciudad y me dejé llevar por la ola de gente que se alejaba del hombre. 

 Pero mientras seguía por la vereda rodeada de hombros y cabezas, su imagen quedó suspendida en mis ojos. Y nació en mí una sensación confusa de que había algo o alguien que reconocía.

 Rápidamente evoqué todos los lugares donde había vivido. Desenrollé la película del tiempo. Las imágenes pasaban oscilantes, un poco rápidas y temblorosas. Pero no encontré nada. Y traté de reunir y revisar las memorias de los cuadros, de los libros, de las fotografías. Pero la imagen del hombre seguía estando sola: la cabeza levantada mirando al cielo, con una expresión de infinita soledad, de abandono y de pregunta.

 Y desde el fondo de la memoria, traídas por la imagen, bien despacio, una por una, inconfundibles, aparecieron las palabras:

–Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?

 Entonces me di cuenta por qué el hombre que había dejado atrás no era un desconocido. Su imagen era exactamente la misma que se había formado en mi espíritu cuando leí:

–Padre, padre, ¿por qué me has abandonado?

 Esa era la posición de la cabeza, esa era la mirada, ese era el sufrimiento, ese era el abandono, esa era la soledad.

 Más allá de la dureza y las traiciones de los hombres, más allá de la agonía de la carne, empezaba la prueba del último suplicio: el silencio de Dios.

 Y los cielos permanecieron desiertos y vacíos sobre las ciudades oscuras.

 Me di vuelta. Subí a contracorriente el río de la multitud. Tuve miedo de haberlo perdido. Había gente, gente, hombros, cabezas, hombros. Pero de repente lo vi. Se había parado, aunque seguía sosteniendo al niño y mirando al cielo.

 Corrí, casi empujando a la gente. Estaba ya a dos pasos de él. Pero exactamente en ese momento, el hombre se cayó al suelo. De su boca manaba un río de sangre y en sus ojos seguía la misma expresión de infinita paciencia.

 La niña rubia había caído con él y lloraba en medio de la vereda, escondiendo su cara en la falda de su vestido manchado de sangre.

 Entonces la multitud se detuvo y formó un círculo alrededor del hombre. Unos brazos más fuertes que los míos me empujaron para atrás. Estaba afuera del círculo. Intenté atravesarlo, pero no pude. Las personas apretadas unas contra otras eran como un único cuerpo cerrado. Delante mío había hombres más altos que yo que me impedían ver. Quise asomarme, pedí permiso, intenté empujar, pero nadie me dejó pasar. Escuché lamentos, órdenes, silbidos. Entonces llegó una ambulancia. Cuando el círculo se abrió, el hombre y la niña habían desaparecido.

 Entonces la multitud se dispersó y yo me quedé en medio de la vereda, caminando hacia delante, arrastrada por el movimiento de la ciudad.

*** 

  Pasaron muchos años. El hombre seguramente haya muerto. Pero sigue al lado nuestro. Entre las calles.

 

 

O homem

 

Era uma tarde do fim de Novembro, já sem nenhum Outono.

A cidade erguia as suas paredes de pedras escuras. O céu estava alto, desolado, cor de frio. Os homens caminhavam empurrando-se uns aos outros nos passeios. Os carros passavam depressa.

Deviam ser quatro horas da tarde de um dia sem sol nem chuva.

Havia muita gente na rua naquele dia. Eu caminhava no passeio, depressa. A certa altura encontrei-me atrás de um homem muito pobremente vestido que levava ao colo uma criança loira, uma daquelas crianças cuja beleza quase não se pode descrever. É a beleza de uma madrugada de Verão, a beleza de uma rosa, a beleza do orvalho, unidas à incrível beleza de uma inocência humana.

Instintivamente o meu olhar ficou um momento preso na cara da criança. Mas o homem caminhava muito devagar e eu, levada pelo movimento da cidade, passei à sua frente. Mas ao passar voltei a cabeça para trás para ver mais uma vez a criança.

Foi então que vi o homem. Imediatamente parei. Era um homem extraordinariamente belo, que devia ter trinta anos e em cujo rosto estavam inscritos a miséria, o abandono, a solidão. O seu fato, que tendo perdido a cor tinha ficado verde, deixava adivinhar um corpo comido pela fome. O cabelo era castanho-claro, apartado ao meio, ligeiramente comprido. A barba por cortar há muitos dias crescia em ponta. Estreitamente esculpida pela pobreza, a cara mostrava o belo desenho dos ossos. Mas mais belos do que tudo eram os olhos, os olhos claros, luminosos de solidão e de doçura. No próprio instante em que eu o vi, o homem levantou a cabeça para o céu.

Como contar o seu gesto?

