Sobre la poesía de Fadir Delgado

Byron Ramírez escribe sobre el trabajo de la poeta colombiana Fadir Delgado Acosta (Barranquilla, 1982). Ha publicado La Casa de Hierro El último gesto del pez, No es el agua que hierve; Lo que diga está lleno de polvo, Sangre seca en el espejo. Recibió en 2021, el Premio Internacional de poesía Tiflos de España 2021. Byron Ramírez ha publicado Entropías (2018, Nueva York Poetry Press, Estados Unidos); Adamar (2020, Poiesis Editores, Costa Rica); y, recientemente, Terra Incognita (2021, Editorial Arboleda). Obtuvo el Primer lugar Certamen Nacional de Poesía Martin Luther King (2017), Primer lugar Certamen Nacional Brunca Universidad Nacional de Costa Rica (2018). Ha sido compilador de las antologías Y2K, publicada por la Editorial Estudiantil de la Universidad de Costa Rica, y Nueva Poesía Costarricense, publicada por el Ministerio de Cultura de Costa Rica. Sus textos, además, han sido distribuidos en diversas revistas y antologías internacionales, y traducidos al italiano, uzbeko, inglés, árabe y francés.

 

 

 

 

ELOGIO DE LO OTRO: UN ACERCAMIENTO A LA PROPUESTA POÉTICA DE FADIR DELGADO

 

La poesía es luz, pero también sombra.
Ronald Bonilla

 

Antes de Fadir Delgado, en la poesía costarricense, imperaba la luz. Ya sea que esto se tome como defecto o como virtud, lo cierto es que la idea de la poesía como medio de contacto con todo aquello luminoso, vivo, idílico y “bello” (la belleza relacionada con lo noble) ha predominado en la poesía de Costa Rica, con gran fuerza a lo largo de su historia.

Los pocos autores y las pocas autoras que podrían nombrarse como excepciones a esta realidad no llegaron a concretar la totalidad de su obra, ni siquiera la mayor parte de esta, sobre un esfuerzo de evasión con respecto a esa luminosidad implantada como norma poética, ni mucho menos llegaron a formalizar un estudio de la contraparte de esa luz y sus espacios ocultos. Pues, en menor o en mayor medida, sus propuestas poéticas, enfocadas en apostar por la bohemia como valor artístico, la crítica social de lo religioso, la relectura de los espacios urbanos, la preferencia por un lenguaje desenfadado y coloquial, entre otros elementos, siguió recurriendo a tópicos como el amor eros y ágape(principalmente), a la idea de la soledad como penitencia, a la construcción identitaria de la figura del autor como obrero de la palabra, como marginado o como guía, y a elementos similares que, incluso sin quererlo, terminaron dando lugar a un retorno a la idea de poesía como herramienta de expresión romántica, como reflejo ficcional de la realidad citadina o rural, cuyo objetivo estético se basó, primordialmente, en la idea de acercar la escritura a lo que muchos críticos llamaron “lo cotidiano”.

Alrededor de esta búsqueda, y asuntos vinculados, se fue gestando la llamada nueva poesía de comienzos de siglo XXI (Corrales-Arias, 2015), por ejemplo, hasta el punto de que el adjetivo contemporáneo comenzó a ser, para gran parte de la escena literaria, sinónimo de estos ideales anteriormente mencionados en reacción a objetivos estéticos de generaciones anteriores, los desarrollados por la corriente trascendentalista, principalmente.

El caso de Fadir Delgado requiere especial atención, pues su obra responde de forma directa no solo a una simple evasión de esa luminosidad como norma poética., sino a una inmersión poética total en una oscuridad que, a mi parecer, erige una obsesión distinta, absoluta, sin precedentes en la poesía centroamericana contemporánea.

