Liset Lantigua reseña Tiempo abierto (Valparaíso Ediciones, 2022) del poeta ecuatoriano Xavier Oquendo (1972). Se trata de un libro que consta de veinticinco poemas en prosa. Según Lantigua, “En este libro, Xavier se ocupa de una especie de balance desde el que entrega sus gratitudes, su relación con las poéticas que ama -amó-, con las aguas que bebe -en las que bebió- que tienen voces, relaciones a veces forzadas por una autorreferencialidad que nos excluye y, a veces, deliciosa y emotivamente organizada entre sus pulsiones y lo invocado en el texto”.
El libro-fuente de Xavier Oquendo
Tiempo abierto, el libro de Xavier Oquendo viene del momento de mayor cerrazón en la historia reciente común, desde ese plural donde nos puso la vida con la pandemia, es lo primero que vi cuando lo tuve en mis manos, la paradoja: Tiempo abierto. Empiezo por esta observación, pues lo que nombra a un libro de poemas rara vez es azar y, en este caso, el título alude a una obertura transitiva como lo es toda existencia, un hecho intemporal.
En este libro, Xavier se ocupa de una especie de balance desde el que entrega sus gratitudes, su relación con las poéticas que ama -amó-, con las aguas que bebe -en las que bebió- que tienen voces, relaciones a veces forzadas por una autorreferencialidad que nos excluye y, a veces, deliciosa y emotivamente organizada entre sus pulsiones y lo invocado en el texto, al punto de deslizarse y seguir el calado que la miel llenaría si pudiera, o que el agua en la que se convierte toda agua, todo origen, acaba por inundar.
El libro apareció en la antología personal El tiempo y las alas, y ahora como publicación individual con Valparaíso Ediciones. Reúne 25 poemas en prosa, a los cuales pretendo acercarme desde un orden que me permitirá agrupar por temas algunas coincidencias, como una insoslayable intromisión en eso que cuesta tocar sin entorpecer o sin desmoronar o sin herirnos con algún filo o espina…
Hace unos años –que todavía caben en la ventana de la exactitud temporal, porque fue en el 2017–, me encontraba en un hotel de Cuba con mi abuela de 94 años. Era invierno y estaba por llegar un frente frío a la isla. En la tarde, abuela se quedó en la habitación y yo decidí echarme en una de esas tumbonas europeas de la playa, entre turistas portugueses y cantábricos. Abrí el libro de Luis García Montero publicado por El ángel editor, que había llevado conmigo, y de entre sus páginas salió volando mi boleto de regreso a Quito. Decidí recuperarlo del fondo mismo del océano porque estaba en Cuba y temía que me fueran a desbaratar el duro exilio
con una frase del tipo: Sin el boleto no puede salir o Usted no consta en el listado o Pase a esa salita mientras despega el avión… de modo que corrí despavorida tras del boleto, que huyó hacia una duna de arena, inofensiva aún. Yo me había cuidado toda la vida de los erizos de mar, la duna, cubierta por lo que parecía ser una enredadera edénica, estaba minada de unos erizos vegetales resistentes al sol, a la lluvia y a la brisa atlántica. Llegué corriendo a la cima, el boleto estaba a unos pasos… En una mano llevaba el libro. Sentí agujas en los pies, entre los dedos, esa inocencia que es el entre dedos de un pie y el dolor me atravesó la vejiga y navegó hasta la pituitaria. Me detuve, hiperventilé, me aferré a la vida, comencé a desprender los erizos con la mano libre, en un desequilibrio calamitoso, hasta que creí poder caminar de regreso a la tumbona. Arribé a ella con lágrimas en los ojos, procurando parecer la rescatista de una carta antigua o de un testamento o una escritura patrimonial, no de un pasaje impreso innecesario en cualquier aeropuerto del mundo. Volví a encallarlo entre las páginas del libro, controlé cada movimiento, los pies me sangraban… y al sentarme en la tumbona me di cuenta de que los erizos vegetales, uno a uno, se habían prendido en el borde de mi vestido, gracias al viento del promontorio. Lo supe, como se llega a saber estas cosas: acababa de sentarme encima de ellos.