Era um céu alto, sem resposta, cor de frio. O homem levantou a cabeça no gesto de alguém que, tendo ultrapassado um limite, já nada tem para dar e se volta para fora procurando uma resposta: A sua cara escorria sofrimento. A sua expressão era simultaneamente resignação, espanto e pergunta. Caminhava lentamente, muito lentamente, do lado de dentro do passeio, rente ao muro. Caminhava muito direito, como se todo o corpo estivesse erguido na pergunta. Com a cabeça levantada, olhava o céu. Mas o céu eram planícies e planícies de silêncio.

Tudo isto se passou num momento e, por isso, eu, que me lembro nitidamente do fato do homem, da sua cara, do seu olhar e dos seus gestos, não consigo rever com clareza o que se passou dentro de mim. Foi como se tivesse ficado vazia olhando o homem.

A multidão não parava de passar. Era o centro do centro da cidade. O homem estava sozinho, sozinho. Rios de gente passavam sem o ver.

Só eu tinha parado, mas inutilmente. O homem não me olhava. Quis fazer alguma coisa, mas não sabia o quê. Era como se a sua solidão estivesse para além de todos os meus gestos, como se ela o envolvesse e o separasse de mim e fosse tarde de mais para qualquer palavra e já nada tivesse remédio. Era como se eu tivesse as mãos atadas. Assim às vezes nos sonhos queremos agir e não podemos.

O homem caminhava muito devagar. Eu estava parada no meio do passeio, contra o sentido da multidão.

Sentia a cidade empurrar-me e separar-me do homem. Ninguém o via caminhando lentamente, tão lentamente, com a cabeça erguida e com uma criança nos braços rente ao muro de pedra fria.

Agora eu penso no que podia ter feito. Era preciso ter decidido depressa. Mas eu tinha a alma e as mãos pesadas de indecisão. Não via bem. Só sabia hesitar e duvidar. Por isso estava ali parada, impotente, no meio do passeio. A cidade empurrava-me e um relógio bateu horas.

Lembrei-me de que tinha alguém à minha espera e que estava atrasada. As pessoas que não viam o homem começavam a ver-me a mim. Era impossível continuar parada.

Então, como o nadador que é apanhado numa corrente desiste de lutar e se deixa ir com a água, assim eu deixei de me opor ao movimento da cidade e me deixei levar pela onda de gente para longe do homem.

Mas enquanto seguia no passeio rodeada de ombros e cabeças, a imagem do homem continuava suspensa nos meus olhos. E nasceu em mim a sensação confusa de que nele havia alguma coisa ou alguém que eu reconhecia.

Rapidamente evoquei todos os lugares onde eu tinha vívido. Desenrolei para trás o filme do tempo. As imagens passaram oscilantes, um pouco trémulas e rápidas. Mas não encontrei nada. E tentei reunir e rever todas as memórias de quadros, de livros, de fotografias. Mas a imagem do homem continuava sozinha: a cabeça levantada que olhava o céu com uma expressão de infinita solidão, de abandono e de pergunta.

E do fundo da memória, trazidas pela imagem, muito devagar, uma por uma, inconfundíveis, apareceram as palavras:

– Pai, Pai, por que me abandonaste?

Então compreendi por que é que o homem que eu deixara para trás não era um estranho. A sua imagem era exactamente igual à outra imagem que se formara no meu espírito quando eu li:

– Pai, Pai, por que me abandonaste?

Era aquela a posição da cabeça, era aquele o olhar, era aquele o sofrimento, era aquele o abandono, aquela a solidão.

Para além da dureza e das traições dos homens, para além da agonia da carne, começa a prova do último suplício: o silêncio de Deus.

E os céus parecem desertos e vazios sobre as cidades escuras.

Voltei para trás. Subi contra a corrente o rio da multidão. Temi tê-lo perdido. Havia gente, gente, ombros, cabeças, ombros. Mas de repente vi-o.

Tinha parado, mas continuava a segurar a criança e a olhar o céu.

Corri, empurrando quase as pessoas. Estava já a dois passos dele. Mas nesse momento, exactamente, o homem caiu no chão. Da sua boca corria um rio de sangue e nos seus olhos havia ainda a mesma expressão de infinita paciência.

A criança caíra com ele e chorava no meio do passeio, escondendo a cara na saia do seu vestido manchado de sangue.

Então a multidão parou e formou um círculo à volta do homem. Ombros mais fortes do que os meus empurram-me para trás. Eu estava do lado de fora do círculo. Tentei atravessá-lo, mas não consegui. As pessoas apertadas umas contra as outras eram como um único corpo fechado. À minha frente estavam homens mais altos do que eu que me impediam de ver. Quis espreitar, pedi licença, tentei empurrar, mas ninguém me deixou passar. Ouvi lamentações, ordens, apitos. Depois veio uma ambulância. Quando o círculo se abriu, o homem e a criança tinham desaparecido.

Então a multidão dispersou-se e eu fiquei no meio do passeio, caminhando para a frente, levada pelo movimento da cidade.

***

Muitos anos passaram. O homem certamente morreu. Mas continua ao nosso lado. Pelas ruas.

 

 

 

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