Fiel a su lema, “Poeta no me hables de tu corazón, porque no me importa tu corazón”, la escritora articula un yo lírico múltiple, poseído por distintas voces que se responden a sí mismas desde sitios que, aunque no se muestran con total nitidez (no es ese su propósito), se manifiestan, laten, en cada uno de sus textos a través de una suerte de lenguaje mefistofélico. Así, el lector, ante un texto de Delgado, no puede pasar indiferente. La conjunción de un léxico accesible en la construcción de imágenes descarnadas, pero, a la vez, oníricas y ominosas, vuelve la lectura de libros como Escritura del precipicio (2021), un desencadenante de “eso otro” del cual el lector no escapa, aunque lo intente: una sensación de extrañeza que, en el espectro de lo sublime, se halla más cercana a la incomodidad, la ansiedad o la perturbación que a la satisfacción o a la esperanza.

El poema en Fadir Delgado no pretende ser esa pieza del rompecabezas emotivo que un espectador toma para su propio disfrute, para adornar un rincón de su sala, empoderarse o saciar una necesidad de alivio espiritual o sentimental. La poesía no es cura ni salvación. El poema, en su obra, pareciera querer quebrantar, contaminar o envenenar todo aquello que se adentre en sus parajes. El texto es, desde este punto de vista, una trampa de noche, un camino de bestias, una caída perpetua en un pozo de voces e imágenes catatónicas que van y vienen en su propio juego macabro. Entre lo escrito y el sujeto que lee, se levanta un ahogamiento.

Habrá quien cuestione el hecho de que ahora se apunte hacia la obra de Delgado con un enfoque basado en el contexto literario costarricense, considerando que la poeta en cuestión nace en Barranquilla, Colombia, y no es sino hasta el año 2018 que pasa a residir en Costa Rica. No obstante, como elección personal a la hora de escribir el presente comentario, he decidido conscientemente no atender ningún hecho biográfico de la autora, más allá de una realidad innegable: sus últimas obras, no solo han sido escritas, publicadas y premiadas en el ya mencionado país centroamericano, sino que estas —se quiera aceptar o no— responden, además de a una herencia literaria sudamericana, a un reciente contexto histórico-literario costarricense y a esos vacíos que Fadir ha sabido escudriñar (¿polémicamente?) en su poética.

En esta región cavernosa que se desarrolla y crece en Escritura del precipicio (2021), todo puede ser nombrado sin censura, pues es lo tabú y lo oculto “eso otro” en lo que la obra profundiza por excelencia. De este modo, la familia, la maternidad y sus imprecaciones, la naturaleza muerta, lo insanable, lo perverso y la incapacidad de escapar del abismo, se constituyen, entre otros, como ejes centrales en su poética:

 

Madre
descubrí que el veneno
esconde los insectos muertos
debajo de la cama
Dile que no lo vuelva a hacer
Creo que no es bueno dormir sobre cadáveres. (“Queja”, p.31)

 

El yo lírico se funde con la figura del infante que pide y pregunta sobre la muerte y el mundo punzante que lo rodea, a la vez que responde a otros poemas donde la madre es la que clama, augura, cuestiona y contesta:

 

Dime que hay una cuerda
Dime que la ves
Dime que ya la encontraste
No es hora de salir
muchacho  (“Amenaza de aborto”, vv. 11-15, p.67)

 

La madre se concreta como una figura oracular, tan cercana a los vivos como a los muertos, una especie de médium que contempla y sabe más allá de lo que puede ser percibido con los sentidos. A pesar de esto, muchas veces no puede escapar por sí misma de todo aquello que su boca anticipó. De este modo, su palabra resulta ser más poderosa que su carne:

 

y se sabe que los domingos no pueden verse a la cara
porque es imposible que dos abismos se sostengan juntos
Descubro que soy yo la que no puedo salir
que este hospital también es agua
que soy yo la que me hundo (“Parto”, vv. 36-40, p.13)

 

Esta relación convulsa y, en ocasiones macabra, entre madre, hijo y mundo, es también evidenciada a partir de un yo lírico testigo, una especie de pequeño dios, voyeur o espíritu omnisciente, mas no omnipotente, que describe la herida pasada y futura, la tribulación y el desasosiego de esta relación sombría. Así, en poemas como “Esterilización” (p.15), esta figura testigo declara tanto lo que es (lo observable), como lo que será (lo que nadie ha visto todavía):

 

El niño busca la cicatriz por donde sacaron su cabeza
Cuando la encuentra
dibuja la cicatriz con un lapicero rojo en la pared
La madre
más tarde
sin saberlo
tendrá que limpiar su propia herida.