Lo traigo a colación no porque esa tarde pensara en leer poesía –que es en lo que pienso cuando pienso– sino porque el descalabro de ese día me acerca a lo que pienso sobre cualquier intento por explicarla. Porque creo que comentarla es convertir en pasaje al acto de muerte o la sobrevida o la nada abismal; deshacerla, y porque es bastante privilegio celebrarla por sus silencios y por su suerte, por más erudición que la crítica y la filosofía le hayan destinado a su abordaje. Ensayar el oscuro entramado, simple o errático de la poesía que uno presenta, es creer que eso que se piensa hará que el objeto portador de cartas dobladas, boletos, separadores y otras cosas menos significantes salve al poeta, logre alzarlo en vilo, hacerlo volar… Como situar la retórica del dolor en lo real del cuerpo, decir un ‘es decir’ que nada explica o aclara. No importa que nos hayamos cuidado toda la vida adulta de la soberbia de no aconsejar, de no emitir sentencias, que equivale a hacerse cargo de algún erizo. Cuando aseveramos que vimos lo que vimos y lo prolongamos en una afirmación, exponemos nuestra calamidad en un acto de desequilibrio que colocará las espinas en otro lugar, otra vez… Consciente de esta inutilidad, pido disculpas por los erizos irremediables de hoy.
Este libro, debo empezar por decir, me parece el proyecto poético más consolidado de Xavier, el de mayor madurez y riesgo, aun desde la comodidad discursiva de la prosa. Creo que este volumen de poesía, de modo bastante regular nos dice eso: solo quien ha arropado las primeras ráfagas de muchos fríos ya o el frío continuo del páramo ha tenido tiempo para incorporar, a la intimidad de su voz y de su universo afectivo, las voces, las sensaciones térmicas, las pulsiones, las rebeliones y los miedos de otros. Y es un regalo recibirlos como lectores, conocer el dónde y por qué en el mismo poema, una interlocución casi imposible si el poeta no se lo hubiese propuesto, y que nos libera de tener que inferirlo. Xavier junta en este proyecto poético todas las aguas: las suyas y la fuente, a modo de nota al pie y en un acto de generosa delación.
El poemario lo inaugura Miguel Hernández, un árbol de limones, esa presencia cuyas raíces socavan –con la belleza posible del verbo– la infancia del poeta de Orihuela y la del propio Oquendo, un mismo limonero bajo otra luz, superior a toda influencia numerable en un pequeño canon. La paradoja es que, aunque para Hernández toda influencia literaria humana proviene de su árbol de limones, este libro es el canon personal de Xavier Oquendo, es su árbol podado por un grito de Miguel Hernández, como para pensar que el limonero lo fue del todo en él, al contacto con aquella luz impropia, traída a sí por la poesía.
En Las flores, que es un homenaje a ese otro poeta inmenso que fue y es Tomás Segovia y a la presencia recurrente del ser otro y uno, aparece nuevamente la naturaleza sobre todo a través de sinécdoques:
(…) todos queríamos tener algo de abeja para extraerle la miel a los conductos de polen de las jacarandas, en esos versos, en esas vidas viejas, en esas casi muertes de esas ciudades nuestras, donde no crecen flores porque no hay más razones para usar floreros ni para que entre el frío de la memoria de la naturaleza.
Cuando Cernuda ‘no decía palabras’, por ejemplo, cuando ‘ignoraba que el deseo es una pregunta cuya respuesta no existe’, la voz poética de Primer deseo en este libro era consciente de ello, con la ventaja de haber llegado antes a esa no respuesta, desde una poética que se anticipó o se superpuso al propio conocimiento:
Allí conocí el sexo por primera vez. Vi el truco del deseo moverse por entre las aguas de un tiempo que no se mueve y que parece como si otro tiempo tuviera un calendario paralelo que lo asumiera. Fue Allí, cuando entré en el amor desde la teoría de su no existencia, cuando supe que el deseo está sobre la realidad y que Cernuda era más que un poeta, el filósofo de ese momento en el que dos ocupábamos el espacio cerrado de uno y que solo teníamos la intención de controlar el deseo.
Bienvenidos aquí también a Eduardo Galeano, a Serrat, a Huidobro, a Alejandra Pizarnik, Ana María Iza, IleanaEsquivel, María Mercedes Carranza, Aute, Jaime Gil de Biedma, Omar Lara, Eduardo Lizalde, José Tejedor, Piedad Bonnett, Rafael Díaz Icaza, Raúl Arias, a García Márquez, a Borges… y al cancionero y al cine que trajo a Xavier a las inmediaciones de esto que quiso reencontrar, porque sabemos que todo hallazgo es una siguiente revelación, la coincidencia que unos inadmiten y otros honran:
Cómo sería el momento en que Jorgenrique descubrió la poesía luego que César descubrió la poesía luego que Jorge descubrió la poesía. Ese instante se fundó la lírica moderna y el paso peatonal entre el verso con el resto de mortales que en el mundo son.
Y qué sería sin Darío sin Machado sin Castilla en verde ni la Nicaragua cantora sin Martí sin el hoyo marino de Asunción Silva y Montalvo tocándole la falda a la prosa o don Miguel de Unamuno sin Ortega, sin el imperio de los sonidos del modernismo, la dicha de la vanguardia y sin la atmósfera de Neruda, la anáfora de Huidobro, sin la Gabriela con la carga de sus dolores. Sin el vértigo del 27 y Góngora y sin el 98 y el 50 y el 60. Y luego el 36 sin Lorca y con él para siempre. Y algún canto de Quevedo en la experiencia y la razón culterana en la inteligencia. Y tal vez por la mitad del mundo, allí, donde todo es imaginario: figúrese, lector de imposibles, donde hay más volcanes que poetas, frutas que poemas. Allí, el día en que Adoum, Dávila, Carrera Andrade descubrieron la poesía, porque sí.
El poema Tabaco, abuelo y café evoca al César Vallejo de Sombrero, abrigo y guantes, a mi modo de ver por ese clima emocional de los objetos y las atmósferas y la memoria:
Cuando el abuelo entra a la cocina, llega también una taza de hierro inoxidable: blanca y roída por el fuego y desportillada en su fondo y en su forma. Entonces, la ebullición del agua, que será a priori, se estira en el hervor y surgen las burbujas de un futuro que complace a la lengua del abuelo.
La poesía y el principiante lo lleva o lo regresa de dos textos bellísimos de Gelman y de Marco Antonio Campos sobre la creación y la modernidad para los poetas.
Tomé la poesía como un pretexto, como si la vida fuera el desierto del Sahara y algo de páramo y de bosque tropical y algo de marino que se hace más azul en su abundancia y algo de roca y casi todo lo que puede ser luminosidad.
En poema Datos inexactos se asocia un texto de Carlos Eduardo Jaramillo que también antepone lo prodigioso de cada marca en la memoria pese a lo posible para la memoria.
No tengo idea del momento ni de la intensidad del alba ni del formato que aprendí para vivir en lo establecido. Pero fue ese día, ese momento, en esa fecha en que te conocí y entonces aprendí a rajatabla cómo se vive en el centro de la tierra. Y cómo la felicidad tiene un nombre que ya no está en tu memoria ni en la mía. Lo recuerdan algunas mariposas que viven unas horas.
El poeta de la ingenuidad y de la experiencia, Ángel González, aparece en Vida Vs. Conocimiento:
Tal vez yo cambie de nombre alguna vez y pueda hacer lo que no hice. Todo lo que no era niñez me parecía enorme y perturbadoramente hermoso.
Hace unos años presenté Esto fuimos en la felicidad (2009), de Xavier; recuerdo el movimiento de ese libro, la traslación como un efecto de la existencia, como destino.
Aquí hay tres momentos en los que el éxodo aparece con tres variaciones: Por una parte, la poética del viaje:
Dolores que se volvían parte de aquel éxodo urbano y de un discurso contenido. Eran parte de un momento en el que el cielo se volvía una nube elástica y permanente y los ponientes caían en las montañas.
Hay como una adultez en la partida luego, en La realidad de un éxodo.
Se han ido los amigos. Hace días comencé a sentir el hueco de sus palabras. Los ojos los convocan hacia adentro como si fueran daguerrotipos de caverna. Han dejado abierto el cuartel de mi insomnio, ese duende de la tristeza, esa paloma asustada que regresa sin parra, sin plumas, sin llanura…
Y un tercer momento de ese éxodo es el de la extrañeza, de las preguntas no retóricas, al modo de Ella y el mar de Clarice Lispector:
−¿Dónde queda la mar, señor siquiatra? ¿Dónde está la avenida que baja hasta la cintura de las aguas? ¿Dónde se hacen viscosas las canciones y los verbos y los canturreos de los árboles? ¿Dónde queda la casa que tiene el mar en su bodega? ¿Dónde está la mesa que naufragó en la orilla? ¿Dónde la luz del sol tomando forma líquida?