 

Junto a esta concepción de la maternidad como periodo de luchas y cortes constantes, se construye paralelamente un entendimiento de la enfermedad y de la figura del enfermo, el infirmus, como otra de las obsesiones de la poesía de Delgado. Se confunden estas figuras, la madre, el hijo y el enfermo bajo un solo espacio kafkiano, el hospital:

 

El enfermo no tiene dientes
tiene dentro de la boca un desierto oscuro
Ahora es como un recién nacido
que se retuerce en la cama de hospital. (“Sala Neonatal”, p.24)

 

El hospital como territorio de fantasmas reúne en sus entrañas todo tipo de filos, toda clase de señuelos y aguijones, de juguetes y agujas, hasta conformar un lugar de revelaciones donde la única lengua posible para comunicar es la lengua profética, el idioma que nace del poema para rebelarse en desmesura contra sí mismo, contra su lenguaje cotidiano y contra su ciencia. Bajo esta ruta de acción, el yo lírico del texto titulado “La oscuridad ha cicatrizado en la sangre” (p.28) advierte:

 

No eres tú quien muere solo
Hay niños que nacen en el otro corredor del hospital
Hay niños que pueden matar un pájaro con sus manos
¿Lo sabías? (vv. 1-4)

 

El hospital, además, no se limita a una edificación concreta, sino que se encuentra en todas partes. En la casa, en el bosque, en el sueño, en la calle. Nadie puede estar afuera. La madre y el hijo, aunque por instantes parecieran alienarse, abducirse, no logran salir nunca del hospital. Por esta razón, la infancia del niño se presenta rodeada de enfermos, de sogas colgadas en los techos, de ríos de sangre, rayos x, peces putrefactos, insectos y camas monstruo que paralizan y resguardan los horrores de la madre.

La infancia, por tanto, se muestra, tal como el resto de detalles, contaminada por el aire de hospital; lejos de cualquier idealización. En esta etapa el individuo es conducido por la vida mediante una inocencia demoniaca: “El niño trae entre sus manos un relámpago para/ estallármelo en el pecho” (p.66). El niño es, en estos poemas, la puerta a un mundo alterno de posibilidades dañinas para la madre. Debido a su naturaleza caótica y a su poder latente, el niño es el miedo:

 

La madre teme que el niño de tanto hundir las uñas en la casa
descubra que los animales no están dibujados en la pared
descubra que la pared es una jaula
y teme que el niño abra la jaula
y que los animales no regresen nunca. (“Indagación”, vv. 16-20, p.35)

 

Lejos de la madre, su hijo, los muertos y los enfermos, el resto de los personajes poetizados terminan cediendo a esta misma oscuridad conjurada: los transeúntes son peces arrastrados hacia la nada infinita. La abuela; único atisbo de luz, tarde o temprano termina extinguiéndose. Las enfermeras son extensiones del hospital; símbolos del agotamiento y la paranoia de la sangre ajena. Asimismo, los animales y las máquinas, como artificios de esa sombra que todo lo que contiene, forman parte de la condena de la cama vista desde abajo. Dios, por otro lado, es tan solo una cruz en el quirófano.

Esta poesía, por ende, no solo se aparta de la luz; sino que no la reconoce. La luz no encuentra espacio para existir, más allá de unos segundos como intrusa entre fantasmas y condenas. Al igual que sucedió con Louise Bourgeois, Zdzisław Beksínski o Alfred Kubin, las imágenes de Fadir Delgado no necesitan de la luz como símbolo de amor y equilibrio, razón por la cual no recurre a su calma, no la busca ni la lamenta. La penumbra que sostiene su obra se basta a sí misma, no pide auxilio. El vértigo de estar cayendo por ese precipicio de la escritura no se molesta en parecer instructivo moralizante, ni testimonio elegíaco de derrota. La oscuridad que fabrica la poesía de Delgado es una sustancia digna que todo lo carcome y, en su delirio, todo lo degusta. Aquí yace la solidez de esta propuesta poética: Cada poema se fortalece gracias al martirio de “eso otro” que lo cimienta.

 

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