Tiempo abierto es también es una ofrenda a la poesía, a la lectura y a los libros: He dormido con libros. Me he dejado seducir por ellos. He roto libros por frío, por malos asesores de corazón, por dolor de alma.
Por suerte para todos nosotros Xavier se declara culpable: leo un fragmento de Estado de culpa y con ello abro paso a la mirada propia sobre este libro que también es un homenaje a la inocencia:
Me declaro culpable (…) de haber creído en casi todo y en casi las flores y sus nichos de miel y en casi el olvido y el contragolpe (…) y el miedo que tengo y el casi sombra que me he vuelto y el casi artefacto que somos en conjunto y el casi final cuando comienzo mi película y mis asuntos y el casi poder que ya no tengo y la casi falacia en que me sumo y el casi hospital de mis recuerdos y la casi tortura de mi espuma de creencias y la casi dolorida primavera que no veo y el casi accidente de querer morir y la casi derrota de ser y estar y parecer y el casi momento de la poesía y la casi floresta en los pájaros de la playa y la casi mortaja de mi ruta y el casi accidente que me metí en ciernes por la vía angosta y la casi montaña que se ha caído y el casi mar de mi sangre que se escapa y la casi mordedura de tu serpiente privada.
Datos curriculares
Xavier Oquendo Troncoso (Ambato-Ecuador, 1972). Periodista y Magíster en Escritura Creativa. Profesor de Letras y Literatura. Ha publicado doce libros de poesía. Sus últimos títulos son: Solos (2011), Lo que aire es (2014), Manual para el que espera (2015), Compañías limitadas (Finalista del Premio Pilar Fernández Labrador, 2018; Premio Universidad Central del Ecuador, 2020) y Tiempo abierto (2022) y una veintena de libros recopilatorios de su obra poética publicados en varios países de América Latina y Europa. Ha incursionado en la narrativa corta y la literatura infantil y juvenil . Su obra figura en muchas de las más importantes antologías de la poesía contemporánea de la lengua española. Organizador del Encuentro internacional de poetas “Poesía en paralelo cero”, uno de los más importantes festivales de poesía de América latina, director y editor de la firma editorial El Ángel Editor, en donde ha publicado alrededor de 500 libros de poesía de autores ecuatorianos y del mundo, haciendo una amplia difusión de la poesía contemporánea en la región.
Liset Lantigua es bibliotecaria, Editora, Poeta y narradora cubano-ecuatoriana. Su obra ha recibido reconoci- mientos como Lista de Honor IBBY 2009 por su novela Y si viene la guerra (Grupo Editorial Norma, 2006; LuaBooks, 2018), y el Premio Nacional de Novela Darío Guevara Mayorga, de Ecuador, por Contigo en la luna (Grupo Editorial Norma, 2009) y por Me llamo Trece (Alfaguara, 2013). Entre otros libros suyos están Princesa Cochi, (Loqueleo 2016), Ana Del- circo de Findelmundo (Edinun, 2017) Metrópoli y otras muertes (Libresa 2017), Ancla (Amargord, 2017). El nido infinito (Deidayvuelta, 2017), El libro de Lila (LuaBooks, 2017), Los trenes se demoran (Planeta Lector, 2018), A comer (Comoyoko Ediciones, 2019), El monstruo del baúl (Edibosco, 2019) y Voces del tiempo, Guaranda en sus leyendas, (Muni- cipaldad de Guaranda-Evergem, 2020). Es Máster en Edición por la Universidad Autónoma de Barcelona. Se ha dedicado al fomento de la lectura y de procesos de escritura creativa y apreciación literaria con talleres dirigidos a niños y jóvenes público general, y a docentes y mediadores. Coordinó la Red Metropolitana de Bibliotecas de Quito y actualmente dirige la biblioteca de la Universidad de las Américas (UDLA – Ecuador).